sábado, 17 de abril de 2021

Cristo es mi Vida

 


CRISTO ES MI VIDA

Estas palabras de san Pablo (Filipenses 1, 21) deberían ser también para nosotros el lema fundamental y la aspiración constante de nuestra vida. Ahora bien,

Cristo vivo y resucitado está solamente en el cielo con su cuerpo glorificado (el mismo cuerpo con el que nació en Belén y murió en la cruz) y en la Eucaristía, donde está realmente presente con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por tanto, nuestra vida y la de todo fiel cristiano debe estar centrada en Cristo Eucaristía. La Eucaristía debe constituir por encima de todo otro amor humano o de cualquier otro interés, el centro vital de nuestra existencia. De ahí que sea, no sólo importante, sino imprescindible para un católico, el centrar su mirada y su vida en la Eucaristía, recibiéndolo en la comunión, a ser posible, todos los días.

Y, en caso de no poder ir a la iglesia por enfermedad o motivos de fuerza mayor, deberíamos centrar la mirada en el sagrario más cercano y visitar a Jesús, adorarlo y

recibirlo, al menos, en comunión espiritual.

Deberíamos decir como aquellos 49 cristianos de Abitene (cerca de Túnez) del año 304: Sin la misa del domingo no podemos vivir. Sin Jesús Eucaristía no podían vivir

y, por eso, fueron capaces de arriesgar la vida y morir mártires. O tener la fe de aquellos católicos de una de las islas del Pacífico, que se reunían cada domingo en la playa para adorar a Jesús Eucaristía, presente a 5.000 kilómetros de distancia en las iglesias de Tahití. O como aquellos campesinos de un pueblo de la Sierra del Perú, cuyo catequista, los animaba cada domingo para adorar a Jesús, que había estado presente en aquella misma capilla hacía 20 años, cuando se había celebrado la última misa.

¡Ojalá que la Eucaristía sea para nosotros el punto central de nuestra existencia! Que podamos decir como san Pablo: Cristo es mi vida (Fil 1, 21). Que no podamos vivir sin su presencia eucarística. De modo que también digamos como san Pablo: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20).

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