Por: P. Antonio Izquierdo y Florián Rodero | Fuente: Catholic.net
En la purificación de María y la presentación del Niño en el templo, se dan la mano la humildad de María y el amor a la misión de Cristo. Ni María necesitaba purificarse, pues es la Inmaculada, ni Jesús niño necesitaba ofrecerse al Padre, pues toda su vida no tenía otro sentido, otra finalidad distinta de la de hacer la voluntad de Dios. Ojalá aprendamos estos dos aspectos tan bellos: la humildad y el sentido de la consagración, como ofrecimiento permanente a Dios... Humildad que es actitud filial en manos de Dios, reconocimiento de nuestra pequeñez y miseria. Humildad que es mansedumbre en nuestras relaciones con el prójimo, que es servicialidad, que es desprendimiento propio.
M e d i t a c i ó n
María, escogida personalmente por Dios para ser milagrosamente virgen y madre, no quiso eximirse de todas la obligaciones religiosas que su deber de mujer israelita le exigían, aunque no estuviera moralmente obligada. Quiso cumplir, con toda humildad, con la ley que mandaba ofrecer al Señor el hijo primogénito; y con el ofrecimiento de su Hijo, también se ofreció ella misma a Dios.
1. Como una mujer israelita más. Presentación de Jesús en el templo y purificación de María. El Levítico mandaba purificarse a las mujeres que habían dado a luz (Lev 12,4); pero María ninguna obligación tenía de purificarse porque no había contraído ninguna mancha legal, dado que la concepción de Jesús había sido de forma virginal e igualmente el parto. Sin embargo, quiso cumplir con la prescripción de la ley y con toda humildad, pobreza y sencillez se presenta en el templo para rescatar a su Hijo, tal y como lo exigía la ley. No tenía que ser rescatado quien venía a rescatar a todos. Para María contaba la obediencia a la ley. Había sido madre de un israelita y tenía que ofrecer al Señor su primogénito. No quiere ser una excepción. Podía dar testimonio de que había cumplido con su Hijo todo lo prescrito por las leyes religiosas. La obediencia amorosa a la ley encierra una buena dosis de humildad.
2. Ofrecimiento humilde. Ella se había consagrado al Señor y también quiso hacer partícipe a su Hijo de esta consagración. Era un Hijo que Dios le había concedido como una gracia singular y quería ofrecérselo al mismo Señor que se lo había regalado. No era “propiedad” suya. Tenía que devolvérselo al Señor. Pone a su Hijo en manos del anciano Simeón, como si fueran las manos de Dios. En el ofrecimiento de Jesús, María ratifica su propio ofrecimiento. Con la presentación de su Hijo en el templo, está anticipando el ofrecimiento en el Calvario. En ambos lugares, María ofrece su vida de manera humilde, silenciosa.
3. Confianza filial en Dios. Este gesto encierra una confianza ilimitada de María en el Señor. Cuando una madre deja que otras manos acojan a su hijo pequeño, tiene plena confianza en las manos de quien lo deja. Así María se abandona en las manos de Simeón, hombre justo y piadoso, un hombre del templo, como si fueran las mimas manos del Señor. María se acerca al templo con sencilla y deslumbrante humildad, consciente del misterio que lleva en sus manos y en su corazón. No se engríe cuando Simeón se expresa proféticamente de forma elogiosa. Sencillamente medita las palabras y las acepta con la misma actitud de sierva con que había dado su sí al ángel. No importa si no acababa de entender las misteriosas palabras que hablaban de contradicción, de espadas que atravesarían su corazón. María ya había experimentado en su ser que Dios realiza sus planes en las almas que se le prestan.
4. Fruto: Pedirle a María que nos haga comprender que el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia es el modo objetivo de cumplir la voluntad de Dios.
L e c t u r a
Pasados cuarenta días del nacimiento de Jesús, el Señor es presentado en el templo por sus padres. Están presentes en el templo una virgen y una madre, pero no de cualquier criatura, sino de Dios. Se presenta a un niño, Hijo de una virgen, cuya divinidad no cabe en el mundo entero. Se ofrece por el niño lo establecido por la ley, pero no para purificarlo de una culpa, sino para anunciar abiertamente el misterio.
Todos los fieles saben que la madre del Redentor desde su nacimiento no había contraído mancha alguna por la que debiera de purificarse. No había concebido de modo carnal, sino de forma virginal...
El evangelista, al narrarnos este hecho, presenta a la Virgen como madre obediente a la ley. Era comprensible y no nos debe maravillar que la madre observara la ley, porque su Hijo había venido no para abolir la ley, sino para darle cumplimiento. Ella sabía muy bien cómo lo había engendrado y cómo lo había dado a luz y Quién era el que lo había engendrado. Pero, observando la ley común, esperó el día de la purificación y así ocultó la dignidad del hijo. ¿Quién crees, oh Madre, que pueda describir tu particular sujeción? ¿Quién podrá descubrir tus sentimientos? Por una parte, contemplas a un niño pequeño que tú has engendrado y, por otra, descubres la inmensidad de Dios. Por una parte, contemplamos una criatura, por otra, al Creador.
(Ambrosio Autperto, siglo VIII, homilía en la Purificación de Santa María)
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