Puntos de partida
En los comienzos de la conversión de san Francisco encontramos una experiencia singular que incidió profundamente en toda su vida. Un día, mientras oraba en la iglesita de San Damián, le habló así el Cristo: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10).
Las fuentes franciscanas concuerdan en decir que el santo al principio tomó estas palabras al pie de la letra y comenzó a restaurar las iglesias ruinosas de la vecindad de su ciudad natal. Sólo más tarde, según reveló a sus hermanos, el Espíritu Santo le hizo comprender el sentido más profundo de estas palabras, ya que se trataba de la Iglesia de Cristo redimida por su sangre (LM 2,1; 2 Cel 11.204). De esta forma la vida y la acción futuras de Francisco quedaban orientadas al servicio en la Iglesia y de la Iglesia, imprimiendo una dirección decisiva a su nueva vida.
Otro acontecimiento parecido y misterioso determinó también esta relación de la Iglesia con él. Cuando Francisco llegó a Roma con sus primeros compañeros, para conseguir del papa el reconocimiento y la aprobación de su nueva forma de vida, el papa vio en sueños que se desplomaba la basílica de Letrán, cabeza y madre de todas las iglesias del mundo, y que un hombre simple, de pobres apariencias, sostenía la Iglesia para evitar que cayera. En aquel hombre reconoció a Francisco, al mismo que poco antes había visto. Por eso ahora escuchó con gusto su petición y le favoreció cuanto le fue posible: «Ciertamente es éste quien con obras y enseñanzas sostendrá la Iglesia de Cristo» (2 Cel 17). Sea lo que fuere de la visión del papa, nada tienen de extraño, en el ambiente en que se movía Inocencio III, sus conceptos y expresiones. Así el primer protector de san Francisco en la curia romana, el cardenal Juan Colonna de San Pablo, introdujo a su protegido diciendo: «He encontrado un varón perfectísimo que quiere vivir según la forma del santo evangelio, y guardar en todo la perfección evangélica, y creo que el Señor quiere reformar por su medio la fe de la santa Iglesia en todo el mundo» (TC 48).
De esta forma la relación entre la Iglesia por una parte y Francisco y su obra por otra tomaba desde el principio una orientación decisiva. Inocencio III fue fiel a esta actitud, oponiéndose incluso a los obispos en el Concilio IV de Letrán (1215). Su sucesor, Honorio III, siguió la misma línea, como lo demuestran sus propios escritos a numerosos obispos y la aprobación definitiva de la regla (1223).
Que esta dirección y actitud frente a la Iglesia, inspiradas por el Señor, las mantuviera Francisco hasta la muerte, lo demuestran con sobrada claridad tanto el Testamento de Siena (abril-mayo de 1226) como el gran Testamento escrito en sus últimos días. Ambos documentos demuestran la gran preocupación del fundador porque sus hermanos se mantuvieran en esta relación correcta con la Iglesia, de la que él jamás se había alejado en su vida. La solemne homilía que predicó Gregorio IX con motivo de la canonización del santo (1228) demuestra que también la Iglesia mantuvo hasta el fin una buena relación con Francisco y su obra. En aquella ocasión el papa aplicó las palabras de la Escritura que lo resumen todo: «Como la estrella matutina en medio de las tinieblas, y como la luna en sus días, y cual sol refulgente, asimismo brilló Francisco en la casa de Dios» (Si 50,6-7; 1 Cel 124).
Entre los dos extremos de su vida, el de sus inicios y el de su término, encontramos esa profusión de relaciones distinguidas y exclusivamente religiosas entre la Iglesia y san Francisco. De ellas trataremos ahora más al detalle.
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