Publicado el 27 febrero, 2018 por Gabriel de Santa Maria
“Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones pero es el mismo Dios que obra en todos. (I Cor 12, 4-6)
La vida espiritual es un camino, un largo camino que nos conduce hacia el Padre. Si creemos que Cristo es el Camino y que no se puede ir al Padre sino por Él, debemos creer que para cada uno de nosotros este camino no está trazado de antemano. Más aún, siempre hemos de oír la invitación de Jesús: “Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la perdición y son muchos los que entran en ella: mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida! y pocos son los que lo encuentran (Mt, 7, 13.14).
Sería un error creer, como dicen algunos, que somos felices porque sabemos siempre lo que tenemos que hacer. Es cierto que no estamos totalmente desasistidos, pero es necesario discernir cada día el itinerario. Cada uno debe buscar su camino y encontrarlo en medio de contradicciones, en la complejidad de las situaciones y con el peso del pecado que sobrecarga nuestra marcha. Hay un camino para cada uno en función de su historia, de todo lo que le ha modelado, de los dones que le han sido dados, de las responsabilidades que le incumben. Subrayar que cada uno tiene un camino no es indiferencia, como si todo valiese, sino respeto al carácter único de cada persona.
El Evangelio es claro sobre este punto. El camino de Pedro no es el de Juan; de dos publicanos encontrados, uno es invitado a abandonarlo todo, el otro, Zaqueo, es devuelto a su empleo. Hay cuatro evangelios que nos llaman a seguir a Cristo mas no son reducibles a la unidad. No pueden ser superpuestos. ¿Cómo subrayar ante todo cuán importante es que cada uno de nosotros encarne el Evangelio en su vida, en su cuerpo, en su lugar familiar, social, profesional? A cada cual corresponde encontrar su vía.
Sin embargo, aún así, hay algunos obstáculos a superar e ilusiones a evitar. Nuestra cultura busca la individualización y la personalización; en cambio, es todo lo contrario lo que sucede. El conformismo reina no sólo a nivel del vestido, del coche, de los objetos de consumo, sino también en el dominio de las ideas y de las concepciones de vida. Así ocurre con el aborto, el divorcio, la cohabitación juvenil, se han convertido en banales. Estamos condicionados por la herencia, la educación, nuestro lugar de origen, los grupos a los cuales pertenecemos, en lugar de tener una palabra personal, nos es más fácil repetir. Creemos pensar y no decimos más lugares comunes, palabras de reconocimiento.
Inconscientemente, la imitación es lo primero, es decir el esfuerzo por rastrear actitudes, comportamientos, maneras de mostrarse. Tomamos prestado el deseo del otro. Aquello que deseamos, sólo es deseable porque otro lo ha deseado. Es el reino de la envidia. De hecho, el otro es un modelo al mismo tiempo que un rival. Buscamos ser bien vistos por los demás y por esto copiamos de ellos. La imitación exaspera la rivalidad. La obsesión por las desigualdades empuja a borrar las diferencias. Nos miramos unos a otros.
El Evangelio nos propone un modelo: Cristo. Inimitable, Él no quiere transformarse en un rival. Nadie puede rivalizar con Él, especialmente en materia de amor. No se puede amar más que Él. El vive sin objetivo de captación o apropiación. Está únicamente vuelto hacia el Padre. Rompe con los modelos del entorno. Traza su propia ruta. Jesús no pide nunca que se le imite. Él dice, simplemente: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; sed perfectos como vuestro Padre celeste es perfecto”. Y San Pablo cuando habla de imitación no quiere decir que se trata de reproducir las actitudes o las virtudes morales de alguien. Lo que se pide al discípulo de Cristo, es aceptar la condición de Servidor sufriente que fue la de Jesús. “Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor” y decís bien pues lo soy. Entonces, si Yo, “el Maestro” y “el Señor”, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros (Jn 13,13).
Entonces, la pregunta que algunos son tentados a hacerse: “¿Qué es lo que Jesús haría en mi lugar?”, es una cuestión vana. Existe entre Él y nosotros un abismo cultural y, aun más, no sabemos bastante sobre Él- Dominios enteros de su vida se nos escapan.
Jesús llama a una conversión radical. Vuelto hacia el Padre, se vuelve hacia los hombres. Nos pide amar como él nos ama. El amor sin límites que ha tomado cuerpo en Él puede hoy tomar forma en nosotros (Ga 4,19). Somos hoy el lugar donde Cristo puede tomar forma, encarnarse. Y este lugar es nuestro cuerpo, nuestra vida de hombre en sus determinaciones más concretas.
“Renunciar con Cristo a todo aquello que los hombres buscan amontonar para jugar a los dioses y pretender una autonomía ilusoria, es ser reenviado hacia el Padre, ser reenviado hacia sus hermanos. La única rivalidad será entonces aquella del amor en el servicio mutuo”[1]. Rivalizad de amor.
Cada uno de nosotros conoce u historia y la ruta que ha recorrido. No pudiéndolas negar, es necesario asumirlas, “obrar con”, pero, al mismo tiempo, volvernos hacia el futuro. Olvidando lo que dejé atrás, me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús (Fi 3, 13.14).
En esta marcha hacia adelante, algunas convicciones deben habitarnos:
No sabemos nunca de antemano por dónde pasa nuestro camino. El Espíritu nos muestra la ruta día a día. No os inquietéis por el día de mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal (Mt. 6,34).
Se trata de acoger lo que nos es dado a vivir negociando constantemente entre lo pasado y lo deseado.
En fin, lo decisivo, de lo que se trata es del amor gratuito y desinteresado, del don de nuestra vida por los otros, sabiendo que el Evangelio no nos dice nunca como amar.
Cada uno debe buscar su propio camino. Mas, ¿cómo reconocer que se está sobre el camino correcto y que no nos desviamos? Uno de los signos de que estamos en el buena Ruta (mi camino en el Camino), es cuando aceptamos ”vivir la diferencia”.
Esto se manifiesta por “el rechazo de la envidia, el fin de la mirada soslayada que busca, sin mostrarlo, controlar la marcha y la mirada de los demás. Miramos hacia los demás, los abordamos de reojo por el miedo a la soledad”[2]. Si encontramos nuestro camino, no sufriremos al ver a los demás seguir el suyo. Les reconoceremos su derecho a seguir un camino diferente.
En el Evangelio, Jesús pone en camino, pero no dicta la ruta a seguir. Él dice: “Ven. Sígueme!” pero no dice a donde nos conduce. Y el camino de uno no es el camino del otro. Cada vez más debemos procurar vivir una Iglesia polifónica, donde cada cual es amado y apreciado por su voz.
No progresaremos en este sentido sino cuando seamos capaces de admirar y regocijarnos de una riqueza que no poseemos y que los demás poseen. Ese será el signo de que estamos con Cristo y sobre su vía. Nuestra capacidad de amar es, en definitiva, el único signo de que el camino que seguimos es el de Cristo. Este amor tiene siempre una forma de cruz, puesto que es, siempre, en amor, un paso obligado, un lugar de encuentro entre nosotros y Cristo.
“Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma (Ef. 5, 1.2)”.
JEAN CADILHAC. Fortifiez en vous l´homme intérieur[3]. Lion de Juda. Nouan-le-Fuzelier, 1990, pp. 91-98.
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[1] Joseph Thomas, Christus, nº 103, p. 268
[2] Ibíd., p.269
[3] Traducción de la Fraternidad.
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