miércoles, 9 de mayo de 2018

SAN JUAN DE ÁVILA De la homilía de S. S. Pablo VI - EL SACERDOTE DEBE SER SANTO De la plática de san Juan de Ávila





SAN JUAN DE ÁVILA
De la homilía de S. S. Pablo VI
en la Misa de la canonización, 31 de mayo de 1970

Juan de Ávila es un hombre pobre y modesto, por elección propia. Ni siquiera se sostiene por la inserción en los cuadros operativos del ordenamiento canónico; no es párroco, no es religioso; es un sencillo sacerdote, de poca salud y de fortuna muy reducida tras las primeras experiencias de su ministerio: sufre pronto la prueba más amarga que puede ser infligida a un apóstol fiel y fervoroso; la de un proceso, con la consiguiente detención, bajo sospecha de herejía, como entonces era corriente. Él no tuvo siquiera la fortuna de poderse sostener abrazando un ideal grande y fascinante; quería partir como misionero hacia las tierras americanas, hacia las «Indias» occidentales, entonces recientemente descubiertas; pero no obtuvo el correspondiente permiso.

Sin embargo, Juan no duda. Tiene la conciencia de su vocación. Tiene fe en su elección sacerdotal. Una introspección psicológica de su biografía nos llevaría a descubrir en esta certeza de su «identidad» sacerdotal la fuente de su celo impertérrito, de su fecundidad apostólica, de su sabiduría de preclaro reformador de la vida eclesiástica y de delicado director de conciencia. San Juan de Ávila enseña, al menos esto, y, sobre todo esto, al clero de nuestro tiempo, que no dude de su ser: sacerdote de Cristo, ministro de la Iglesia, guía de los hermanos.


Su palabra de predicador se hizo poderosa y resonó con aires renovadores. San Juan de Ávila puede ser todavía hoy maestro de predicación, tanto más digno de ser escuchado e imitado cuanto menos indulgente con los artificios oratorios y literarios de su época, y cuanto más impuesto de sabiduría bebida en las fuentes bíblicas y patrísticas. Su personalidad se manifiesta y engrandece en el ministerio de la predicación.

Y algo aparentemente contrario a tal esfuerzo de palabra pública y exterior, Ávila conoció el ejercicio de la palabra personal e interior, propia del ministerio del sacramento de la penitencia y de la dirección espiritual. Y acaso todavía más en este ministerio paciente y silencioso, extremadamente delicado y prudente, su personalidad se destacó sobre la del orador. El nombre de Juan de Ávila está unido a su obra más significativa, la célebre obra Audi, filia, que es libro de magisterio interior, pleno de religiosidad, de experiencia cristiana, de bondad humana.

Y, después, la acción. Una acción diversa e incansable: correspondencia, animación de grupos espirituales, de sacerdotes especialmente, conversión de almas grandes, como Luis de Granada, su discípulo y su biógrafo, y como los futuros santos, Juan de Dios y Francisco de Borja, amistad con los espíritus grandes de su tiempo, como San Ignacio y como Santa Teresa, fundación de colegios para el clero y la juventud. Una gran figura, en verdad.

Pero donde nuestra atención querría detenerse particularmente es en la figura de reformador o, mejor, de innovador, que es reconocida a San Juan de Ávila. Habiendo vivido en el período de transición, lleno de problemas, de discusiones y de controversias que precede al Concilio de Trento, e incluso durante y después del largo y grande Concilio, el Santo no podía eximirse de tomar una postura frente a este gran acontecimiento. No pudo participar personalmente en él a causa de su precaria salud; pero es suyo un memorial, bien conocido, titulado: Reformación del estado eclesiástico (1551) (seguido de un apéndice: Lo que se debe avisar a los obispos), que el arzobispo de Granada, Pedro Guerrero, hará suyo en el Concilio de Trento, con aplauso general. Del mismo modo, otros escritos, como: Causas y remedios de las herejías (Memorial segundo, 1561), demuestran con qué intensidad y cuáles designios Juan de Ávila participó en el histórico acontecimiento; del mismo claro diagnóstico de la gravedad de los males que afligían a la Iglesia en aquel tiempo se trasluce la lealtad, el amor y la esperanza. Y, cuando se dirige al Papa y a los pastores de la Iglesia, ¡qué sinceridad evangélica y devoción filial, qué fidelidad y confianza a la tradición intrínseca y original de la Iglesia, y qué importancia primordial reservada a la verdadera fe para curar los males y preparar la renovación de la Iglesia misma!

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EL SACERDOTE DEBE SER SANTO
De la plática de san Juan de Ávila
leída en el Sínodo diocesano de Córdoba del año 1563

No sé otra cosa más eficaz con que a vuestras mercedes persuada lo que les conviene hacer que con traerles a la memoria la alteza del beneficio que Dios nos ha hecho en llamarnos para la alteza del oficio sacerdotal. Y si elegir sacerdotes entonces era gran beneficio, ¿qué será en el nuevo Testamento, en el cual los sacerdotes de él somos como sol en comparación de noche y como verdad en comparación de figura?

Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hecho semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre, y semejables al portal de Belén y pesebre donde fue reclinado, y a la cruz donde murió, y al sepulcro donde fue sepultado. Y todas estas son cosas santas, por haberlas Cristo tocado; y de lejanas tierras van a las ver, y derraman de devoción muchas lágrimas, y mudan sus vidas movidos por la gran santidad de aquellos lugares. ¿Por qué los sacerdotes no son santos, pues es lugar donde Dios viene glorioso, inmortal, inefable, como no vino en los otros lugares? Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración, y no lo trajeron los otros lugares, sacando a la Virgen. Relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios; a los cuales nombres conviene gran santidad.

Esto, padres, es ser sacerdotes: que amansen a Dios cuando estuviere, ¡ay!, enojado con su pueblo; que tengan experiencia que Dios oye sus oraciones y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad con él; que tengan virtudes más que de hombres y pongan admiración a los que los vieren: hombres celestiales o ángeles terrenales; y aun, si pudiere ser, mejor que ellos, pues tienen oficio más alto que ellos.

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