CONTEMPLAR Y VIVIR CON FRANCISCO Y CLARA DE ASÍS
EL MISTERIO DE CRISTO EUCARÍSTICO
por Michel Hubaut, franciscano
Celebrar la comida del Señor:
abrir todo el universo creado a la vida
Para Francisco, en el sacramento de la Eucaristía, Jesús vivo prolonga su encarnación. Penetra poco a poco en el hueco de nuestra humanidad para pacificarla y reconciliarla con la vida y el amor del Padre. En cada misa, celebra la Pascua de todo el universo. Esta nueva presencia del Señor es la fuente secreta, fecunda, prodigiosa de una creación nueva, de un mundo nuevo en gestación. Porque en Cristo, como Francisco escribe, «las cosas que hay en los cielos y en la tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente» (CtaO 13).
Su fe es cósmica. El Cristo eucarístico es el sacramento de un pueblo en marcha a su unidad, de un universo en vía de consumación y transfiguración. ¿No es este cuerpo eucarístico una parcela de la materia creada, de nuestra propia carne, que ha entrado ya en su estado final? Este sacramento orienta, pues, nuestra historia y nuestros actos cotidianos hacia la esperanza del mundo venidero. En cada comida pascual, los frutos de la tierra y del trabajo del hombre, la creación entera, «pasan» a Dios y se convierten en semillas de eternidad. Francisco contempla en este sacramento el anuncio del universo recapitulado en Cristo Señor. Ha meditado mucho sobre la elección que Jesús hizo de tomar elementos de nuestra tierra, el pan y el vino, para convertirlos en signos proféticos del mundo nuevo donde entraría como primogénito.
El Espíritu creador que planeaba sobre las aguas en la aurora de la creación, que cubrió con su sombra a la Virgen María para dar carne al Hijo de Dios, que resucitó a Cristo de la tumba, ese mismo Espíritu transfigura cada día el pan y el vino en cuerpo de Cristo y engendra la Iglesia, su cuerpo místico (como lo significa la doble invocación al Espíritu Santo o epiclesis en el decurso de cada eucaristía).
Así, el poder creador del Espíritu que vivificó, espiritualizó, transfiguró la carne terrestre de Cristo, continúa, en cada eucaristía, vivificando, espiritualizando, transfigurando al hombre y, a través del hombre, toda la creación. Por eso mismo considera también Francisco este sacramento como la cumbre de su vida itinerante vivida como un éxodo pascual hacia la tierra de los vivientes. Ha barruntado cómo este sacramento está al servicio de la génesis del hombre inacabado que Dios crea día a día. Por eso también, en la contemplación de Cristo eucarístico, crucificado-glorificado, es donde orienta y purifica sin cesar sus pensamientos y sus actos cotidianos hacia el futuro de Dios. Esta presencia de Cristo eucarístico es, pues, una presencia dinámica y creadora. Dios inventa en ella cada día nuestra salvación.
Francisco escribe: Él solo «obra según le place»; «colma a los presentes y a los ausentes que de Él son dignos» (CtaO 30-33). Sin duda, los sacramentos cristianos no son realidades «radioactivas» que afectarían al hombre sin saberlo. Su eficacia depende de la libertad del hombre que acoge o no este poder de vida. No obstante, Francisco tiene la intuición -la de un Carlos de Foucault siete siglos más tarde- de que la presencia de Cristo eucarístico irradia y arde en el corazón del mundo como un fuego oculto. En la prolongación del dinamismo de la acción eucarística, la contemplación y la adoración de esta Zarza ardiente, de este don permanente de Dios, no carece de significado. Esta presencia silenciosa, discreta, venerada es ya una brecha de eternidad en el espesor de nuestro tiempo, una revelación, un acto misionero. ¿No es la Iglesia un pueblo de testigos y de vigilantes, cuya plegaria vigilante proclama: «Hay uno entre vosotros al que no conocéis»? (Jn 1,26).
En fin, ¿no se puede considerar el Cántico de la Criaturas de Francisco algo así como la «Misa sobre el mundo» de Teilhard de Chardin? ¿No es el eco del canto cósmico del hombre eucarístico, reconciliado, que celebra la fraternidad universal de un mundo nuevo rescatado y transfigurado por el Cristo vivo?
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