Carta apostólica sobre el Santo Rosario (16-X-2002)
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INTRODUCCIÓN
1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer milenio, apenas iniciado, una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar, más aún, «proclamar» a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización».1
El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, encierra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio.2 En él resuena la oración de María, su perenne Magníficat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.
Los Romanos Pontífices y el Rosario
2. A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis predecesores. Un mérito particular a este respecto corresponde a León XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi apostolatus officio,3 importante declaración con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración, indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males de la sociedad. Entre los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar al beato Juan XXIII4 y, sobre todo, a Pablo VI, que en la Exhortación apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano II, subrayó el carácter evangélico del Rosario y su orientación cristológica.
Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la visita al santuario de Kalwaria. El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el último capítulo de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a través -podríamos decir- del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo, nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo, la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana».5
Con estas palabras, mis queridos hermanos y hermanas, introducía mi primer año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy, al inicio del vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de Pedro, quiero hacer lo mismo. ¡Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años: Magníficat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!
Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario
3. Por eso, de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la que, después de la experiencia jubilar, he invitado al Pueblo de Dios «a caminar desde Cristo»,6 he sentido la necesidad de desarrollar una reflexión sobre el Rosario, en cierto modo como coronación mariana de dicha Carta apostólica, para exhortar a la contemplación del rostro de Cristo en compañía y a ejemplo de su Santísima Madre. En efecto, rezar el Rosario es, en realidad, contemplar con María el rostro de Cristo. Para dar mayor realce a esta invitación, con ocasión del próximo 120º aniversario de la mencionada Encíclica de León XIII, deseo que a lo largo del año se proponga y valore de manera particular esta oración en las diversas comunidades cristianas. Por tanto, proclamo el año que va de este octubre a octubre de 2003 Año del Rosario.
Dejo esta indicación pastoral a la iniciativa de cada comunidad eclesial. Con ella no quiero obstaculizar, sino más bien integrar y consolidar, los planes pastorales de las Iglesias particulares. Confío en que sea acogida con prontitud y generosidad. El Rosario, comprendido en su pleno significado, conduce al corazón mismo de la vida cristiana y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda, espiritual y pedagógica, para la contemplación personal, la formación del Pueblo de Dios y la nueva evangelización. Me es grato reiterarlo recordando con gozo también otro aniversario: el 40º aniversario del comienzo del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962), el «gran don de gracia» dispensada por el espíritu de Dios a la Iglesia de nuestro tiempo.7
Objeciones al Rosario
4. La oportunidad de esta iniciativa se basa en diversas consideraciones. La primera se refiere a la urgencia de afrontar una cierta crisis de esta oración que, en el actual contexto histórico y teológico, corre el riesgo de ser subestimada injustamente y, por tanto, poco propuesta a las nuevas generaciones. Hay quien piensa que la centralidad de la liturgia, acertadamente subrayada por el Concilio Ecuménico Vaticano II, tenga necesariamente como consecuencia una disminución de la importancia del Rosario. En realidad, como puntualizó Pablo VI, esta oración no sólo no se opone a la Liturgia, sino que le da soporte, ya que la introduce y la recuerda, ayudando a vivirla con plena participación interior, recogiendo así sus frutos en la vida cotidiana.
Quizás hay también quien teme que pueda resultar poco ecuménica por su carácter marcadamente mariano. En realidad, se sitúa en el más límpido horizonte del culto a la Madre de Dios, tal como el Concilio ha establecido: un culto orientado al centro cristológico de la fe cristiana, de modo que «mientras es honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado».8 Comprendido adecuadamente, el Rosario es una ayuda, no un obstáculo para el ecumenismo.
Vía de contemplación
5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del misterio cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte como verdadera y propia «pedagogía de la santidad»: «Es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración».9 Mientras en la cultura contemporánea, incluso entre tantas contradicciones, aflora una nueva exigencia de espiritualidad, impulsada también por influjo de otras religiones, es más urgente que nunca que nuestras comunidades cristianas se conviertan en «auténticas escuelas de oración».10
El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración típicamente meditativa y se corresponde de algún modo con la «oración del corazón», u «oración de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente cristiano.
Oración por la paz y por la familia
6. Algunas circunstancias históricas ayudan a dar un nuevo impulso a la propagación del Rosario. Ante todo, la urgencia de implorar de Dios el don de la paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces por mis predecesores y por mí mismo como oración por la paz. Al inicio de un milenio que se ha abierto con las horrorosas escenas del atentado del 11 de septiembre de 2001 y que ve cada día en muchas partes del mundo nuevos episodios de sangre y violencia, promover el Rosario significa sumirse en la contemplación del misterio de Aquel que «es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Ef 2,14). No se puede, pues, recitar el Rosario sin sentirse implicados en un compromiso concreto de servir a la paz, con una particular atención a la tierra de Jesús, aún ahora tan atormentada y tan querida por el corazón cristiano.
Otro ámbito crucial de nuestro tiempo que requiere una urgente atención y oración es el de la familia, célula de la sociedad, amenazada cada vez más por fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica como práctica, que hacen temer por el futuro de esta fundamental e irrenunciable institución y, con ella, por el destino de toda la sociedad. En el marco de una pastoral familiar más amplia, fomentar el Rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para contrarrestar los efectos desoladores de esta crisis actual.
«¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19,27)
7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce también hoy, precisamente a través de esta oración, aquella solicitud materna para con todos los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco antes de morir, le confió en la persona del discípulo predilecto: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19,26). Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre el siglo XIX y XX, hizo de algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa. Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia que conservan en la vida de los cristianos y por el acreditado reconocimiento recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y de Fátima,11 cuyos Santuarios son meta de numerosos peregrinos, en busca de consuelo y de esperanza.
Tras las huellas de los testigos
8. Sería imposible citar la multitud innumerable de santos que han encontrado en el Rosario un auténtico camino de santificación. Bastará con recordar a san Luis María Grignion de Montfort, autor de una preciosa obra sobre el Rosario12 y, más cercano a nosotros, al padre Pío de Pietrelcina, que recientemente he tenido la alegría de canonizar. Un especial carisma como verdadero apóstol del Rosario tuvo también el beato Bartolomé Longo. Su camino de santidad se apoya sobre una inspiración sentida en lo más hondo de su corazón: «¡Quien propaga el Rosario se salva!».13 Basándose en ello, se sintió llamado a construir en Pompeya un templo dedicado a la Virgen del Santo Rosario colindante con los restos de la antigua ciudad, apenas influenciada por el anuncio cristiano antes de quedar cubierta por la erupción del Vesubio en el año 79 y rescatada de sus cenizas siglos después, como testimonio de las luces y las sombras de la civilización clásica.
Con toda su obra y, en particular, a través de los «Quince Sábados», Bartolomé Longo desarrolló el núcleo cristológico y contemplativo del Rosario, que contó con un particular aliento y apoyo en León XIII, el «Papa del Rosario».
CAPÍTULO I
CONTEMPLAR A CRISTO CON MARÍA
Un rostro brillante como el sol
9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol» (Mt 17,2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18).
María modelo de contemplación
10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2,7).
Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo al pie de la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la «parturienta», ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a ella (cf. Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1,14).
Los recuerdos de María
11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: «Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la acompañan en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el «rosario» que ella rezó constantemente en los días de su vida terrena.
Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su solicitud materna hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su «papel» de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los «misterios» de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan desplegar toda su fuerza salvadora. Cuando reza el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María.
El Rosario, oración contemplativa
12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6,7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza».14
Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner de relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter de contemplación cristológica.
Recordar a Cristo con María
13. La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene, sin embargo, entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar), que actualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. La Biblia es narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en Cristo mismo. Estos acontecimientos no son solamente un «ayer»; son también el «hoy» de la salvación. Esta actualización se realiza en particular en la Liturgia: lo que Dios ha llevado a cabo hace siglos no concierne solamente a los testigos directos de los acontecimientos, sino que alcanza con su gracia a los hombres de cada época. Esto vale también, en cierto modo, para toda consideración piadosa de aquellos acontecimientos: «hacer memoria» de ellos en actitud de fe y amor significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección.
Por esto, a la vez que se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia, como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza»,15 también es necesario recordar que la vida espiritual «no se agota sólo con la participación en la sagrada liturgia. El cristiano, aunque está llamado a orar en común, debe entrar también en su interior para orar al Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6,6); más aún: según enseña el Apóstol, debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5,17)».16 El Rosario, con su carácter específico, pertenece a este variado panorama de la oración «incesante», y si la liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable. En efecto, penetrar, de misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado y la liturgia actualiza sea asimilado profundamente y forje la propia existencia.
Comprender a Cristo desde María
14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de «comprenderlo a Él». Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María? Si en el ámbito divino el Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la plena verdad de Cristo (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,13), entre las criaturas nadie mejor que ella conoce a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de su misterio.
El primero de los «signos» llevado a cabo por Jesús -la transformación del agua en vino en las bodas de Caná- nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2,5). Y podemos imaginar que ha desempeñado esta función con los discípulos después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el Espíritu Santo y los confortó en la primera misión. Recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a la «escuela» de María para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje.
Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que ella la ejerce consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la fe»,17 en la cual es maestra incomparable. Ante cada misterio del Hijo, ella nos invita, como en su Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que conducen a la luz, para concluir siempre con la obediencia de la fe: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Configurarse a Cristo con María
15. La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber del discípulo de configurarse cada vez más plenamente con su Maestro (cf. Rm 8,29; Flp 3,10.21). La efusión del Espíritu en el bautismo une al creyente como el sarmiento a la vid, que es Cristo (cf. Jn 15,5), lo hace miembro de su Cuerpo místico (cf. 1 Cor 12,12; Rm 12,5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha de corresponder un camino de adhesión creciente a Él, que oriente cada vez más el comportamiento del discípulo según la «lógica» de Cristo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2,5). Hace falta, según las palabras del Apóstol, «revestirse de Cristo» (cf. Rm 13,14; Ga 3,27).
En el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación incesante del rostro de Cristo -en compañía de María-, este exigente ideal de configuración con Él se consigue a través de una asiduidad que pudiéramos llamar «amistosa». Esta configuración nos introduce de modo natural en la vida de Cristo y nos hace como «respirar» sus sentimientos. Acerca de esto dice el beato Bartolomé Longo: «Como dos amigos, frecuentándose, suelen parecerse también en las costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los misterios del Rosario, y formando juntos una misma vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a ellos, y aprender de estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido, paciente y perfecto».18
Además, mediante este proceso de configuración con Cristo, en el Rosario nos encomendamos en particular a la acción materna de la Santísima Virgen. Ella, que es la madre de Cristo y a la vez miembro de la Iglesia como «miembro supereminente y completamente singular»,19 es al mismo tiempo «Madre de la Iglesia». Como tal «engendra» continuamente hijos para el Cuerpo místico del Hijo. Lo hace mediante su intercesión, implorando para ellos la efusión inagotable del Espíritu. Ella es el icono perfecto de la maternidad de la Iglesia.
El Rosario nos transporta místicamente junto a María, dedicada a seguir el crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. Eso le permite educarnos y modelarnos con la misma solicitud, hasta que Cristo «sea formado» plenamente en nosotros (cf. Ga 4,19). Esta acción de María, basada totalmente en la de Cristo y subordinada radicalmente a ella, «favorece, y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo».20 Es el principio iluminador expresado por el Concilio Vaticano II, que tan intensamente he experimentado en mi vida, haciendo de él la base de mi lema episcopal: Totus tuus.21 Un lema, como es sabido, inspirado en la doctrina de san Luis María Grignion de Montfort, que explicó de la siguiente manera el papel de María en el proceso de configuración de cada uno de nosotros con Cristo: «Como quiera que toda nuestra perfección consiste en ser conformes, unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta de las devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma, nos une y nos consagra lo más perfectamente posible a Jesucristo. Ahora bien, siendo María, de todas las criaturas, la más conforme a Jesucristo, se sigue que, de todas las devociones, la que más consagra y conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, su santísima Madre, y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima Virgen, tanto más lo estará a Jesucristo».22 Verdaderamente, en el Rosario el camino de Cristo y el de María se encuentran profundamente unidos. María no vive más que en Cristo y en función de Cristo.
Rogar a Cristo con María
16. Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza para ser escuchados: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). El fundamento de esta eficacia de la oración es la bondad del Padre, pero también la mediación de Cristo ante Él (cf. 1 Jn 2,1) y la acción del Espíritu Santo, que «intercede por nosotros» (Rm 8,26-27) según los designios de Dios. En efecto, nosotros «no sabemos cómo pedir» (Rm 8,26) y a veces no somos escuchados porque pedimos mal (cf. St 4,2-3).
Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro corazón, interviene María con su intercesión materna. «La oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María».23 Efectivamente, si Jesús, único Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, pura transparencia de Él, muestra el Camino, y «a partir de esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios».24 En las bodas de Caná, el Evangelio muestra precisamente la eficacia de la intercesión de María, que se hace portavoz ante Jesús de las necesidades humanas: «No tienen vino» (Jn 2,3).
El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna intercesión lo puede todo ante el corazón del Hijo. Ella es «omnipotente por gracia», como, con audaz expresión que debe entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el Beato Bartolomé Longo.25 Esta certeza, basada en el Evangelio, se ha ido consolidando por experiencia en el pueblo cristiano. El eminente poeta Dante la interpreta estupendamente, siguiendo a san Bernardo, cuando canta: «Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas».26 En el Rosario, mientras suplicamos a María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35), ella intercede por nosotros ante el Padre que la llenó de gracia y ante el Hijo nacido de su seno, rogando con nosotros y por nosotros.
Anunciar a Cristo con María
17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización, en el que el misterio de Cristo es presentado continuamente en los diversos aspectos de la experiencia cristiana. Es una presentación orante y contemplativa, que trata de modelar al cristiano según el corazón de Cristo. Efectivamente, si en el rezo del Rosario se valoran adecuadamente todos sus elementos para una meditación eficaz, se da, especialmente en la celebración comunitaria en las parroquias y los santuarios, una significativa oportunidad catequética que los pastores deben saber aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también de este modo su obra de anunciar a Cristo. La historia del Rosario muestra cómo esta oración fue utilizada especialmente por los Dominicos en un momento difícil para la Iglesia a causa de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos desafíos. ¿Por qué no volver a tomar en la mano las cuentas del rosario con la fe de quienes nos han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y sigue siendo un recurso importante en el bagaje pastoral de todo buen evangelizador.
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