sábado, 26 de febrero de 2022

Cada árbol se reconoce por su fruto

 

Cada árbol se reconoce por su fruto

¡Buenos días, gente buena!

VIII Domingo Ordinario C

Evangelio

Lucas 6, 39-45:

Les hizo también esta comparación: «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo?

El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro.

¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?

¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo», tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.

No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos: cada árbol se reconoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas.

El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón. El malo saca el mal de maldad, porque de la abundancia del corazón habla la boca.

Palabra del Señor.

Cada árbol se reconoce por su fruto

El hombre bueno, del buen tesoro, de su corazón saca el bien. El buen tesoro del corazón: una definición tan hermosa, tan llena de esperanza, de lo que somos en nuestro misterio íntimo. Todos tenemos un tesoro bueno  guardado en vasos de barro, oro fino para repartir. Es más, el primer tesoro es nuestro corazón mismo: “un hombre vale cuanto vale su corazón” (Gandhi). Nuestra vida está viva si hemos cultivado tesoros de esperanza, la pasión por el bien posible, por la sonrisa posible, la buena política posible, una “casa común donde sea posible para todos vivir mejor. Nuestra vida está viva cuando tiene corazón. Jesús lleva a plenitud la religión antigua sobre dos direcciones: la línea de la persona que está antes que la ley, y luego la línea del corazón, de las motivaciones profundas, de las buenas raíces.

Sucede como con los árboles: el árbol bueno no produce frutos malos. Jesús nos lleva a la escuela de la sabiduría de los árboles. La primera ley de un árbol es la fecundidad, el fruto. Y es la misma regla de fondo que inspira la moral evangélica: una ética del fruto bueno, de la fecundidad creativa, del gesto que hace bien de verdad, de la palabra que consuela verdaderamente y sana, de la sonrisa auténtica. En el juicio final (Mt 25), no tribunal sino revelación de la verdad última del vivir, el drama no serán nuestras manos, tal vez sucias, sino las manos desoladamente vacías, sin buenos frutos ofrecidos al hambre de los demás. En cambio los árboles, la naturaleza entera, muestra cómo no vivir en función de sí mismo sino en servicio de las creaturas:  ya ven como en cada otoño nos encanta el espectáculo de ramas llenas de frutos, un exceso,  abundancia de semillas y frutos que son para los pájaros del cielo, para los animales de la tierra, para los insectos, como para los hijos del hombre.

Las leyes profundas que rigen la realidad son las mismas que rigen la vida espiritual. El corazón del cosmos no dice sobrevivir, la ley profunda de la vida es dar. Es decir, crecer es florecer, crear y dar. Como árboles buenos. Pero tenemos también una raíz de mal en nosotros. ¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano? ¿Por qué te pierdes buscando el error, mirando la sombra mejor que la luz que hay en ese ojo? La mirada de Dios no es así. El ojo del Creador vio que el hombre era algo muy bueno! Dios vio al hombre muy bueno porque tiene un corazón de luz. No busca vigas o pajas, u ojos heridos, nuestros malos tesoros, sino que se posa sobre un Edén del que ninguno está privado: “con todo cuidado vigila tu corazón porque es la fuente de la vida” (Prov 4, 23)

¡Feliz Domingo!

¡Paz y Bien!

Fr. Arturo Ríos Lara, ofm

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