lunes, 21 de mayo de 2018

¡QUÉDATE CON NOSOTROS! - SALMO 36

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Camino de Emaús


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ANTONIO PAVÍA

Ilustración: Marko Ivan Rupnik

EN EL ESPÍRITU DE LOS SALMOS (EDITORIAL SAN PABLO) | SALMO 36
Este salmo nos descubre el interior del hombre impío; es alguien que tiene en su corazón una palabra que conviene a sus intereses. Evidentemente, esta palabra interesada que tiene en el fondo de su ser, no es la palabra de Dios. Digamos que es la palabra aduladora y engañosa que Satanás pone en el corazón del hombre. Así lo vemos en el pecado original, cuando el tentador desplazó la palabra que Dios había puesto en Adán y Eva acerca de no tocar ni comer del fruto prohibido. Satanás susurró en el corazón de nuestros primeros padres la gran mentira: «Dios sabe muy bien que el día en que comiereis del árbol, se os abrirán los ojos y seréis como dioses…» (Gén 3,5).

A esta palabra acogida por Adán y Eva y nosotros, sus descendientes, el salmista le da un nombre: el pecado. Lo llama así porque provoca actitud de desobediencia a Dios, anulando el santo temor de Dios: «El malvado escucha en su corazón un oráculo del pecado: ¡No tengo miedo a Dios ni en su presencia!».


Ante la inminencia de la conquista de la tierra prometida, Dios se dirige a Israel en estos términos: «Amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Y para que Israel comprenda que dichas palabras son su supervivencia como pueblo elegido, le añade a continuación: «Queden en tu corazón estas palabras…» (Dt 6,5-6).

Sin embargo, Israel no está en disposición de obedecer a Dios. Tiene una querencia a hacer su voluntad. Su rebeldía, que es común a todos los pueblos con respecto a Dios, viene denunciada por Él mismo llamándoles «pueblos de dura cerviz», incapaces de obedecer, exactamente igual que Adán y Eva. Prestemos atención a esta exhortación que Dios hace a su pueblo: «Circuncidad el prepucio de vuestro corazón y no endurezcáis más vuestra cerviz» (Dt 10,16).

Seguimos con el salmo y se nos anuncia otro dato del impío que nos sobrecoge. No contento con no guardar la palabra de Dios, delante de Él se contempla con autosatisfacción y se considera una persona excelente: «Se ve con ojos tan engañosos, que no descubre ni detesta su pecado». Por eso, uno de los signos que definen al Mesías es la curación de los ciegos; que son aquellos que, cuando se miran por dentro, no se ven pecadores, no encuentran nada dentro de ellos que tengan que detestar y rechazar. Su corazón está en paz… una paz engañadora y voluble.

Jesús nos habla de un personaje de estas características cuando presenta al fariseo que fue a orar al Templo. Junto con él, aunque «a distancia», estaba un publicano. Y el fariseo rezó así: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias…» (Lc 18,11-12).

Así que este hombre se miró harto lisonjero y, evidentemente, no encontró dentro de él ninguna culpa que detestar por más que la culpa acababa de manifestarse por su boca: «No soy como los demás hombres… ni tampoco como este publicano». En realidad, este hombre «todo lo hace bien», pero es tan ciego que no se da cuenta de que está de espaldas a sus hermanos, a quienes acaba de juzgar con una severidad que revela su dureza de corazón…y, por supuesto, también está de espaldas a Dios, a quien cuenta «lo bien que hace sus prácticas y obligaciones religiosas».

Si los hombres somos de dura cerviz, si incluso lo que creemos que hacemos bien lo estropeamos con nuestra lengua asesina…, si somos incapaces de retener en el corazón la palabra de Dios porque nuestras vanidades la desplazan, ¿qué podemos hacer? ¿Qué grito atraerá la misericordia de Dios sobre nosotros?

Pues tendremos que clamar, gritar y, si es necesario, forzar a Dios para que Él, que es la Palabra, se quede con nosotros, plante su sabiduría en el fondo de nuestro ser y habite con su presencia salvadora en nuestro corazón.

Esto es lo que hicieron los dos discípulos de Emaús cuando, apesadumbrados camino hacia su casa, oyeron del mismo Jesús las catequesis que hablaban del Mesías, que tenía que morir en la cruz y resucitar. Estas palabras ya las habían oído antes, pero no habían quedado en su corazón y por eso, al igual que los demás, desertaron de la cruz. Al oírlas nuevamente de la boca de Jesús resucitado, aun sin reconocerle, algo se movió en su corazón tan fuerte que, al llegar a la casa, le cogieron del brazo forzándole y le dijeron: «¡Quédate con nosotros!, porque atardece y el día ha declinado» (Lc 24,29).

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