La espiritualidad es todo lo que nos permite tomar conciencia de nuestra intrínseca relación con Dios y nos ayuda a desarrollarla
Por: Dora Tobar | Fuente: Por tu matrimonio
La espiritualidad es todo lo que nos permite tomar conciencia de nuestra intrínseca relación con Dios y nos ayuda a desarrollarla.
Ahora bien, por su misma esencia y origen, el amor matrimonial es una realidad espiritual. Es decir, lo sepan o no, al haber hecho del amor la razón de ser y la meta de sus vidas como pareja, los esposos han optando ya por Dios y están en el camino seguro de encontrarlo. Como lo dice la Primera Carta de San Juan: “El amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (4,7).
Pero además, cuando los esposos, en el sacramento del matrimonio, optan por amarse no sólo con la fuerza humana del amor sino con el amor de entrega de Cristo en la cruz, algo más grande que un simple acuerdo humano está sucediendo entre ellos. Su decisión significa que desean hacer de su vida en común el camino para identificarse con Cristo, es decir, para alcanzar la santidad.
Esta es por tanto la primera y gran oración que los esposos elevan en común y frente a la cual Dios nunca pasa desapercibido: “De la misma manera que en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por la alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres... sale al encuentro de los esposos para unirse a su amor y permanecer con ellos" (CIC 1642).
Es más, su decisión o consentimiento de entregarse y recibirse mutuamente, por la gracia del sacramento del matrimonio, hace que los esposos queden “como consagrados para los deberes y dignidad de su estado” (Vaticano II, Gaudium et Spes, GS, 49). Por lo tanto, todo cuanto hagan para amarse será así su oración y ofrenda ante el altar del amor que Dios ha establecido ante ellos.
Esta oración se vuelve vida cada vez que los esposos se intercambian gestos y pruebas de su amor de dedicación y servicio; o cuando, con generoso corazón disponen su amor a la acción procreadora de Dios; Así mismo, se vuelve ofrenda grata cuando se convierte en disposición para entender y ceder el propio punto de vista en aras de la armonía, o cuando, ante los desacuerdos o las ofensas el amor se convierte respectivamente en aceptación respetuosa del otro, tal cual es, y en perdón misericordioso pues no se espera que el otro sea perfecto.
Es muy bello además cuando esta práctica espiritual en el silencio y la rutina de la convivencia, se puede traducir en palabras y gestos explícitos de oración, pronunciadas al unísono o en compañía del cónyuge. Pues, como dicen los maestros de espiritualidad, mediante la oración tomamos conciencia profunda de lo que Dios está realizando en nosotros. Así, los esposos pueden gozar juntos de la contemplación de la obra de Dios, tanto en sus logros como en sus dificultades, y disponerse mejor para que siga sucediendo.
La celebración Eucarística es una excelente oportunidad para orar y celebrar juntos:
En sus ritos mismos de entrada podemos por ejemplo tomar conciencia que, como en el día de nuestra boda, otra vez caminamos juntos, frente al altar, dispuestos a amarnos y recibir la gracia para vivir la “común –unión”.
El rito penitencial nos da la ocasión de pedir perdón a Dios por nuestras faltas al amor, invocar el poder de su perdón por las heridas recibidas y unirnos a la invocación de perdón que hace nuestro cónyuge.
A través de su Palabra seguramente Dios tendrá una Buena Noticia para salvar nuestro amor. Estar ahí, escuchándola con nuestro cónyuge nos ayuda a recordar que nuestra relación matrimonial es el mundo inmediato donde esa Palabra debe hacerse realidad.
El ofertorio es igualmente un momento litúrgico donde, mentalmente estamos invitados a poner en la patena que el sacerdote levanta en el altar, todos los frutos de nuestro amor, pero también las migajas que esperan ser transformadas en pan de vida y amor.
Finalmente, la comunión con el cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó por nosotros, es el mejor alimento para que cada esposo no sólo se mantenga en la entrega sino que se convierta en el cuerpo visible de Dios para su cónyuge y su familia.
El rito de conclusión debe recordarnos que no salimos como entramos y que Dios se ha quedado, una vez más, con nosotros.
Ahora, nuestra casa debe ser “el santuario” donde se siga reconociendo y sirviendo el rostro de Cristo en nuestros “próximos” y nosotros seremos una vez más los “ministros consagrados por el amor” para la construcción y cuidado de nuestra Iglesia Doméstica. Ahí, el milagro del altar seguirá invocándose y celebrando a través de nuestras cenas en común, de nuestras conversaciones que buscan el entendimiento y la comprensión, de nuestros gestos de ternura y placer, y de todos los actos de solidaridad y entrega que conformen nuestra convivencia.
No se necesita pues nada extraordinario para vivir la espiritualidad del Matrimonio. Lo extraordinario ya ha sucedido en su mutua voluntad de amor. Dejen todo, de nuevo, en manos del Señor y El se encargará de ayudarlos a tomar conciencia de este milagro y de disponerse a seguir viviéndolo.
Cada cónyuge debe velar por mantener su espíritu alimentado en el amor. Puede siempre alentarnos la certeza, de que Dios jamás niega el amor a quien se lo pide con corazón humilde y dispuesto. Ojala los dos puedan recorrer este camino espiritual al mismo tiempo. Y cuando no, cuando uno de los cónyuges avanza primero o más en este proceso de oración y conciencia de fe, es su deber orar por el cónyuge.
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