martes, 8 de mayo de 2018

EN ORACIÓN CON FRANCISCO DE ASÍS





EN ORACIÓN CON FRANCISCO DE ASÍS
por Tadeo Matura, OFM

Saludo a la bienaventurada Virgen María (SalVM)

Salve, Señora, santa Reina,
santa Madre de Dios, María,
virgen hecha Iglesia
y elegida por el santísimo Padre del cielo,
consagrada por Él
con su santísimo Hijo amado
y el Espíritu Santo Paráclito;
que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia
y todo bien.

Salve, palacio de Dios;
salve, tabernáculo de Dios;
salve, casa de Dios.

Salve, vestidura de Dios;
salve, esclava de Dios;
salve, Madre de Dios...

Cada vez que Francisco contempla en su globalidad el misterio de Dios y de su obra en el mundo, la figura de la Virgen María está siempre presente. Es como una línea divisoria que señala un antes y un después, la puerta por donde hace su entrada la salvación en el mundo. Su nombre, María, está engastado en numerosos calificativos que realzan el valor de su dignidad: es gloriosa, siempre virgen, beatísima, santa.

Además de esta presentación situada en el interior de la historia de la salvación -Francisco no puede hablar de la salvación realizada por Cristo sin colocar en su importante lugar a María, que es grande-, le son consagrados explícitamente otros dos bellísimos textos. El primero es un canto de admiración y de alabanza, llamado Saludo a la bienaventurada Virgen María. No se formula ninguna petición, ninguna alabanza ni acción de gracias, es tan sólo una mirada totalmente despreocupada del sujeto y amorosamente centrada en el objeto de su contemplación.


La primera frase comienza con la palabra latina Ave (traducida como salve [¡alégrate!]) y acumula cuatro nombres: señora, reina, virgen, madre, calificados por el adjetivo santa. Francisco se dirige a María, Señora y Reina, con un gran respeto y con una gran cortesía como: no es una mujer vulgar, sino la santa madre de Dios (Genitrix, que traduce Théotokos del griego); de ahí brota su incomparable dignidad. La contempla como una virgen con la majestad de una escultura romana. Es madre, y es también virgen hecha Iglesia. María aparece ante Francisco como la anticipación, la figura, el icono de la Iglesia; la Iglesia está llamada a ser lo que María es ahora.

La palabra Iglesia posee un doble significado: comunidad de fieles y edificio material donde se reúne esta asamblea (casa de la Iglesia se decía en la tradición antigua). En nuestro texto los dos sentidos se sobreponen. Como el pueblo de Dios y su antepasado en la fe, Abrahán, María es elegida; es la elegida del santísimo Padre del cielo, a quien corresponde toda iniciativa, porque es principio y comienzo de todo. De la elección se pasa a la consagración. La imagen de la Iglesia pueblo de Dios se desliza hacia la imagen de la Iglesia edificio. El edificio se consagra con gran solemnidad: el Padre, su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito concelebran esta dedicación. Se comprende la razón de esta elección y de esta consagración: la Iglesia, que es la Virgen María, cobija en ella toda la plenitud de gracia y todo bien. ¡Cómo no pensar aquí en el relato de la Anunciación (Lc 1,26-38) en el que el Padre envía a su mensajero a María llena de gracia y la cubre con la sombra del Santo Espíritu para que en su seno lleve a su Hijo, que es todo bien!

De la identificación que se da en Francisco entre María y la Iglesia proviene el que se pase de la una a la otra. Lo que se afirma de María vale para la Iglesia y a la inversa. Los trazos atribuidos a María se encuentran en la Iglesia. María es una realización anticipada de lo que será en plenitud la Iglesia al fin de los tiempos. Llamando a María Virgen hecha Iglesia, Francisco da a una y otra no sólo los mismos títulos, sino que considera de la misma manera su realidad profunda, su último misterio.

Después de esta contemplación de las grandezas de María, fundadas en sus lazos con el Dios Trinidad, Francisco recurre a un lenguaje poético para expresar su admiración. Por seis veces va a saludar a María con diferentes nombres, comenzando siempre con la palabra Ave. Los tres primeros se relacionan con la idea de un edificio. María es palacio: edificio espacioso y suntuoso; tabernáculo, tienda sagrada del desierto que guarda el arca de la alianza; casa, morada cotidiana humilde y familiar. Ella es también vestidura: no sólo alberga y rodea a la manera de un edificio, sino que viste a Dios, le reviste de su humanidad para protegerle y embellecerle. Los dos últimos apelativos retoman el vocabulario tradicional: esclava y madre. Esclava, el único nombre que María se da a sí misma en el relato de la Anunciación (Lc 1,38) y en el canto del Magníficat (Lc 1,48). Los otros la llaman Señora y Reina; ella se considera únicamente esclava; tal es su título de gloria. El nombre de madre le fue dado por primera vez por su prima Isabel (Lc 1,43). Porque es la madre de mi Señor, toda la plenitud de gracia la inunda, y todo bien, el Hijo único lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14), habita en ella.

Este texto -¿habría que llamarlo oración?- nos presenta un cuadro donde la théotokos, con el rostro de la Iglesia, ocupa el lugar central, pero en una postura de esclava, mientras el Padre, el Hijo y el Espíritu la consagran y coronan. Así es como el corazón puro de Francisco escruta las profundidades humildes y luminosas del misterio de María.

[Cf. T. Matura, En oración con Francisco de Asís, Ed. Franciscana Aránzazu, Oñati 1995, pp. 86-89

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