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2de febrero de 2020
Presentación del Señor
Evangelio
Lucas 2,22-40
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor". También debían ofrecer un sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casa en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
Palabra del Señor
Presentación del Señor
María y José llevaron al niño a Jerusalén, para presentarlo al Señor. Una pareja joven, con su pequeño hijo, llega trayendo la ofrenda de los pobres, dos tórtolas, y el más precioso don del mundo: un niño. En la puerta, dos ancianos esperando, Simeón y Ana. Que esperaban, dice San Lucas; las cosas más importantes del mundo no se buscan, se esperan. Porque cuando el discípulo está listo, llega el maestro. No son los sacerdotes del templo los que reciben al niño, sino dos laicos, que no desempeñan ningún rol oficial, solo son dos enamorados de Dios, ojos velados por la vejez pero todavía encendidos por el deseo. Y ella, Ana, es la tercera profetisa del Nuevo Testamento, después de Isabel y de María.
Porque Jesús no pertenece a la institución, no es de los sacerdotes, sino de la humanidad. Es Dios que se encarna en las creaturas, en la vida que termina y en la que florece. Es nuestro, de todos los hombres y de todas las mujeres. Pertenece a los sedientos, a los soñadores, como Simeón. a esos que saben ver más allá, como Ana; a los que son capaces de fascinarse ante un recién nacido, porque sienten a Dios como vida y como futuro. Simeón pronuncia una profecía de palabras inmensas sobre María, tres palabras que atraviesan los siglos y alcanzan a cada uno de nosotros: el niño está aquí para caída y resurrección, como signo de contradicción para que sean descubiertos los corazones.
Caída o ruina, es la primera palabra. Cristo, mi dulce ruina, que arruinas no al hombre sino sus sombras, la vida insuficiente, la vida que muere, mi mundo de máscaras y de mentiras, que arruinas la vida ilusoria. Signo de contradicción, la segunda. El, que contradice nuestros caminos con sus caminos, nuestros pensamientos con sus pensamientos, la falsa imagen que alimentamos de Dios con el rostro inédito de un papá con los brazos abiertos y con el corazón de luz, contradicción de todo lo que contradice el amor. Él está aquí para resurrección, es la tercera palabra: para él nadie está dado por perdido, nadie está acabado para siempre, es posible reconciliarse y comenzar a ser nuevos. Será una mano que te toma de la mano, que repetirá cada mañana lo que ha dicho a la hija de Jairo: talitá kum, ¡niña, levántate!
Vida joven, levántate, álzate, elévate, surge, resplandece, retoma el camino y la lucha. Tres palabras que dan aliento a la vida. Fiesta de la presentación. El niño Jesús es llevado al Templo, delante de Dios, porque no es simplemente el hijo de José y María: los hijos no son nuestros, pertenecen a Dios, al mundo, a futuro, a su vocación y a sus sueños, son la frescura de una profecía biológica. A nosotros corresponde guardar, al menos, el estupor.
¡Feliz domingo!
¡Paz y Bien!
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