autor: Massimo Camisasca, obispo
fecha: 2014-04-04
fuente: Nota di mons. Massimo Camisasca sulla teoria del gender
traducción: María Eugenia Flores Luna
kaire.wikidot.com
SERVICIO CATOLICO
La constatación de que vivimos en una época de cambios, antes que de transformaciones profundas y radicales, es tan repetida y obvia que se convierte en lugar común. Sin embargo no es inútil. Si todo corre vertiginosamente, hay algo que queda y que nos permite captar cuanto de precioso y positivo hay en el cambio, pero ¿aun lo que hay en ello de negativo y más bien dañino para el hombre y su vida presente y futura?
Es responsabilidad del obispo operar este discernimiento junto a su Iglesia y a favor de su Iglesia, trayendo de la Tradición eclesial, en la cual tiene un lugar particular la Sagrada Escritura, la orientación y la luz para educar a su pueblo, con la ayuda esencial del Espíritu Santo. El obispo no es un psicólogo, un sociólogo, un filósofo y tampoco específicamente un teólogo. Es bueno que sea experto en filosofía y teología, puede ser ayudado por el conocimiento de las ciencias humanas, pero no puede ciertamente competir con los expertos de cada disciplina. Debe encontrar las luces que orienten el camino, dejando a otros el ahondamiento creativo y dialéctico de las respuestas.
Es indudable que una de las transformaciones más profundas que está ocurriendo bajo nuestros ojos, pero que en realidad es actual desde hace algunos siglos, concierne a la concepción que el hombre tiene de sí mismo.
Simplificando podría decir así: dos grandes opciones, dos grandes alternativas se han puesto delante del hombre que se observa vivir, actuar, crecer y encaminarse hacia la madurez y la vejez. La primera: “Yo soy un misterio para mí mismo, me doy cuenta ante todo de haber sido engendrado, me he encontrado en el mundo, no soy yo quien me he querido. Ciertamente, puedo intervenir sobre muchos aspectos de mi persona, física, psíquica, moral (si piensas cuánto esto es verdad con el desarrollo y la aplicación de las tecnologías en los descubrimientos de la ciencia), pero no puedo negar un dato imborrable: al origen de mi ser hay otro o hay otros”. La reducción de la naturaleza a cultura no puede esconder un principio que no es producido por el sujeto.
La segunda: “Yo soy el artífice de mi realidad de hombre o mujer. La vida es un hacerse a sí mismo, según los propios sentimientos, las propias opciones o ideas. En esta construcción continua del propio yo también puede estar la construcción de la propia sexualidad, más bien de la propia identidad sexual, siempre cambiante según los deseos de las varias edades de la vida”.
Cada uno puede ver cómo esta segunda posición, en la cual el hombre tiene, o cree tener, una total capacidad de plasmar a su gusto el propio yo, sea el fruto de filosofías e ideologías que han cambiado intensamente al hombre europeo.
Los descubrimientos científicos, grandiosa señal de la grandeza del ingenio humano, desligadas de toda consideración ética y social, han hecho del hombre un enemigo de sí mismo y de los propios hermanos. Si ya no hay ninguna naturaleza por reconocer y respetar, queda solamente la fuerza y el resultado será una guerra terrible de unos contra otros. Papa Francisco, en la Evangelii Gaudium, nos advirtió de la «difusa indiferencia relativista» que «no perjudica sólo a la Iglesia sino la vida social en general. Reconocemos – escribe - que una cultura, en la que cada uno quiere ser portador de una propia verdad subjetiva, hace difícil que los ciudadanos deseen participar en un proyecto común que vaya más allá de los intereses y los deseos personales» (Evangelii Gaudium, 61).
A esta última visión del hombre como artífice de sí mismo se refiere la teoría del gender, de los géneros, aparecida por primera vez en los Estados Unidos hace casi sesenta años. En realidad ella es fruto de una larga incubación del pensamiento occidental, que ha transferido la propia atención cada vez más de la persona al individuo, desligado de cada pertenencia y portador sólo de derechos.
Ella quiere «refundar la sociedad en una “humanidad nueva”, “liberada” de los términos hombre y mujer, padre y madre, esposo y esposa, hijo e hija, matrimonio y familia»[1].
Se ha convertido en norma política universal de la cuarta conferencia de la ONU sobre las mujeres del 1995, y es «desde entonces una de las prioridades transversales del gobierno mundial. […] Aunque su contenido sea de una violencia inaudita, aberrante, la revolución del gender utiliza estrategias y técnicas de transformación sociales dulces, que la vuelven a menudo imperceptible» [2].
«Esta nueva antropología rechaza una naturaleza humana común a todos – escribe el filósofo Victorio Possenti - y retiene que el ser humano sea una mera construcción social en la cual emergen la historicidad de las culturas, la deconstrucción y la relatividad de las normas morales, la centralidad inapelable de las decisiones individuales»[3]. La diferencia corpórea es minimizada, mientras la dimensión estrechamente cultural (el gender) es considerada primaria. «La identidad sexual se convierte en una elección libre, mutable aun más veces»[4].
Querría hacer algunas observaciones. ¿Es un bien para el hombre y para la mujer ser llevados a considerar que no tiene significado tener una identidad sexual clara, más bien, que sea mejor no tener ninguna? ¿No son lo masculino y lo femenino quizás necesarios para la definición misma de la condición humana? No se puede cierto sustentar que la diferencia entre hombre y mujer sea una teoría nata con el catolicismo[5]. Ella es más bien una evidencia racional, confirmada por la enseñanza de la tradición judío-cristiana.
Silviana Agacinski, escritora, periodista y filósofa francesa, investigadora en la Escuela de Altos Estudios y Ciencias Sociales en París, ha escrito numerosos libros sobre la relación entre los sexos. Ha resumido sus investigaciones en un artículo publicado recientemente («Vita e Pensiero», febrero de 2013,: «La idea de que el género humano es sexuado, formado por hombres y mujeres, constituye el objeto de una experiencia universal, ligada al modo en que los humanos se engendran los unos a los otros como la mayor parte de los vivientes. Platón define la diferencia sexual como una diferencia relativa a la generación. También la Biblia la vincula a la fecundidad, sobre todo en uno de los dos relatos dedicados a la creación del hombre: […] macho y hembra los creó (Gen 1,28). Estas palabras se refieren a la vez a la unidad y a la dualidad del hombre, creado desde el comienzo como plural, macho y hembra. Cómo imagen de Dios, el hombre es uno, pero al mismo tiempo, es dos» [6]. Me he permitido esta larga cita de una estudiosa laica porque ella destaca el acuerdo entre razón y tradición judío-cristiana. La Agacinski en sus obras subraya cuánto la mujer, desde el punto de vista cultural, haya tenido que luchar por el reconocimiento de la propia igualdad. También a través de los movimientos feministas. Pero en la teoría del gender se trata de otra cosa. «Podemos admitir ciertamente – escribe - que la norma heterosexual tradicional pese en quien no puede reconocerse en ella y que sea por lo tanto necesario interrogarla para romper el viejo tabú que pesa sobre la homosexualidad y para respetar las orientaciones sexuales de cada uno. Pero la diversidad de las orientaciones sexuales no suprime la dualidad de los sexos: la confirma, más bien. En efecto podemos hablar de orientaciones - heterosexuales, homosexuales o bisexuales - sólo si suponemos desde el inicio que existan al menos dos sexos. Que se desee el otro sexo, o que al revés no se le pueda desear, significa que los dos sexos no son equivalentes. La ausencia de equivalencia también es confirmada por el sufrimiento de aquellos, varones o mujeres, que expresan una imperativa necesidad de cambiar de sexo» [7]. Refiriéndose a las teorías de Gaston Bachelard, la Agacinski afirma que es la hipótesis de la fecundidad la que sugiere la diferencia sexual: «la procreación siempre implica el concurso del otro sexo. […] También en laboratorio la participación de los dos sexos es necesaria» [8].
Es interesante notar como estudiosos laicos muestren la unión estrecha que existe entre sexualidad y fecundidad, iluminando así las reflexiones que ya Pablo VI desarrolló en la encíclica Humanae vitae y que sobre todo Juan Pablo II retoma en las catequesis sobre el amor humano.
El Magisterio no quiere sólo proponer una propia visión del hombre y de la mujer, arraigada a la revelación cristiana. Sabe que habla de este modo de algunos elementos antropológicos que tienen una valencia universal.
Ha dicho a este propósito el cardenal Gerard Müller en su lectio magistralis con la cual ha inaugurado el Año Académico de la Facultad Teológica de Milán: «El concepto de “naturaleza” representa aquel fundamento indisponible sin el cual el hombre ya no lograría fijar, más allá de los lábiles y volubles contornos de las mayorías de cada tiempo, los confines no negociables de su dignidad e identidad, y por lo tanto de sus derechos y deberes. Una dignidad e identidad que son “donadas”, al hombre, que es llamado antes a reconocer y luego a actuar, y que nadie puede auto-fabricarse, bajo pena del extravío de aquellas identidades y dignidades y un malentendido de aquellos derechos y deberes: lo que hoy precisamente ya ha sucedido y sucede» [9]. Emblemáticas, a este propósito, también las palabras que el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia Episcopal italiana, ha pronunciado el 24 de marzo pasado en su introducción al Consejo Permanente del CEI: «La lectura ideológica del “género” - una verdadera dictadura - quiere aplastar las diversidades, homologar todo hasta tratar la identidad de hombre y mujer como simples abstracciones».
No puedo, luego, olvidar el último discurso a la curia romana de papa Benedicto XVI. Refiriéndose precisamente al tema que estamos tratando, subrayó: el hombre «niega la propia naturaleza y decide que ella no le es dada como hecho preconstituido, sino que es él mismo quien se la crea. Según el relato bíblico de la creación, pertenece a la esencia de la criatura humana el hecho de haber sido creada por Dios como varón y como mujer. Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la ha dado» [10]. Solamente esta visión del hombre y de la mujer todavía nos permite hablar de familia, de otro modo se desvanece el lugar pensado por Dios para la acogida y el crecimiento de los hijos. Por eso entonces el papa concluía: «si no existe la dualidad de varón y mujer como dato de la creación, entonces ya no existe tampoco la familia como realidad preestablecida por la creación. Pero en tal caso también la prole ha perdido el lugar que le correspondía hasta ahora y la particular dignidad que le es propia».
No al azar la Agacinski así cerraba su análisis: «No nos hemos preocupado para nada de los efectos que [la imposibilidad de localizar a los padres biológicos] podría producir en los hijos mismos. […] Ahora los conocemos mejor, ya que muchos de estos hijos rechazan, más tarde, de ser productos hechos con la ayuda de probetas congeladas y querrían saber a qué hombre o a qué mujer, en otras palabras a cuáles personas, deban la vida, para poderse involucrar en una historia humana. […] El problema de los niños por venir, es decir de las futuras generaciones, es que nadie los representa en la escena política demócrata: no pueden manifestar, ni ser recibidos, ni ser escuchados. No constituyen alguna fuerza. El legislador debe sin embargo preocuparse de las condiciones de su venida» [11].
Justamente a este propósito Eugenia Scabini habla de un «vacío de origen: […] el itinerario reacio que hoy la humanidad amenaza de recorrer arrastrando hacia abajo a la persona desde el reconocimiento al desconocimiento, a la indiferencia, a la injuria»[12].
El panorama cultural y social que hemos trazado sintéticamente es ciertamente dramático, pero no tiene que inducirnos a una visión pesimista o resignada con respecto al futuro. Al contrario: estamos seguros que, justo en este contexto, más luminosa brilla la luz de tantos hombres y mujeres, de tantos padres, de tantas familias, que con su vida testimonian la verdad y la belleza de la familia, del matrimonio, de la vida cristiana tal como Jesucristo, el que desvela el hombre al hombre, nos la ha mostrado.
Vivimos en un tiempo fascinante, en el cual todos somos llamados personalmente a redescubrir y testimoniar públicamente las razones de nuestra fe y la tradición que nuestros padres nos han entregado. Es el tiempo del testimonio.
Notas
[1] M. Peeters, Tre miti da smascherare (Tres mitos por desenmascarar), en el Observador Romano, 3-4 de marzo de 2014, p. 5.
[2] Ibidem
[3] V. Possenti, Gender, deriva culturale che vuole negare la realtà (Gender, desvío cultural que quiere negar el realidad), en Avvenire, marzo 5 de 2014, p. 3.
[4] Ibidem.
[5] Cfr. A. Pessina, en D. Monti, «Sì ai diritti per le coppie gay. Ma si nasce da uomo e donna» («Sí a los derechos para las parejas gay. Pero se nace de hombre y mujer»), en Corriere della sera, enero 4 de 2013, p. 20.
[6] S. Agacinski, La metamorfosi della differenza sessuale (La metamorfosis de la diferencia sexual), en Vita e Pensiero, n. 2 2013.
[7] S. Agacinski, cit..
[8] S. Agacinski, cit..
[9] G. L. Müller, Alcune sfide per la teologia nell’orizzonte della «cittadinanza» contemporanea. Lectio magistralis (Alcunos desafíos para la teología en el horizonte de la «ciudadanía» contemporanea. Lectio magistralis) en apertura del año Académico de la Facultad Teológica de la Italia septentrional, Milán, febrero 13 de 2014.
[10] Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, diciembre 21 de 2012.
[11] S. Agacinski, cit..
[12] E. Scabini, La crisi dei fondamentali dell’umano. Riscoprire l’attrattiva dei fondamentali (La crisis de los fundamentos de lo humano. Redescubrir el atractivo de los fundamentos), en «Tempi», marzo 17 de 2014.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario