martes, 19 de marzo de 2019

DOM GUERANGER: SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN Publicado el Martes 19 marzo 2019 por patriciaverboven SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN Y PATRONO DE LA IGLESIA UNIVERSAL


san jose
Protector de la Virginidad de María
 
Una alegría nos llega dentro de Cuaresma: José, el Esposo de María, el Padre adoptivo del Hijo de Dios, viene a consolarnos con su querida presencia.
 
El Hijo de Dios, al descender a la tierra para tomar la humanidad, necesitaba una Madre; esta Madre no podía ser otra que la más pura de las vírgenes; la maternidad divina no debia alterar en nada su incomparable virginidad. Hasta tanto que el Hijo de María fuera reconocido por Hijo de Dios, el honor de su Madre requería un protector: un hombre, pues, debía ser llamado a la gloria de ser el Esposo de María. Este fué José el más casto de todos los hombres.
 
 
Padre Adoptivo de Jesús
 
Y no sólo consiste su gloria., en haber sido escogido para proteger a la Madre del Verbo encarnado, sino también fué llamado a ejercer una paternidad adoptiva sobre el Hijo de Dios. Los Judíos llamaban a Jesús hijo de José. En el templo, en presencia de los doctores a quienes el divino Niño acababa de llenar de admiración por la sabiduría de sus preguntas y respuestas, dirigía así María la palabra a su Hijo: “Tu Padre y yo doloridos te buscábamos”; y el Santo Evangelio añade que Jesús estaba sujeto tanto a José como a Maria.
 
 
Grandeza de San José
 
¿Quién podrá concebir y expresar dignamente los sentimientos que llenaron el corazón de este hombre, que el Evangelio nos pinta con una sola palabra, llamándole hombre justo? Un afecto conyugal, que tenía por objeto la más santa y la más perfecta de las criaturas de Dios; el anuncio celestial, hecho por el ángel, que le reveló que su esposa lleva en su seno el fruto de salvación, y le asocia, como testigo único en la tierra, a la obra divina de la encarnación; las alegrías de Belén, cuando asistió al nacimiento del Niño, cuando custodió a la Virgen Madre y escucho los cantos angélicos, cuando vió llegar ante el recién nacido a los pastores, y poco después a los Magos; las inquietudes que vienen en seguida a interrumpir tanta dicha, cuando, en medio de la noche, tiene que huir a Egipto con el Niño y la Madre; los rigores de este destierro, la pobreza, desnudez a que fueron expuestos el Dios escondido, cuyo protector era, y la Esposa virginal, cuya dignidad comprendía cada vez mejor; la vuelta a Nazaret, la vida humilde y laboriosa que llevó en aquella aldea, donde tantas veces sus tiernos ojos contemplaron al Creador del mundo, llevando con él un trabajo humilde; y, en fin, las delicias de esta existencia sin igual en la casa que embellecía la presencia de la Reina de los ángeles, y santificaba la majestad del Hijo eterno de Dios; ambos a una dieron a José el honor de presidir aquella familia, que agrupaba con lazos más queridos al Verbo encarnado, Sabiduría del Padre y a la Virgen, incomparable obra maestra del poder y santidad de Dios.
El Primer José
 
No, nunca hombre alguno, en este mundo podrá penetrar todas las grandezas de José. Para comprenderlas, se necesita abrazar toda la extensión del misterio con el que su misión en la tierra está unido, como un instrumento necesario. No nos extraña, pues, que este Padre nutricio del Hijo de Dios, haya sido figurado en la Antigua Alianza, bajo las facciones de un Patriarca del pueblo escogido. San Bernardo ha expresado magníficamente esta idea: “El primer José, dice, vendido por sus hermanos, y, en esto, figuraba Cristo, fué llevado a Egipto; el segundo, huyendo de la envidia de Herodes, llevó a Cristo a Egipto. El primer José, guardando la fidelidad a su señor, respetó a su ama; el segundo, no menos casto, fué guardián de su Señora, de la Madre de su Señor, y el testigo de su virginidad. Al primero le fué dado el com872 prender los secretos revelados por los sueños; el segundo recibió la confidencia del mismo cielo. El primero conservó las cosechas de trigo, no para él, sino para el pueblo; al segundo se le confirió el cuidado del Pan vivo que descendió del cielo, para él y para el mundo entero.”
 
 
Muerte de San José
 
Una vida tan llena de maravillas, no podía acabar de otro modo que por una muerte digna de ella. El momento llega cuando Jesús debía salir de la oscuridad de Nazaret y manifestarse al mundo. En adelante sus obras darían testimonio de su origen celestial; el ministerio de José estaba, pues, cumplido. Le había llegado la hora de partir de este mundo, par ir a esperar, en el descanso del seno de Abrahán, el día en que la puerta de los cielos se abriese a los justos. Junto a su lecho de muerte velaba el dueño de la vida; su postrer suspiro fué recibido por la más pura de las vírgenes, su Esposa. En medio de los suyos y asistido por ellos, José se durmió en un sueño de paz. Ahora el Esposo de María, el Padre putativo de Jesús, reina en el cielo con una gloria, inferior, sin duda, a la de María, pero adornada de prerrogativas a las cuales nadie puede ser admitido.
 
 
Protector de la Iglesia
 
Desde allí derrama una protección poderosa sobre los que le invocan. Escuchad la palabra inspirada de la Iglesia en la Liturgia: “Oh, José, honor de los habitantes del cielo, esperanza de nuestra vida terrena y sostén de este mundo'”. ¡Qué poder en un hombre! Mas buscad también un hombre que haya tenido tratos tan íntimos con el Hijo de Dios, como José. Jesús se dignó someterse a él en la tierra; en el cielo tiene la dicha de glorificar a aquel del que quiso depender, a quien confió su infancia junto con el honor de su Madre.
 
Así, pues, no tiene límites el poder de San José; y la santa Iglesia nos invita hoy a recorrer con absoluta confianza a este Protector omnipotente. En medio de las terribles agitaciones de las que el mundo es víctima, invóquenle los fieles con fe y serán socorridos. En todas las necesidades del alma y del cuerpo, en todas las pruebas y en todas las crisis, tanto en el orden temporal como en el espiritual, que el cristiano puede encontrar en el camino, tiene una ayuda en San José, y su confianza no será defraudada. El rey de Egipto decía a sus pueblos hambrientos: “Id a José”; el Rey del cíelo nos hace la misma invitación; y el fiel custodio de María tiene ante El mayores créditos que el hijo de Jacob, intendente de los graneros de Menfis, tuvo ante el Faraón. La revelación de este nuevo refugio, preparado para estos últimos tiempos, fué comunicado hace tiempo según el modo ordinario de proceder de Dios, a las almas privilegiadas a las cuales era confiada como germen precioso; como sucedió con la fiesta del Santísimo Sacramento, con la del Sagrado Corazón y con otras varias. En el siglo xvi, Santa Teresa de Jesús, cuyos escritos estaban llamados a extenderse por el mundo entero, recibió en un grado extraordinario las comunicaciones divinas a este respecto y dejó impresos sus sentimientos y sus deseos en su Autobiografía.
 
 
Santa Teresa y San José
 
He aquí cómo se expresa Santa Teresa: “Tomé por abogado y señor al glorioso San José, y encomendéme mucho a él. Vi claro que así de esta necesidad, como de otras mayores de honra y pérdida de alma, este padre y señor mío me sacó con más bien que yo le sabía pedir. No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa, que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dió el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fué sujeto en la tierra, que como tenía nombre de padre siendo ayo le podía mandar, así en el cielo hace cuanto le pide. Esto han visto otras muchas personas, a quien yo decía se encomendasen a él, también por experiencia; y aún hay muchas personas que le son devotas de nuevo experimentando esta verdad'”.
 
 
Fiestas de San José
 
Pío IX para responder a los numerosos deseos y a la devoción del pueblo cristiano, el 10 de septiembre de 1847, extendió a toda la Iglesia la fiesta del Patrocinio de San José, que estaba concedida a la Orden del Carmen y a algunas iglesias particulares. Más tarde Pío X la elevó a la categoría de las mayores solemnidades dotándola de una octava. 

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