San Francisco Antonio Fasani 27 de noviembre
(1681-1742)
Texto de L’Osservatore Romano
Franciscano conventual, sacerdote, que nació y murió en Lucera (Italia). Siendo todavía muy joven tomó el hábito de S. Francisco. Terminados brillantemente los estudios, lo dedicaron los superiores a la enseñanza, la predicación y el ministerio del confesonario. Ejerció con gran provecho las más diversas formas de apostolado sacerdotal; fue para todos hermano y padre, eminente maestro de vida, consejero iluminado y prudente, guía sabia y segura en los caminos del Espíritu, defensor y sostenedor valiente de los humildes y de los pobres.
San Francisco Antonio Fasani nació en Lucera (Foggia, Italia), el 16 de agosto de 1681 en una familia humilde y piadosa, y en el bautismo recibió el nombre de Juan.
Huérfano de padre ya desde su infancia, fue educado santamente por su piadosa madre. A los 15 años ingreso en la Orden de los Frailes Menores Conventuales. Emitió sus votos religiosos en Monte S. Angelo, donde transcurrió su año de noviciado. Frecuentó los estudios de filosofía y teología en los colegios de Venafro, Agnone, Montella, Aversa y Asís, junto a la tumba del Seráfico Padre San Francisco, donde fue ordenado sacerdote el 19 de septiembre de 1705. Doctorado con las máximas calificaciones, fue destinado como profesor de filosofía al convento de San Francisco en Lucera, su ciudad natal.
Ocupó sucesivamente los cargos y los oficios de superior, maestro de novicios, maestro de estudiantes profesos y de ministro provincial de la provincia religiosa de San Miguel Arcángel en Pulla.
Religioso de inocente y transparente vida, recorrió rápidamente el camino de la santidad distinguiéndose por la humildad, la penitencia, la caridad, el espíritu de oración y las fervientes devociones al Sagrado Corazón y a la Virgen Inmaculada.
Su venerable cohermano Mons. Antonio Lucci, obispo de Bovino, lo definió santo, docto, profundo conocedor de las ciencias sagradas, cuyos tesoros dispensó abundantemente, ya sea desde la cátedra a las jóvenes mentes, ya sea desde el púlpito al pueblo cristiano.
Infatigable apóstol en medio de su pueblo, recorrió, durante 35 años, las ciudades y los poblados de Pulla Septentrional y de Molisa, predicando en todas partes la Palabra de Dios y difundiendo la luz de su ejemplo y el consuelo de la caridad. Su apostolado fue eminentemente franciscano, siendo siempre los más beneficiados los pobres, los enfermos y los encarcelados.
Fiel imitador del Patriarca de Asís, llegó a un elevado grado de contemplación, siendo enriquecido por Dios con carismas y dones especiales.
Célebre por sus virtudes y milagros, murió en Lucera el 29 de noviembre de 1742. Enseguida se inició el proceso canónico y, durante el pontificado de León XIII, con un decreto del 21 de junio de 1891, se proclamó la heroicidad de sus virtudes. El Papa Pío XII, el 15 de abril de 1951, lo elevó al honor de los altares declarándolo Beato. Y el Romano Pontífice Juan Pablo II lo canonizó el 13 de abril de 1986.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 13-IV-86]
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De la homilía de Juan Pablo II en la misa de canonización (13-IV-1986)
En la liturgia de este domingo, tan cercano a la Pascua, resuena la breve pregunta de Cristo resucitado dirigida a Simón Pedro. La pregunta sobre el amor: «¿Me amas?..., ¿me amas más que éstos?» (Jn 21,15). A la pregunta de Cristo sobre el amor, Simón Pedro responde: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Y la tercera vez: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero» (Jn 21,17).
Ante Dios, que es «Amor», el valor de todo se mide con el amor. Ante Cristo, que «nos amó y se entregó por nosotros» (cf. Ef 5,2), el valor de la vida humana se mide sobre todo con el amor: con el don de sí mismos.
De este amor dio prueba ejemplar el franciscano conventual Francisco Antonio Fasani. Él hizo del amor que nos enseñó Cristo el parámetro fundamental de su existencia. El criterio basilar de su pensamiento y de su acción. El vértice supremo de sus aspiraciones.
También para él, la «pregunta sobre el amor» constituyó el criterio orientador de toda su vida, la cual, por lo mismo, no fue sino el resultado de una voluntad ardiente y tenaz de responder afirmativamente, como Pedro, a esa pregunta.
Con el acto de la canonización, que acabamos de realizar, la Iglesia misma, hoy, quiere dar testimonio de fray Francisco Antonio Fasani, atestiguando que él respondió verdadera y sinceramente que sí a esa pregunta crucial del Señor: una respuesta que, más que de sus labios, vino de su vida, totalmente dedicada a corresponder con heroica fidelidad al amor con el que Jesús le había amado desde la eternidad.
Este amor de Jesús -lo hemos recordado los días del Triduo pascual- no se detuvo ante el sacrificio supremo de la vida. El amor de fray Francisco Antonio Fasani fue de total adhesión al ejemplo del Señor. El nuevo Santo demostró con su vida -lo mismo que los Apóstoles- que siempre «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29), incluso al precio de sufrimientos y humillaciones, que no le faltaron, por encima del aprecio y de los consensos que su generosidad supo granjearse entre sus contemporáneos. Por lo tanto, su alegría -como la de los Apóstoles- estaba motivada por el hecho de sufrir y pasar trabajos por el Señor, cuando no incluso «por haber merecido ultrajes por su nombre» (cf. Hch 5,41).
San Fasani se nos presenta de modo especial como modelo perfecto de sacerdote y pastor de almas. Durante más de 35 años, en los comienzos del siglo XVIII, se dedicó, en su Lucera, pero con numerosas actuaciones también en las zonas circundantes, a las más diversas formas del ministerio y apostolado sacerdotal.
Verdadero amigo de su pueblo, fue para todos hermano y padre, eminente maestro de vida, buscado por todos como consejero iluminado y prudente, guía sabia y segura en los caminos del Espíritu, defensor y sostenedor valiente de los humildes y de los pobres. De esto da testimonio el reverente y afectuoso título con el que lo conocían los contemporáneos y que todavía es familiar para el buen pueblo de Lucera: para ellos, ayer como hoy, es siempre el «padre maestro».
Como religioso, fue un verdadero «ministro» en el sentido franciscano, es decir, el servidor de todos los hermanos: caritativo y comprensivo, pero santamente exigente de la observancia de la regla, y en especial de la práctica de la pobreza, dando él mismo ejemplo irreprensible de observancia regular y de austeridad de vida.
En una época caracterizada por tanta insensibilidad de los poderosos con relación a los problemas sociales, nuestro Santo se prodigó con inagotable caridad en favor de la elevación espiritual y material de su pueblo. Sus preferencias se dirigían a las clases más olvidadas y más explotadas, sobre todo a los humildes trabajadores de los campos, a los enfermos y a los que sufrían, a los encarcelados. Excogitó iniciativas geniales, solicitando la cooperación de las clases más pudientes, de manera que fuera posible llevar a cabo formas de asistencia concreta y capilar, que parecían anticiparse a los tiempos y preludiaban las formas modernas de la asistencia social.
«El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero» (Hch 5,30): las palabras de San Pedro ante el Sanedrín de Jerusalén -las hemos escuchado hace poco en la primera lectura- pueden aplicarse muy bien a la acción pastoral de fray Francisco Antonio Fasani. El anuncio del misterio pascual fue el núcleo en torno al cual giró toda su predicación. No sin provocar a veces la hostilidad de ciertos ambientes más bien refractarios a los valores de la fe cristiana.
El siglo XVIII, en cuyos primeros decenios vivió y actuó el nuevo Santo, es conocido comúnmente como «el Siglo de las Luces», a causa del gran honor en que se tuvo a la razón humana. No pocos doctos de la época, llevados del entusiasmo por las posibilidades cognoscitivas del hombre, llegaron a poner en tela de juicio la otra fundamental fuente de luz: la fe. En particular, su sensibilidad chocaba con la cuestión de la incapacidad del hombre para salvarse sólo con sus fuerzas, no llegando, en consecuencia, a admitir la necesidad de un Redentor que viniera a liberarlo de su desesperada situación de impotencia.
Está claro que, en semejante contexto cultural, el anuncio del misterio de un Dios encarnado, que murió y resucitó para redimir al hombre del pecado, podía presentarse como particularmente desagradable y duro. El «mensaje de la cruz» podía aparecer de nuevo, como en los primeros tiempos del cristianismo, una verdadera y propia «necedad» (cf. 1 Cor 1,18). Se puede pensar que el padre Fasani, a quien el obispo Antonio Lucci señala como «docto en teología y profundo en filosofía», sintiera vivamente este contraste. En su Lucera, desde hace siglos importante centro de cultura y de arte, los fermentos de las ideas iluministas estaban ciertamente presentes y operantes. Quizá también el joven franciscano tuvo que afrontar su impacto, teniéndose que encontrar en el centro de las sordas resistencias de los ambientes a los que no agradaba -lo mismo que en otro tiempo a los miembros del Sanedrín- que se continuara «enseñando en nombre de ése», es decir, de Cristo (cf. Hch 5,28).
Sabemos con certeza que él fue predicador impávido e incansable. Recorrió repetidamente la Molisa y la provincia de Foggia, derramando por todas partes la semilla de la Palabra de Dios, hasta merecer el título de «apóstol de Daunia». Y en su predicación jamás atenuó las exigencias del Mensaje, con el deseo de complacer a los hombres. Como Pedro y los otros Apóstoles, también él estaba, efectivamente, sostenido por la convicción de que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29).
Fiel a la integridad de la doctrina, nuestro Santo fue, no obstante, humanísimo con todos los que se dirigían a él para manifestarle sus debilidades. Sabía que era ministro del que murió y resucitó «para otorgar a Israel la conversión con el perdón de los pecados» (Hch 5,31).
El padre Fasani fue un auténtico ministro del sacramento de la reconciliación, un infatigable apóstol del confesonario, en el que se sentaba durante largas horas de la jornada, acogiendo con infinita paciencia y gran benignidad a los que -de toda clase y condición- venían para buscar con corazón sincero el perdón de Dios.
¡Cuántos fueron los que, arrodillados ante su confesonario, experimentaron la verdad de las palabras que proclama hoy el Salmo responsorial!: «Señor Dios mío, a ti grité, y tú me sanaste. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa».
La gratitud que los penitentes del padre Fasani experimentaron entonces en el secreto del confesonario, se perpetúa ahora en la alegría que ellos comparten con él en el cielo.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 20-IV-86]
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Del discurso de Pío XII con motivo de la beatificación (15-IV-1951)
Hablando de la acogida que se le había hecho en Nazaret, Jesús decía con acento de tristeza: «Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta» (Mt 13,57). Él mismo quiso, para alentar a sus discípulos, experimentar la verdad dolorosa de este dicho, no desmentida sino en rarísimos casos. El beato Francisco Antonio Fasani ha sido una de estas excepciones. Salvo algunos años dedicados a su formación eclesiástica e intelectual, toda su vida transcurrió en la ciudad natal. El hijo y apóstol de Lucera huyó así a la suerte común y se sustrajo a la regla general: acaso porque ya estaba apartado de todos los consuelos y apoyos humanos, de todas las pequeñeces del amor propio.
Él reivindica para sí su condición de hijo de un pobre zapador, trabajador de la gleba; contempla con amor, dando gracias a Dios, la mísera casita natal, que ha quedado en pie mientras se derrumbaban los palacios que un violento terremoto hizo caer en pedazos; no se cansa de repetir que si Aquel que «levanta al miserable del polvo» (Sal 112,7) no le hubiese llamado a su servicio, habría sido igual a todos sus parientes, habría ido como ellos a cortar la leña o a guardar los cerdos. Sobre todo, con qué respeto, con qué filial ternura a la puerta del convento donde la multitud de los más necesitados espera pacientemente de la caridad el cotidiano alimento frugal, alarga él la escudilla de la menestra caliente a la madre, «la pobre Isabel», que está en el dintel de la puerta mezclada entre el grupo de los indigentes, como María esperaba a Jesús ante la entrada de la sinagoga.
Pero «el que se humilla será exaltado» (Lc 14,11). La estima, el afecto, la veneración le circundan. No tiene necesidad de defenderse de él. Como el Apóstol, insensible al caso que se hace de él, este humilde sabe mostrar su firmeza y sostener el prestigio de la autoridad que él ha recibida del Señor y no de los hombres. Se da al cuidado de los pobres, de los enfermos, de los encarcelados; predica desde los púlpitos, con no menos ciencia teológica que simplicidad comunicativa, la doctrina y la ley de Cristo; hace sentir su puño de hierro en la reforma de los religiosos y en la restauración de la observancia regular, uniendo o alternando, según la necesidad, la severidad y la dulzura, sin detrimento de la fortaleza y de la caridad.
¡Qué poemas son los últimos días de su santa vida! Una gira visitando a las familias a que está ligado por vínculos de gratitud y de las cuales quiere despedirse por última vez; un supremo esfuerzo para levantarse de noche, tembloroso por la fiebre, para responder a la llamada de un penitente suyo gravemente enfermo; una mañana de confesiones; una última jornada de fidelidad a la vida común y, finalmente, en el lecho donde la obediencia le mantiene, la serena preparación antes de ir a dar cuenta a Dios de su misión y de su vida.
Llegada para él la hora de la recompensa, el humilde y glorioso hijo de Lucera es aclamado, llorado, invocado por toda la población de su ciudad natal, sin distinción de clases ni de grados. Más de dos siglos han transcurrido desde su feliz tránsito sin que haya palidecido su memoria.
[Ecclesia, del 28-IV-1951, p. 5 (453)]
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