Publicado: 25 de diciembre de 2020 07:30 p.m.PST
Dom Prospero Gueranger
SAN ESTEBAN
Protomartir
JESÚS Y SAN ESTEBAN
San Pedro Damiano comienza su sermón de este día por las siguientes palabras: "Tenemos aún en nuestros brazos al Hijo de la Virgen, y honramos con nuestras caricias al Hijo de Dios. Es María quien nos ha llevado a la excelsa cuna; hermosa entre las hijas de los hombres, bendita entre las mujeres, nos ha presentado a Aquel que es hermoso entre los hijos de los hombres y más lleno de bendiciones que todos ellos. Descorre para nosotros el velo de las profecías y nos muestra la realización de los designios divinos. ¿Quién de nostros podría apartar su mirada de ese alumbramiento? Con todo, mientras el recién nacido nos regala con sus tiernos besos y nos tiene suspensos con tanto prodigio, de pronto, Esteban, lleno ele gracia y fortaleza, obra maravillas en medio del pueblo. (Actos, VI, 8.) ¿Abandonaremos, pues, al Rey para volver nuestros ojos a uno de sus soldados? Ciertamente que no, a no ser que el mismo Rey nos lo ordene. Ahora bien, he aquí que el Rey, se levanta y va a presenciar el combate de su siervo. Corramos, pues, a ver ese espectáculo, al cual también él acude, y contemplemos al abanderado de. los Mártires."
La Santa Iglesia, en el Oficio de hoy, quiere que leamos el principio de un Sermón de San Fulgencio en la fiesta de San Esteban: "Celebrábamos ayer el Nacimiento temporal de nuestro Rey eterno; hoy celebramos la Pasión triunfante de su soldado. Ayer, nuestro Rey revestido de carne, salió del seno de la Virgen y se dignó visitar el mundo; hoy, el luchador h a salido de la tienda de su cuerpo, y ha subido vencedor al cielo. El primero, conservando la grandeza de su eterna divinidad, se puso el humilde ceñidor de la carne, y penetró en el campo de este muno dispuesto para la lucha; el segundo, despojándose de la envoltura corruptible del cuerpo, ha subido al palacio del cielo para reinar allí por siempre. El uno ha descendido bajo el velo de la carne, el otro ha subido entre los laureles púrpureos de su sangre. El uno ha bajado de la compañía alegre de los Angeles, el otro ha subido de entre los judíos que le apedreaban. Ayer cantaban con gozo los santos Angeles: ¡Gloria a Dios en lo más alto de los cielos! Hoy han recibido a Esteban alegremente en su compañía. Ayer Cristo fué envuelto en pañales por nosotros: hoy Esteban h a sido revestido por El con la túnica de la inmortalidad. Ayer, una estrecha cueva recibía a Cristo Niño: hoy, la inmensidad del cielo recibe a Esteban triunfante."
De esta manera la Liturgia une la alegría de la Natividad del Señor a la que le produce el triunfo del primer Mártir; mas no será Esteban el único en venir a gozar de sus honores en esta gloriosa octava. Después de él celebraremos a Juan, el discípulo amado; a los santos Inocentes de Belén; a Tomás, el mártir de la libertad de la Iglesia; a Silvestre, el Pontífice de la Paz. Pero el puesto de honor en esta brillante escolta del Rey recién nacido le corresponde a Esteban, el Protomártir, que, como canta la Iglesia, "fué el primero en devolver al Señor la muerte que el Salvador sufrió por él". Tales honores merecía el Martirio, ese sublime testimonio que paga plenamente a Dios los dones otorgados a nuestra raza y sella con la sangre del hombre la verdad que el Señor confió a la tierra.
EL MÁRTIR: TESTIGO DE CRISTO
Para comprender bien esto, es necesario considerar el plan divino en la salvación del mundo. El Verbo de Dios fué enviado para enseñar a los hombres; siembra su divina palabra y sus obras dan testimonio de El. Mas, después de su Sacrificio, sube a la diestra de su Padre, y su testimonio necesita otros de testigos para ser creído de los hombres. Ahora bien, estos nuevos testigos serán los Mártires, y su testimonio lo darán no sólo con sus palabras sino también con el derramamiento de su propia sangre. La Iglesia, por consiguiente, nacerá por la Palabra y la Sangre de Jesucristo, pero su sostenimiento, su paso por los siglos, y su triunfo de todos los obstáculos, será debido a la sangre de los Mártires, miembros de Cristo; y esa sangre se juntará en un mismo Sacrificio con la de su divino Jefe.
Los Mártires serán un perfecto trasunto de su Rey supremo. Serán, cmo El mismo lo dijo, "semejantes a corderos en medio de los lobos" (S. Mateo, X, 16.) El mundo desplegará contra ellos sus poderes, y ellos se presentarán ante él débiles y desarmados; pero, en esta desigual lucha, la victoria de los Mártires será de este modo más resonante y divina. Nos dice el Apóstol que Cristo crucificado es la fortaleza y sabiduría de Dios (I Cor., I, 24); los Mártires inmolados y a pesar de todo conquistadores del mundo darán testimonio, de una manera comprensible para el mismo mundo, de que el Cristo que ellos confesaron y que les dió la constancia y la victoria, es realmente la fortaleza y la sabiduría de Dios. Es, pues, justo que se vean asociados a todos los triunfos del Hombre-Dios, y que los honre el ciclo litúrgico como los honra la Iglesia colocando sus sagradas reliquias en el ara del altar, de manera que no se celebre nunca el Sacrificio de su triunfante Jefe, sin que ellos también sean ofrecidos en la unidad de su Cuerpo místico.
EL TESTIMONIO DE SAN ESTEBAN
Así pues, la lista gloriosa de los Mártires del Hijo de Dios, comienza con San Esteban, quien destaca en ella por su mismo nombre, que significa Coronado, como presagio divino de su victoria. Es el Capitán, a las órdenes de Cristo, de ese Cándido ejército que canta la Iglesia, por haber sido llamado el primero y haber respondido generosamente al honor de la llamada. Esteban dió enérgico y valeroso testimonio de la divinidad del Emmanuel a n t e la Sinagoga de los Judíos; al proclamar la verdad irritó los oídos de los incrédulos; y en seguida los enemigos de Dios, hechos también sus enemigos, lanzaron contra él una lluvia de piedras mortíferas. De pie y con valentía sufrió esta afrenta; hubiérase dicho, conforme bellamente se expresa San Gregorio de Nisa, que una suave y silenciosa nieve caía sobre él en ligeros copos, o también que una lluvia de rosas descendía dulcemente sobre su cabeza. Pero, a través de aquellas piedras que chocaban entre si, portadoras de la muerte, llegaba hasta él un resplandor divino: Jesús, por quien moría, se presentaba a sus miradas, y de la boca del Mártir salla un enérgico y postrer testimonio de la divinidad del Emmanuel. Y luego, imitando al divino Maestro y para hacer completo su sacrificio, el Mártir eleva su última oración por sus verdugos; dobla las rodillas y pide que no se les impute ese pecado. Asi todo está consumado; ya se puede mostrar a toda la tierra el tipo del Mártir, para ser imitado y seguido en todos los tiempos, hasta la consumación de los siglos, hasta que se complete el número de los Mártires. Esteban se duerme en el Señor y es sepultado en la paz, in pace, hasta que se vuelva a encontrar su tumba y de nuevo se esparza su gloria por toda la Iglesia, con la milagrosa Invención de sus reliquias, que es como una resurrección anticipada.
Esteban fué digno de hacer guardia junto a la cuna de su Rey, como Capitán de los esforzados defensores de la divinidad del Niño celestial que nosotros adoramos. Pidámosle con la Iglesia que nos facilite el acceso al humilde lecho en que descansa nuestro soberano Señor. Supliquémosle nos adoctrine en los misterios de esta divina Infancia que todos debemos conocer e imitar en Cristo. En la sencillez del pesebre, no contó el número de sus enemigos ni tembló en presencia de su ira, no eludió sus golpes, ni impuso a sus labios el silencio; les perdonó su ira; y su última oración fué por ellos. ¡Oh fiel imitador del Niño de Belén! Jesús, en efecto, no fulminó sus rayos contra los habitantes de aquella ciudad que negó un asilo a la Virgen Madre en el momento en que iba a dar a luz al Hijo de David. Tampoco tratará de detener la ira de Herodes, que en seguida le va a buscar para matarle; preferirá huir a Egipto, como un proscrito, ante la presencia del vulgar tirano; y asi precisamente, a través de todas esas debilidades aparentes demostrará su divinidad y probará que el Dios Niño es también el Dios Fuerte. Pasará Herodes y su tiranía; y Cristo permanecerá mucho más grande en el pesebre, donde ha hecho temblar a un rey, que ese príncipe bajo su púrpura tributaria de los Romanos; mayor que el mismo César Augusto, cuyo colosal imperio tuvo por misión servir de escabel a la Iglesia que va a fundar ese Niño, tan humildemente inscrito en el padrón de la ciudad de Belén.
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