CONTEMPLAR Y VIVIR CON FRANCISCO Y CLARA DE ASÍS
EL MISTERIO DE CRISTO EUCARÍSTICO
por Michel Hubaut, franciscano
Clara: una adorante maravillada de Cristo eucarístico
Clara, abadesa de San Damián, comulga lo más frecuentemente posible el cuerpo de Cristo. Se estremece de emoción y de respeto. Hasta llora de gozo. Lo acoge como «tan grande beneficio... que el cielo y la tierra no se le pueden comparar». Ha leído probablemente, releído y meditado las cartas de Francisco sobre este sacramento. Su amor, su fe y su intuición femenina debieron de vibrar intensamente con las evocaciones realistas y místicas de Francisco. Contempla, a su vez, en este cuerpo entregado, en este pan compartido, toda la actualidad de la salvación y la permanencia del don de Dios. Este prodigio de respeto, esta humilde grandeza del amor le arranca lágrimas de dicha y de reconocimiento. Venera al que cada día, bajo una forma u otra, reinventa el abatimiento del Niño de Belén, multiplicando al infinito el don de su vida a fin de que todo hombre pueda acogerlo y vivirlo. Adora al que se da así al Padre y a los hermanos hasta el fin de los tiempos. Lo recibe con fervor porque «no reverencia menos a quien está escondido en el sacramento que al que rige cielo y tierra» (LCl 28).
Enferma, prisionera de la pequeña celda que le sirve a la vez de enfermería y de oratorio, consume sus últimas fuerzas en venerar este sacramento del Bien-Amado. Sostenida por algunas almohadas, hila y teje para hacer corporales. Cada punto de ganchillo, cada repulgo es un acto de amor. No puede impedir rozar con sus labios estos lienzos preciosos que recibirán el cuerpo del que ella ama, antes de encerrarlos en las bolsitas de seda púrpura. Los envía así a los hermanos que los harán bendecir por el obispo de Asís y los distribuirán entre las iglesias más pobres (LCl 28).
Silencioso trabajo manual que permite a Clara dejar a su alma contemplativa soñar en la misteriosa presencia de Cristo. Ella adora en espíritu al que comparte con la tierra las riquezas infinitas del reino y se digna velarse bajo tan frágiles apariencias. Piensa en Cristo que tiene sed de darse y en los hombres hambrientos que corren hacia tantos bienes perecederos. ¡Él que es la vida! ¡Y el hombre que enferma de anemia! ¡En él, el «autor de la salvación y de todos los bienes deseables»! ¡Y en el hombre, que no osa ya esperar la dicha! Clara lloró con frecuencia de amor sobre sus bordados.
Comulga con frecuencia, en nombre de todos estos hombres, en el «tesoro», del que se sabe indigna. Lo que dice de la habitación de Dios en el alma del creyente, del que hace su morada, ¡cómo lo viviría intensamente en la comunión con el cuerpo eucarístico de Cristo!:
«Así como la gloriosa Virgen de las vírgenes -escribe a Inés- lo llevó materialmente, así también tú, siguiendo sus huellas, ante todo las de la humildad y pobreza, siempre puedes, sin duda alguna, llevarlo espiritualmente en tu cuerpo casto y virginal, conteniendo a Aquel que os contiene a ti y a todas las cosas, poseyendo aquello que, incluso en comparación con las demás posesiones de este mundo, que son pasajeras, poseerás más fuertemente» (3CtaCl 24-26).
En efecto, ¡con qué fe, con qué amor, con qué humildad debió de acoger la Virgen María en su seno al Hijo de Dios! Con una audaz analogía, Clara pensaba probablemente en este misterio al recibir el cuerpo eucarístico de Cristo. De la Madre de Cristo adoptará los sentimientos y las actitudes necesarios para recibir al Creador.
Esta «comunión» es el corazón, la cumbre de toda la vida interior de Clara. Aquí convergen todas sus plegarias y todas sus ofrendas, como los ríos se lanzan al océano. Por este signo sacramental, la presencia de Dios en el corazón del hombre alcanza, en ella, su realismo más grande:
«Ama totalmente -escribe a Inés- a Aquel que por tu amor se entregó todo entero, cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyas recompensas y su precio y grandeza no tienen límite; hablo de aquel Hijo del Altísimo a quien la Virgen dio a luz, y después de cuyo parto permaneció Virgen. Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no podían contener, y ella, sin embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado útero y lo llevó en su seno de doncella» (3CtaCl 15-19).
Hacer del seno de María el primer claustro del mundo es una analogía muy profunda y muy fuerte que expresa bien cómo Clara debía de acoger el cuerpo de Cristo. Como Francisco, no acaba de meditar tamaño abatimiento del amor de Dios. Que el hombre pueda convertirse en la morada de su creador, la sume en admiración. ¡Y para vivir semejante misterio, basta amar!:
«Resulta evidente que, por la gracia de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo, ya que los cielos y las demás criaturas no pueden contener al Creador, y sola el alma fiel es su morada y su sede, y esto solamente por la caridad» (3CtaCl 21-22).
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