LA PIEDAD ECLESIAL DE SAN FRANCISCO
por Kajetan Esser, OFM
La obediencia a la Iglesia
Al extenderse la Orden por el mundo, Francisco se siente pequeño, incapaz de gobernarla y defenderla eficazmente contra los enemigos internos y externos: «Iré, pues, y los encomendaré a la santa Iglesia romana, para que con su poderoso cetro abata a los que les quieren mal y para que los hijos de Dios tengan en todas partes libertad plena para adelantar en el camino de la salvación eterna. Desde esa hora, los hijos experimentarán las dulces atenciones de la madre y se adherirán por siempre con especial devoción a sus huellas venerandas. Bajo su protección no se alterará la paz en la Orden ni hijo alguno de Belial pasará impune por la viña del Señor. Ella, que es santa, emulará la gloria de nuestra pobreza y no consentirá que nieblas de soberbia desluzcan los honores de la humildad. Conservará en nosotros inviolables los lazos de la equidad y de la paz imponiendo severísimas penas a los disidentes. La santa observancia de la pureza evangélica florecerá sin cesar en presencia de ella y no consentirá que ni por un instante se desvirtúe el aroma de la vida». Y Celano continúa: «Aquí se advierte la previsión del varón de Dios, que se percata de la necesidad de esta institución para tiempos futuros» (2 Cel 24).
Después de haber sido recibido «con mucha devoción» por el papa y los cardenales, Francisco pidió a Honorio III le concediera pro papa -para hacer las veces de papa-, al cardenal Hugolino, obispo de Ostia, «para que, sin mengua de vuestra dignidad, que está sobre todas las demás, los hermanos puedan recurrir en sus necesidades a él y beneficiarse con su amparo y dirección» (2 Cel 25). En la regla definitiva queda incorporado este punto como norma para el futuro: «Impongo por obediencia a los ministros que pidan al señor papa un cardenal de la santa Iglesia romana que sea gobernador, protector y corrector de esta fraternidad» (2 R 12,3). Francisco y su orden se saben así estrechamente unidos a la madre Iglesia en la persona de ese cardenal; es el «dominus et apostolicus noster», nuestro señor y papa (EP 23). Pero en la persona del cardenal está vinculada la Iglesia a Francisco de forma muy particular y sobre todo personal.
No hay, pues, motivo de que dudemos de Celano cuando nos dice que Hugolino veneraba a Francisco como a un apóstol de Cristo, que reconocía absolutamente el carisma del santo y «le servía como un señor a su siervo, besándole humildemente sus manos» (1 Cel 101), pormenores que difícilmente podían inventarse en tiempo de Hugolino.
En el mismo sentido quería Francisco estar vinculado a los obispos. Por eso, para establecerse los hermanos en un lugar deben acudir al obispo del mismo y decirle: «Primeramente recurrimos a vos, porque sois el padre y señor de todas las almas confiadas a vuestro cuidado pastoral y de todas las nuestras y de las de nuestros hermanos que han de vivir en este lugar. Por eso, queremos edificar allí con la bendición de Dios y la vuestra» (EP 10; cf. 2 Cel 147). «A ellos les está confiada la santa Iglesia, y ellos deben dar cuenta de la pérdida de sus súbditos» (Leg. monacensis 52). En estas frases del santo la palabra «padre», referida al obispo, está en relación vital con la palabra «madre», aplicada a la Iglesia.
Y vamos a avanzar todavía en esta misma línea. Puede decirse que, en cierto sentido, la maternidad de la Iglesia es un elemento constitutivo de su fraternidad, o sea, de la comunidad de los hermanos. Francisco sabe muy bien que todos tenemos un Padre en los cielos y que por lo mismo todos somos hermanos. Sabe también que es la gracia, que une a todos en Cristo, la que nos hace hermanos en Él. Tal vez por esto proclama con fuerza: «Quiero que mis hermanos se muestren hijos de una misma madre» (2 Cel 180). «El santo tuvo siempre constante deseo y solicitud atenta de asegurar entre los hijos el vínculo de la unidad, para que los que habían sido atraídos por un mismo espíritu y engendrados por un mismo padre, se estrechasen en paz en el regazo de una misma madre. Quería unir a grandes y pequeños, atar con afecto de hermanos a sabios y simples, conglutinar con la ligadura del amor a los que estaban distanciados entre sí» (2 Cel 191).
Ahora se entienden en su pleno sentido las palabras que usa Francisco para describir las relaciones que han de existir entre los hermanos: «condúzcanse mutuamente con familiaridad entre sí», «tengan familiaridad»; como a hermanos que «profesaban juntos una misma fe singular», recomendaba «a todos la caridad, exhortaba a mostrar afabilidad e intimidad de familia» (2 R, 6-7; 10,5; 2 Cel 172 y 180). Deben mostrarse el uno al otro el amor de la madre Iglesia, y deben patentizar que ese amor es mayor que el que tiene una madre a su hijo (1 R 9; 2 R 6). Así se actualiza para la vida común de los hermanos la imagen de la santa madre Iglesia, que Francisco lleva en su corazón, y nace en el seno de la Iglesia una forma de vida religiosa absolutamente nueva para aquellos tiempos.
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