lunes, 14 de mayo de 2018

SEMBRAD SIEMPRE BUENAS OBRAS - LA PIEDAD ECLESIAL DE SAN FRANCISCO





SEMBRAD SIEMPRE BUENAS OBRAS
San Agustín, Sermón sobre las bienaventuranzas (Morin 11)

Sed ricos en buenas obras, dice el Señor. Éstas son las riquezas que debéis ostentar, que debéis sembrar. Estas son las obras a las que se refiere el Apóstol, cuando dice que no debemos cansarnos de hacer el bien, pues a su debido tiempo recogeremos. Sembrad, aunque no veáis todavía lo que habéis de recoger. Tened fe y seguid sembrando. ¿Acaso el labrador, cuando siembra, contempla ya la cosecha? El trigo de tantos sudores, guardado en el granero, lo saca y lo siembra. Confía sus granos a la tierra. Y vosotros, ¿no confiáis vuestras obras al que hizo el cielo y la tierra?

Fijaos en los que tienen hambre, en los que están desnudos, en los necesitados de todo, en los peregrinos, en los que están presos. Todos éstos serán los que os ayudarán a sembrar vuestras obras en el cielo... La cabeza, Cristo, está en el cielo, pero tiene en la tierra sus miembros. Que el miembro de Cristo dé al miembro de Cristo; que el que tiene dé al que necesita. Miembro eres tú de Cristo y tienes que dar, miembro es él de Cristo y tiene que recibir. Los dos vais por el mismo camino, ambos sois compañeros de ruta. El pobre camina agobiado; tú, rico, vas cargado. Dale parte de tu carga. Dale, al que necesita, parte de lo que a ti te pesa. Tú te alivias y a tu compañero le ayudas.

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LA PIEDAD ECLESIAL DE SAN FRANCISCO
por Kajetan Esser, OFM

Los sacramentos de la Iglesia. La obediencia


La Iglesia comunica la verdadera vida no sólo por la palabra de Dios, sino también, como medios necesarios para la salvación, por los sacramentos, especialmente la penitencia y la eucaristía: «Son misterios de Dios que Francisco va descubriendo; y, sin saber cómo, es encaminado hacia la ciencia perfecta» (2 Cel 7). El santo vuelve a afirmar la ordenación eclesiástica querida por Dios y que cátaros y valdenses rechazaban o consideraban superflua: «Debemos también confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre, no puede entrar en el Reino de Dios». «Y a nadie de nosotros quepa la menor duda de que ninguno puede ser salvado sino por las santas palabras y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos pronuncian, proclaman y administran. Y sólo ellos deben administrarlos y no otros» (2CtaF 22-23 y 34-35). He aquí otro motivo para honrar y amar a los sacerdotes como a sus señores: «Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos» (Test 10-11).

Este inmenso misterio fue convirtiéndose, en la vida cristiana del santo, cada vez con más fuerza en el centro único, en torno al cual giraba toda su piedad: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también a los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201). Por otra parte, la Iglesia, colmada por el Señor, se le hace visible en la comunidad de los que con Él se ofrecen. Por eso Francisco insta a que en las comunidades los hermanos celebren una sola misa diaria (CtaO 30).

La santa Madre Iglesia no se limita a dar y conservar la vida al hombre, sino que lo guía también con su jerarquía. Sólo esta convicción explica la espontánea e incondicional obediencia del joven Francisco al obispo de Asís desde el comienzo de su nueva vida. Es lo que también permite entender que «después que el Señor le dio hermanos», marchara a Roma para ponerse con su comunidad a las órdenes de la Iglesia. De aquí nace su gran deseo de que el papa Inocencio III confirme su forma de vida y la de sus hermanos: «Veo, hermanos, que quiere el Señor aumentar misericordiosamente nuestra congregación. Vayamos, pues, a nuestra santa madre la Iglesia de Roma y manifestemos al sumo pontífice lo que el Señor empieza a hacer por nosotros, para que de voluntad y mandato suyo prosigamos lo comenzado» (TC 46). Francisco quiere que su misión y vocación divinas sean reconocidas y aprobadas por la Iglesia.

Por eso no es extraño que desde los comienzos de su nueva vida, y siempre, quiera estar sometido a la sede apostólica, y a la Iglesia romana: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores» (2 R 1,2). Esta promesa de fidelidad se halla ya en la primera regla: «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta religión, prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores» (1 R Pról.); así Francisco, y sus sucesores, y en la cabeza de la orden todos sus miembros, se proclama y se confiesa súbdito del papa y de la Iglesia, y puesto que todos están obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores, se declara dispuesto en nombre de toda la orden a obedecer y acatar todas las disposiciones del papa y de la Iglesia romana y a seguir fielmente sus directrices y normas. Era la primera vez en la historia de la Iglesia que el fundador de una orden religiosa se unía y vinculaba tan estrechamente al papa y a la Iglesia romana y se sometía a ella en todo (cf. TC 52).

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