San Clemente I, Papa y Mártir 23 de noviembre
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Después de la muerte de Nerón, la Iglesia gozó durante algún tiempo de paz y tranquilidad. Vespasiano y Tito, los más amables de los césares en expresión de San Agustín, trataron con mayor toleráncia a la religión cristiana y prescindieron en la práctica del principio de persecución establecido por Nerón.
Impulsado por el soplo divino y la fuerza misma de la verdad, el cristianismo penetró profundamente en los centros más vitales del Imperio romano; es más, en el mismo corazón del Imperio la nueva doctrina iba consiguiendo nuevas conquistas, no ya como hasta entonces, entre la gente sencilla y las clases humildes, sino también en la más alta sociedad aristocrática; en la misma corte se había abierto paso el Evangelio de Cristo.
La unidad de la Iglesia en el obispo de Roma, suprema autoridad como sucesor de San Pedro, era una realidad. La jerarquía se desarrollaba por medio de los obispos, presbíteros, diáconos, doctores, profetas... El culto, basado en la celebración de la llamada liturgia o fracción del pan y compuesto por lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento, por homilías y oraciones, constituía el punto céntrico de las reuniones cristianas y servía de fuerza propulsora para el apostolado y constancia en la fe.
Sobre este horizonte lleno de luz y de sol asomaban nubes de tormenta; la escisión y el desorden empezaban a desgarrar a algunas comunidades cristianas. En la Iglesia de Corinto, por ejemplo, acababa de surgir un conflicto ruidoso.
Con su población mezcla de elementos muy heterogéneos, comerciantes, marinos, burgueses y esclavos, situada entre los mares Egeo y Jónico, Corinto era en la antigüedad uno de los centros principales del comercio mediterráneo. Erigida en colonia romana, adquirió bien pronto un carácter cosmopolita; la ligereza de costumbres que encontramos en todo el paganismo helénico degeneraba en Corinto en un libertinaje que llegó a ser proverbial y que chocaba incluso a los mismos paganos. La comunidad cristiana, fundada por San Pablo y visitada por San Pedro, se encontraba a fines del siglo I en una situación religiosa moral bastante delicada. Los judíos, aunque convertidos, permanecían en todo momento muy vinculados a la ley mosaica. Los griegos, ligeros, charlatanes empedernidos y partidistas por temperamento, pronto dieron libre cursc en la nueva comunidad a sus defectos naturales. Más peligrosos eran todavía los miembros que se creían en posesión de carismas o gracias extraordinarias, porque pretendían administrar y ordenar todo en su Iglesia,
Al abandonar San Pablo la ciudad de Corinto no confió a los carismáticos el gobierno de su comunidad; allí, como en otras partes, se había constituido un colegio de presbíteros que con prudencia ejercía sus funciones; pero el sentido práctico de estos pastores, su constante preocupación por evitar todo escollo, no agradaba a los audaces carismáticos, quienes no dudaron en desacreditarlos por todos los medios a su alcance; hubo alborotos, disputas; varios miembros del colegio presbiteral fueron depuestos, y, dada la situación geográfica de Corinto, el desorden podía propagarse a otras ciudades de Grecia. El espíritu helénico, particularista y muy pagado de sí mismo, se sometía con dificultad a la ley fundamental que establece la jerarquía como principio de doctrina y gobierno. Cuarenta años antes, San Pablo tuvo que amonestar vivamente a los corintias por su exclusivismo al manifestarse como seguidores de Pedro, Pablo o Apolo.
Para conjurar este peligro y aplastar el cisma en sus comienzos se necesitaba algo más que las exhortaciones de un doctor o un profeta; era necesaria la decisión de un jefe supremo y juez soberano. La Iglesia de Roma, con plena conciencia de su misión, se creyó en la obligación de intervenir, y así envió a la Iglesia de Corinto, por medio de Claudio Efebo, Valerio Brito y Fortunato, una carta escrita en griego, lengua de la Iglesia en aquel tiempo, llena de sabiduría y suave autoridad, en la que recomendaba la caridad fraterna y el respeto y obediencia a los superiores.
Esta carta, este grande y admirable escrito, en frase de Eusebio de Cesarea; este documento precioso, que Orígenes cita con veneración y que los primeros cristianos equiparaban a las Sagradas Escrituras, no lleva, sin embargo, nombre de ningún autor; el documento se presenta en su solemne encabezamiento como escrito por la Iglesia de Dios que peregrina en Roma a la Iglesia de Dios que peregrina en Corinto. Sin embargo, una tradición muy firme y muy antigua, casi contemporánea a la misma carta, la atribuya al obispo de Roma más famoso del siglo I, Clemente, tercer sucesor de San Pedro, después de Lino y Anacleto: esto mismo se deduce de la lectura misma de la carta de los corintios. Sólo el obispo podía hablar de esa manera en nombre de su Iglesia.
El nombre de San Clemente es uno de los más ilustres y venerados de la antigüedad cristiana. Poco tiempo después de su muerte su figura aparece rodeada de una aureola maravillosa; mientras los fieles invocan su autoridad, los herejes buscan abrigo a la sombra de tan venerado nombre. Se le cita en el canon de la misa; aparece en los más antiguos calendarios; pero, como sucede con frecuencia, la celebridad le ha perjudicado al envolverle en las nubes de la leyenda, que nos impiden observar la fisonomía verdadera de su alma. Sus actas son una de ,aquellas novelas edificantes que tanto apasionaban en la Edad Media; pueden, sin embargo, recogerse en ellas rasgos auténticos que parecen eco de las tradiciones históricas. La antigua leyenda le emparentó con la familia imperial; modernamente se ha intentado identificarle con el célebre primo de Domiciano, el cónsul Tito Flavio Clemente, a quien el emperador mandó eiecutar por crimen de "ateísmo", es decir, cristianismo. Es muy posible que fuera un liberto o hijo de liberto de la casa Flavia. Muy probablemente no procedía del paganismo, sino del judaísmo, y tal vez se trate, en opinión de Orígenes, del Clemente a quien San Pablo cita en la carta a los filipenses como colaborador suyo. Pero como, en expresión de fray Luis de León, "las escrituras que por los siglos duran nunca las dicta la boca, del alma salen", tenemos en nuestras manos su carta, esa admirable carta en la que podemos con absoluta confianza y seguridad contemplar al trasluz el alma grande de este tercer obispo de Roma, Clemente. Se descubre en esta carta un alma que vive de una fe cristiana muy profunda, que se apoya en la revelación divina del Antiguo y Nuevo Testamento, que recurre a la oración, en la que caldea su alma sedienta de Dios y la fortalece para las luchas que ha de sostener. Testigo del pensar y del sentir de su tiempo, acoge en su seno las aspiraciones literarias, artísticas y filosóficas más nobles de sus contemporáneos, y como no se arredra ante la naturaleza, obra de Dios, tampoco teme la especulación y el arte humano, que son, en su última raíz, tanteos del alma para encontrar y llegar a Dios. Frente al paganismo que le rodea, demuestra una comprensión simpáticamente acogedora por todo lo noble y bueno que en él existe. No sólo conoce la mitología, sino que llega a proponer a la imitación y admiración de los cristianos corintios los ejemplos de abnegación heroica de ilustres paganos.
En el Pontífice que está a la cabeza de la Iglesia de Roma alienta la simpatía más verdadera, más noblemente humana, transformada y elevada por la fe cristiana. La lengua, acostumbrada a la oración, ha tomado un acento litúrgico. La admirable oración que cierra la epístola es uno de los documentos que nos dan a conocer mejor la antigua liturgia; en ella se oye la voz de un obispo que, al final de su exhortación, se vuelve hacia Dios, como acostumbraba hacer al término de sus homilías. En efecto, este documento es una homilía. Clemente sabe que allá en Corinto la leerán en la asamblea de hermanos y se dirige a esos cristianos ausentes, como se dirigiría a sus cristianos de Roma exhortándoles, reprendiéndoles, pero al mismo tiempo llevándoles a orar a Dios con él.
Haciendo alusión a los desórdenes que reinan en Corinto y recordando la necesidad de someterse al orden establecido por Dios en todas las cosas, pero principalmente en su Iglesia, "es preciso, dice, someterse con humildad al orden establecido; hermanos seamos humildes de espíritu, depongamos la soberbia y toda arrogancia, haciendo lo que es justo y recto". Lo que constituye la belleza de la creación, del "cosmos", y realza su hermosura es precisamente la armonía y el orden que existe en todas las cosas. "El océano tiene sus leyes, las estaciones se suceden unas a otras apaciblemente; el gran artífice, el obrero del mundo ha querido que todo sea ordenado en una conformidad perfecta". El mismo designio se observa en el funcionamiento del organismo humano: "la cabeza no es nada sin los pies, pero a su vez los pies serían inútiles sin la cabeza; los más pequeños miembros son necesarios o útiles al conjunto y todos conspiran y se ordenan de consuno a la conservación de todo el cuerpo". Recuerda que en el Antiguo Testamento, Dios, autor directo de la ley, había instituido una jerarquía compuesta de cuatro grados: laicos, levitas, sacerdotes y el sumo sacerdote, y que los apóstoles, habiendo recibido las instrucciones de Nuestro Señor Jesucristo, que hablaba de parte de Dios, su Padre, fueron a anunciar el Evangelio, y escogían los que habían sido primicias de su apostolado, y habiéndoles probado por el Espíritu Santo, los establecía obispos y diáconos de los que debían de creer".
El obispo de Roma no duda, en fin, comparar la disciplina eclesiástica con la disciplina militar. Es verdad, dice Clemente, que la sociedad cristiana no es solamente un ejército, sino más bien un rebaño guiado par Cristo; más aún: es el mismo Cuerpo de Cristo. "El rebaño debe vivir en paz bajo la obediencia y tutela de los presbíteros y los miembros del Cuerpo de Cristo no deben estar separados de su cabeza. Abandonemos, pues, las investigaciones hueras y vanas y sigamos el canon venerable y glorioso de nuestra tradición."
Después de una bella oración termina Clemente su carta con estas palabras, reveladoras de su autoridad firme y serena: "alegría y regocijo nos proporcionaréis si, obedeciendo a lo que os acabamos de escribir impulsados por el Espíritu Santo, cortáis de raíz la impía cólera de vuestra envidia conforme a la súplica con que en esta carta hemos hecho por la paz y la concordia; y lo hemos hecho así para que sepáis que toda nuestra preocupación ha sido y sigue siendo que cuanto antes volváis a recobrar la paz".
En el mismo amanecer del cristianismo, el Romano Pontífice ha tenido conciencia de su autoridad, como sucesor de San Pedro, y al sentirse en posesión de ese derecho ha actuado, en virtud de su suprema jurisdicción, en la solución de uno de los primeros conflictos que surgieron en la naciente Iglesia. Esta actuación en la época y circunstancias concretas ha proporcionado a Clemente un lugar destacado en la historia de la Iglesia.
La carta del Pontífice tuvo tan grata acogida que setenta años más tarde, según testimonio de Dionisio de Corinto, se leía los domingos en la asamblea de los fieles. Roma ordenó y fue obedecida.
La carta, sin fecha, fue escrita al término de una persecución, la de Domiciano, según se desprende de sus primeras frases: "Hemos estado afligidos por una serie de calamidades que han caído sobre nosotros de una manera imprevista". Nadie podía prever, en efecto, que la ambición del poder transformara tan violentamente a "uno de los más" honrados gobernantes", como dice Suetonio, en un monstruo que hizo temblar a los cristianos. Asesinatos, deportaciones de toda clase de gentes fueron efectos de la persecución.
Clemente pudo salvar su vida en aquella tormenta, pero pronto la entregó en holocausto por su fe. El año 100 gobernaba el Imperio uno de lbs más grandes y mejores emperadores, Trajano. Soldado hijo de soldado de un patriotismo ardiente, pero estrecho, tenia un sentido tan vivo de las prerrogativas del Estado que consideraba la unidad del Imperio como una especie de divinidad a la que había que sacrificar todo. Como esta unidad descansaba sobre la unidad del culto religioso, fue fácil prever desde el comienzo de su reinado la amenaza de una nueva persecución
Sin violencia, al amparo de una legislación ilógica, como hace notar Tertuliano, se hizo perseguidor de la Iglesia, y, una de sus víctimas fue Clemente.
Según actas griegas del siglo iv de carácter muy legendario y de valor histórico, a causa de una sedición popular fue desterrado al Quersoneso, la Crimea de nuestros ,días, y como se negase a sacrificar fue arrojado al mar con una áncora atada al cuello.
Ni San lreneo, ni Eusebio, ni San jerónimo, que hablan de este ilustre Papa, dicen nada de su martirio. Sin embargo, la tradición del martirio de San Clemente aparece sólidamente establecida desde fines del siglo iv en Roma.
La figura de San Clemente quedará a los ojos de la historia como la de un noble campeón de la unidad cristiana.
En un momento difícil y decisivo supo mantener enérgicamente los derechos de la primacía romana y cumplió su. misión con la suavidad y dulzura del pastor de todo el rebaño de Cristo.
PEDRO ALCORTA MAIZ
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