"Año Litúrgico"
Próspero Sol Gueranger
SAN JUAN,
APÓSTOL Y EVANGELISTA
EL APÓSTOL VIRGEN
Después de Esteban el primero de los Mártires, el más próximo junto al pesebre del Señor es Juan, el Apóstol y Evangelista. Era justo que fuese reservado el primer puesto al que amó al Emmanuel hasta el punto de derramar su sangre en su servicio, porque, como dice el mismo Salvador, no hay mayor caridad que la de dar su vida por aquellos a quienes se ama (S. Juan, XV, 13); la Iglesia ha considerado siempre el martirio como la última prueba del amor, que tiene incluso virtud para perdonar los pecados como un segundo bautismo. Pero, después del sacrificio sangriento, el más noble y valeroso, el que mejor conquista el corazón del Esposo de las almas, es el sacrificio de la virginidad. Ahora bien, así como San Esteban es reconocido como prototipo de los Mártires, San Juan aparece ante nosotros como el Príncipe de los Vírgenes. El martirio le valió a San Esteban la palma y la corona: la virginidad mereció a Juan sublimes privilegios que, al mismo tiempo que prueban el valor de la castidad, colocan a este Discípulo entre los miembros más destacados de la humanidad. Juan tuvo la honra de nacer de la estirpe de David, en la misma familia de la purísima María; fué por lo mismo, pariente de Nuestro Señor según la carne. Compartió ese honor con su hermano Santiago el Mayor, hijo como él del Zebedeo y con Santiago el Menor y San Judas hijos de Alfeo; Juan siguió a Cristo en la flor de la juventud sin volver la vista atrás; fué objeto de una ternura particular por parte del corazón de Jesús, y en tanto que los demás fueron simplemente Discípulos y Apóstoles, él fué el Amigo del Hijo de Dios. El sacrificio de la virginidad que Juan ofreció al Hombre-Dios fué según lo proclama la Iglesia, el motivo por el que el Hijo de Dios le amó singularmente. Convienes pues, destacar aquí en el día de su fiesta, las gracias y privilegios que se derivaron para él de esta celestial predilección.
EL DISCÍPULO AMADO
Sólo ésta palabra del santo Evangelio: El Discípulo a quien Jesús amaba, dice más en su admirable concisión, que todos los comentarios. Sin duda, Pedro fué elegido para ser Jefe de los demás Apóstoles y fundamento de la Iglesia; fué más honrado; pero Juan fué más amado. A Pedro se le mandó que amase más que los demás; por tres veces pudo responder a Cristo que así lo hacía; pero Juan fué más amado por Cristo que el mismo Pedro, porque convenía honrar la virginidad.
La castidad de los sentidos y del corazón tiene la virtud de acercar a Dios a quien la guarda, y la de atraer a Dios hacia nosotros; por eso, en el solemne momento de la última Cena, de aquella fecunda Cena que se iba a renovar en el altar hasta el fin de los siglos para reanimar la vida en las almas y curar sus heridas, Juan se colocó junto a Jesús, y no sólo disfrutó de este honor insigne, sino que, en las últimas expansiones del amor del Redentor, este hijo de su ternura mereció apoyar su cabeza sobre el pecho del Hombre-Dios. Entonces bebió la luz y el amor en su fuente divina, y este favor, que era ya una recompensa, fué también el origen de dos particulares gracias que recomiendan de un modo especial a San Juan a la veneración de toda la Iglesia.
EL DOCTOR
Efectivamente, queriendo la divina Sabiduría revelar el misterio del Verbo y conñar a la palabra escrita secretos que hasta entonces ninguna pluma humana habla sido llamada a publicar, fué Juan escogido para ésta gran obra. Pedro había muerto en la Cruz, Pablo había entregado su cerviz a la espada, los demás Apóstoles habían sellado sucesivamente su doctrina con su sangre; sólo San Juan quedaba en pie, en medio de la Iglesia; y la herejía, renegando de las enseñanzas apostólicas, trataba ya de destruir al Verbo divino, no queriendo reconocerle como Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Las Iglesias invitaron a hablar a Juan; y él lo hizo con lenguaje celestial. Su divino Maestro había reservado para él, limpio de toda impureza, la gloria de escribir de su puño mortal los misterios que sus hermanos sólo tenían misión de enseñar: EL VERBO, DIOS ETERNO, y el mismo VERBO HECHO CARNE por la salvación del hombre. De ahí se elevó como el Aguila hasta el Sol divino; le contempló sin deslumhrarse, porque la pureza de su alma y de sus sentidos le habían hecho digno de ponerse en contacto con la Luz increada. Si Moisés, después de haber hablado con el Señor en la nube, se retiró del divino coloquio con la frente radiante de maravillosos destellos, ¡cuánto más refulgente debía de ser el venerable rostro de Juan, que se había apoyado en el mismo Corazón de Jesús, donde, como dice el Apóstol, ¡se ocultan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia/' ¡qué luminosos sus escritos! ¡qué divina su enseñanza! A él le h a aplicado la Iglesia ese símbolo sublime del Aguila mostrada por Ecequiel, símbolo confirmado por el mismo San Juan en su Revelación, al que se añade el de Teólogo que le ha dado toda la tradición.
EL APÓSTOL DEL AMOR
Como la castidad, apartando al hombre de los afectos groseros y egoístas le eleva a un amor más puro y generoso, el Salvador concedió a su discípulo amado, además de esa primera recompensa que consiste en la penetración de los misterios, una efusión de amor extraordinaria. Juan había guardado en su corazón los discursos de Jesús: de ellos hizo partícipe a la Iglesia, y sobre todo le reveló el Sermón divino de la Cena, en el que se expansiona el alma del Redentor, que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin Escribió Epístolas para decir a los hombres que Dios es amor; que el que no ama no conoce a Dios; que, la caridad aleja el temor'. Hasta el fin de su vida, hasta en los días de su extrema vejez, no dejó de inculcar el amor que los hombres se deben unos a otros, siguiendo el ejemplo de Dios, que los ha amado; y así como había anunciado de una manera más clara que los demás la divinidad y los esplendores del Verbo, así también se mostró un particular Apóstol del infinito Amor que el Emmanuel vino a encender en la tierra.
EL HIJO DE MARÍA
Pero el Señor le reservaba todavía un don verdaderamente digno del Discípulo virgen y predilecto. Al morir en la Cruz, Jesús dejaba en la tierra a María; José había entregado su alma al Señor hacía ya muchos años. ¿Quién, pues, velaría por tan sagrado tesoro? ¿quién sería digno de recibirle? ¿Enviaría Jesús a sus Angeles para proteger y consolar a su Madre, no mereciendo nadie en la tierra semejante honor? Desde lo alto de la cruz, Jesús ve al discípulo virgen: todo está determinado. J u a n será un hijo para María, María será una Madre para Juan; la castidad del discípulo le ha hecho digno de recibir tan glorioso legado.
Así, siguiendo la bella observación de San Pedro Damiano, a Pedro se le confía la guarda de la Iglesia, Madre de los hombres; mas a Juan le será confiada María, la Madre de Dios. El la guardará como bien propio, a su lado hará las veces de su divino Amigo; la amará como a su propia madre; y será amado por ella como un hijo.
LA GLORIA DE SAN JUAN
Rodeado de tanta luz, inflamado con tanto amor; ¿nos extrañaremos que Juan haya llegado a ser el ornato de la tierra y la gloria de la Iglesia? Contad si podéis sus títulos; enumerad sus cualidades. Consanguíneo de Cristo por María, Apóstol, Virgen, Amigo del Esposo; Aguila divina, Teólogo sagrado, Doctor de la Caridad, Hijo de María; es además Evangelista, por el relato que nos ha dejado de la vida de su Maestro y Amigo. Escritor sagrado, por sus tres Epístolas inspiradas por el Espíritu Santo; Profeta, por su misterioso Apocalipsis, que encierra los secretos del tiempo y de la eternidad. ¿Qué es lo que le ha faltado? ¿la palma del martirio? No se podría afirmar, porque aunque no consumó su sacrificio, llegó a beber, con todo, el cáliz de su Maestro, cuando después de una cruel flagelación fué sumergido en una olla de aceite hirviendo, en Roma, en el año 95 ante la Puerta Latina. Fué, pues, también mártir con el deseo y en la intención, si no efectivamente; y si el Señor, que quería conservarle en su Iglesia como un monumento de su aprecio a la castidad y de los honores que a esta virtud reserva, si el Señor suspendió milagrosamente el efecto de tan atroz suplicio, el corazón de Juan había ya aceptado el martirio con todas sus consecuencias.
Este es el compañero de Esteban junto a la cuna en que honramos al divino Infante. Si el Protomártir brilla por la púrpura de su sangre, la blancura virginal del hijo adoptivo de María ¿no es más deslumbradora que la de la misma nieve? ¿Los lirios de Juan no pueden mezclar sus inocentes destellos con el rojizo esplendor de las rosas de la corona de Esteban? Ensalcemos, pues, al Rey recién nacido, cuya corte brilla con tan alegres y puros colores. Ese celeste cortejo se ha formado a nuestra propia vista. Hemos contemplado primeramente a María y a José solos en el establo junto al pesebre; apareció luego el ejército de los Angeles con sus melodiosas legiones; en seguida llegaron los pastores de corazón sencillo y humilde; después, Esteban el Coronado, Juan el Discípulo predilecto; en espera de los Magos, van a venir otros todavía a aumentar el esplendor de la fiesta y a alegrar más y más nuestros corazones. ¿Qué Nacimiento el de nuestro Dios? Por humilde que parezca ¡qué divino! ¡Qué rey de la tierra! ¿Qué Emperador recibió nunca junto a su espléndida cuna honores semejantes a los de este Niño de Belén? Unamos nuestros homenajes a los que recibe de todos esos bienaventurados miembros de su corte; y, si ayer reavivamos nuestra fe ante la vista de la palma sangrienta de Esteban, despertemos hoy en nosotros el amor de la castidad, con el perfume de los celestiales aromas que emanan de las flores de la virginal guirnalda del Amigo de Cristo.
MISA (1)
La Santa Iglesia comienza los cantos del santo Sacrificio con unas palabras del libro del Eclesiástico aplicadas a San Juan. El Señor colocó a su discípulo amado en la cátedra de su Iglesia, para que publicara sus misterios. En sus sublimes coloquios le colmó de infinita sabiduría y le vistió de una blanca y deslumbrante vestidura, para honrar su virginidad.
INTROIT
En medio de la Iglesia abrió su boca; y el Señor le llenó del espíritu de sabiduría y de inteligencia: le vistió una túnica de gloria. Salmo: Es bueno alabar al Señor, y salmodiar a tu nombre, oh Altísimo. — V. Gloria al Padre.
En la Colecta, la Iglesia pide el don de la Luz o sea, el Verbo divino, don de que fué distribuidor San Juan en sus divinos escritos. Aspira a gozar por siempre de la posesión de ese Emmanuel que vino a la tierra para iluminarla, y que reveló a su discípulo los secretos celestiales.
ORACION
Ilustra, Señor, benigno a tu Iglesia: para que, iluminada con las doctrinas de tu bienaventurado Apóstol y Evangelista Juan, alcance los dones sempiternos. Por el Señor.
LETRA
Lección del libro de la Sabiduría. (Ecles., XV, 1-6.)
El que teme a Dios hará el bien; y el que está firme en la justicia, alcanzará la sabiduría, y ella saldrá a su encuentro, como una madre honrada. Le alimentará con pan de vida y de inteligencia, y le abrevará con el agua de la saludable sabiduría: y se afirmará en él, y no se doblegará: y le sostendrá y no será confundido: y le exaltará ante sus prójimos, y le abrirá la boca en medio de la asamblea, y le llenará del espíritu de sabiduría y de inteligencia y le vestirá una túnica de gloria. Atesorará sobre él jocundidad y exultación, y el Señor nuestro Dios le dará en herencia un nombre eterno.
Esta suprema Sabiduría es el Verbo divino que apareció delante de San Juan, llamándole al Apostolado. Ese Pan de vida con que le alimentó es el Pan inmortal de la última Cena; ese agua de saludable doctrina es la que el Salvador prometía a la Samaritana y con la que se pudo saciar Juan en su misma fuente, cuando le fué dado descansar sobre el Corazón de Cristo. Esa fortaleza inquebrantable es la que le mantuvo en la guarda vigilante y valerosa de la castidad y en la confesión del Hijo de Dios antes los esbirros de Domiciano. El tesoro que para él recogió la divina Sabiduría, es todo ese conjunto de gloriosos privilegios que hemos señalado. Por fin, ese nombre eterno es el de Discípulo amado.
GRADUAL
Corrió entre los discípulos la voz de que aquel discípulo no moriría; pero no dijo Jesús: No morirá: — V. Sino: Quiero que permanezca así, hasta que yo venga: tú sígneme.
ALELUYA
Aleluya, aleluya. — V. Este es aquel discípulo que da testimonio de estas cosas:
y sabemos que su testimonio es verdadero. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Juan.
(XXI, 19-24.)
En aquel tiempo dijo Jesús a Pedro: Sigúeme. Y, volviéndose Pedro, vió venir detrás a aquel discípulo a quien amaba Jesús, el que en la cena descansó sobre su pecho y le preguntó: Señor ¿quién es el que te entregará? Al ver pues, a éste Pedro, le dijo a Jesús: Señor, ¿qué será de éste? Díjole Jesús: Quiero que permanezca así hasta que yo venga: ¿qué te importa? Tú sigúeme. Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que aquel discípulo no moriría. Y no dijo Jesús: No morirá: sino: Quiero que permanezca así hasta que yo venga: ¿qué te importa? Este es aquel discípulo que da testimonio de estas cosas: y las h a escrito y sabemos que su testimonio es verdadero.
Este trozo del Evangelio ha fatigado mucho a los Padres y conmentadores. Se ha creído ver en él la confirmación del parecer de los que opinaron que San J u a n fué eximido de la muerte corporal, y que espera todavía en carne mortal la venida del Juez de vivos y muertos. Mas, no es necesario ver en él, con la mayor parte de los santos Doctores, sino la diferencia de las dos vocaciones de San Pedro y de San Juan. El primero seguirá a su Maestro, muriendo como El en la cruz; el segundo deberá aguardar; alcanzará una dichosa ancianidad; y verá llegar hast a él a su Maestro, que le sacará de este mundo con una muerte tranquila.
En el Ofertorio, la Iglesia recuerda las palmas floridas del discípulo amado; nos muestra a su alrededor las generaciones de fieles que llevó a la luz de la verdad, las Iglesias que fundó y que se multiplicaban en torno suyo como los jóvenes cedros a la sombra de sus majestuosos antepasados que se yerguen en el Líbano.
OFRECIMIENTO
El justo florecerá como la palmera:
se multiplicará como el cedro que hay en el Líbano.
SECRETO
Recibe, Señor, los dones que te ofrecemos en la
solemnidad de aquel con cuyo patrocinio esperamos ser
libertados. Por el Señor.
Las misteriosas palabras que hemos leído en el Evangelio hace unos momentos, vuelven ahora en el instante en que el sacerdote y el pueblo comulgan con la Victima de la salvación, como una garantía de que quien come este Pan, aunque muera en el cuerpo, seguirá viviendo en espera de la venida del juez y remunerador supremo.
COMUNION
Corrió entre los hermanos la voz de que aquel dis-
cípulo no moriría: y no dijo Jesús: No morirá: sino:
Quiero que permanezca así hasta que yo venga.
POSCOMUNION
Alimentados con manjar y bebida celestiales, suplicárnoste. Señor, humildemente, seamos protegidos con la intercesión de aquel en cuya conmemoración los hemos recibido. Por el Señor.
¡Oh Discípulo amado del Niño que nos ha nacido! ¡cuán grande es tu felicidad! ¡qué admirable el galardón de tu amor y de tu virginidad! En ti se ha realizado la palabra del Maestro: Felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. No sólo has visto a este Dios-Hombre, sino que has sido su Amigo y has descansado en su corazón. Juan Bautista tiembla al extender su mano para bautizarle en el Jordán; Magdalena, asegurada por El mismo de un perdón inmenso como su amor, no se atreve a levantar su cabeza y se arroja a sus pies; Tomás espera su mandato para introducir su dedo en las cicatrices de sus llagas: y tú, en presencia de todo el Colegio Apostólico, tomas el sitio de honor a su lado y apoyas tu mortal cabeza sobre su pecho.
Y no sólo gozas de la vista y posesión del Hijo de Dios en la carne, sino que, gracias a la pureza de tu corazón vuelas con la agilidad del águila y fijas tu mirada en el Sol de Justicia, en el seno mismo de esa Luz inaccesible, donde habita eternamente con el Padre y el Espíritu
Santo.
Ese es el precio de la fidelidad que le demostraste al conservar para él, libre de toda mancha, el precioso tesoro de la castidad. ¡Acuérdate de nosotros tú que eres el favorito del gran Rey! Hoy confesamos la divinidad de este Verbo inmortal, que tú nos has dado a conocer; pero quisiéramos acercarnos a El en estos días en que se muestra tan accesible, tan humilde, tan amoroso, bajo la capa de la infancia y la pobreza. ¡Ay! nuestros pecados nos contienen; nuestro corazón no es puro como el tuyo; necesitamos un protector que nos presente ante el pesebre de nuestro Señor. (Is., I, 3.)
En ti confiamos, oh predilecto del Emmanuel, para gozar de esta dicha. Tú nos descorriste el velo de la divinidad del Verbo en el seno mismo del Padre; llévanos a la presencia del Verbo hecho carne. Haz que por tu medio podamos entrar en el establo, detenernos junto al pesebre, ver con nuestros ojos y tocar con nuestras manos al dulce fruto de la vida eterna. Haz que podamos contemplar los rasgos tan encantadores de Aquel que es nuestro Salvador y Amigo tuyo, y oír los latidos de ese corazón que te amó y nos ama; de ese corazón, que ante tus propios ojos fué abierto en la Cruz por el hierro de la lanza. Haz que permanezcamos junto a esta cuna, que participemos de los dones de este celestial Niño y que imitemos como tú su sencillez.
Finalmente tú, que eres el hijo y guardián de María, preséntanos a tu Madre, que lo es también nuestra. Dígnese ella, por tus ruegos, comunicarnos algo de esa ternura con la que vela junto a la cuna de su divino Hijo; vea en nosotros a los hermanos de ese Jesús que llevó en su seno, y asócienos al maternal afecto que para ti sintió, ¡oh feliz tesorero de los secretos y de los cariños del Hombre-Dios!
También te recomendamos, oh santo Apóstol, a la Iglesia de Dios. Tú la plantaste, la regaste, la embalsamaste con el suave aroma de tus virtudes, y la iluminaste con tu divina doctrina; logra ahora que todas estas gracias, que por ti nos han venido, fructifiquen hasta el último día; que brille la fe con un nuevo esplendor, que se avive en los corazones el amor de Cristo, que se purifiquen y florezcan las costumbres cristianas y que el Salvador de los hombres, al decirnos por las palabras de tu Evangelio: Ya no sois mis siervos, sino mis amigos; oiga salir de nuestros labios y de nuestros corazones una respuesta de amor y de entusiasmo, que le dé la seguridad de que le seguiremos por todas partes como tú le seguiste.
***
Consideremos el sueño del Niño Jesús en este tercer día de su Nacimiento. Admiremos al Dios de bondad bajado del cielo para invitar a todos los hombres a buscar entre sus brazos el descanso de sus almas; al Dios, que se somete a tomar descanso en su morada terrestre, santificando con su divino sueño esa necesidad qué la naturaleza nos impone. Acabamos de contemplar con placer cómo ofrece en su pecho un lugar de descanso a S. Juan; y a todas las almas que quieran imitarle en su amor y en su pureza; ahora le contemplamos a él mismo dulcemente dormido en su humilde cunita o en el regazo de su Madre.
San Alfonso M.* de Ligorio, en uno de sus deliciosos cánticos, describe de la siguiente manera el sueño del divino Niño y la ternura de la Virgen Madre: "Los cielos suspendieron su dulce armonía cuando María cantaba para dormir a Jesús. — Con su voz divina, la Virgen pura, brillante como una estrella, decía a s í : — Hijo mío, Dios mío y mi tesoro, tú duermes y yo muero de amor por tu belleza. En tu sueño, oh bien mío, no miras a tu Madre; mas el aire que respiras es fuego para mí; tus ojos cerrados me penetran con sus rayos; ¿qué será de mí cuando los abras? — Tus mejillas de rosa me roban el corazón ¡Oh Dios, mi alma desfallece por ti! — Tus labios encantadores me piden un beso; perdona, querido, no tengo ya más. — Se calla y, apretando al Niño contra su regazo, deposita un beso en su rostro divino. — Pero el Niño adorado se despierta y con sus bellos ojos amorosos mira a su Madre—. ¡Oh Dios! ¡qué dardo de amor para la Madre esos ojos, esas miradas que traspasan su corazón!—Y tú, alma mia, tan dura ¿no te derrites a tu vez al ver a María desfallecer de ternura ante su Jesús? — Divinas beldades, tarde os he amado, mas en adelante sólo para vosotras serán las llamas de mi corazón. — El Hijo y la Madre, la Madre con el Hijo, la rosa con el lirio, se llevarán para siempre todos mis amores."
Honremos, pues, el sueño del Niño Jesús; adoremos al recién nacido en ese su voluntario reposo, y pensemos en los trabajos que le aguardan al despertar. Este Niño crecerá, se hará hombre e irá, a través de toda clase de fatigas, en busca de nuestras almas, pobres ovejas perdidas. No turbemos, pues, su sueño, en estas primeras horas de su vida mortal; no inquietemos su corazón con el pensamiento de nuestros pecados, y dejemos que goce María en paz de la dicha de contemplar el descanso de ese Niño, que más tarde le causará tantas lágrimas. Día vendrá y muy pronto, en que diga: "Las raposas tienen sus guaridas, las aves del cielo sus nidos; mas el Hijo del hombre no tiene dónde reposar su cabeza."
Pedro de Celles dice admirablemente en su sermón cuarto sobre el Nacimiento del Salvador: "Cristo tuvo tres lugares en donde reposar su cabeza. Primero el seno de su eterno Padre. Dice El: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mi. ¿Hay algún descanso más deleitoso que esta complacencia del Padre en el Hijo y del Hijo en el Padre? Unidos en mutuo e inefable amor son felices. Pero sin dejar este lugar de descanso eterno, el Hijo de Dios buscó otro en el seno de la Virgen. La cubrió con la sombra del Espíritu Santo y descansó en ella largamente mientras se formaba su cuerpo humano. La Virgen purísima no turbó el sueño de su Hijo; supo mantener en un silencio digno del cielo todas las potencias de su alma, y extasiada en sí misma, descubrió misterios que no es dado al hombre repetir. El tercer lugar del descanso de Cristo está en el hombre, en un corazón purificado por la fe, dilatado por la caridad, elevado por la contemplación y renovado por el Espíritu Santo. Un corazón semejante ofrecerá a Cristo, no una morada terrestre, sino una habitación completamente celestial, en la que el Niño que nos ha nacido no rehusará tomar su descanso.
Notas
1.- El sacramentarlo leonlano trae dos misas en la fiesta da San Juan. La una se celebraba sin duda en Letrán, donde habla un oratorio dedicado al Apóstol; la otra en Santa María la Mayor, quizá a causa de los mosaicos de Sixto III que conmemoran el Concilio de Efeso, celebrado junto a la tumba de San Juan. Hoy día se celebra la Estación en esta última basílica, que es el santuario más insigne levantado en honor de la Madre de Dios.
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