Arrodillada frente a la cruz, esta mujer a quien llamaban María, una y mil veces me pasaba por su rostro helado, pálido, casi blanco.
Yo absorbía las lágrimas que, primero lentamente y luego como una cascada, vertían sus ojos. No pude con mi genio.
Con sutileza, aproveché el viento que comenzaba a correr suavemente y me solté de la mano de esta mujer tan angustiada. Caí al suelo para ver si lograba entender lo que ocurría y vi el rostro del que llamaba Hijo… sí el de la cruz… ¡no, no! Esto no es para mí.¿Qué cosas habrá hecho este reo para merecer tanto castigo? Mucho he visto en mi vida, pero jamás un rostro que no parecía rostro. No comprendo cómo esta mujer decía que era su Hijo, ¿Cómo lo reconoció?, ¿Estaría segura que era éste? Porque se podría decir que el madero que lo sostenía y Él eran uno solo.
¿Cómo puede una madre soportar tanta crueldad?
No me importó que me estrujara entre sus manos, que me mordiera hasta sacarme un trozo de tela. Más que pena y rabia, ella sentía un profundo dolor. Sus amigos sostenían su cuerpo frágil, la consolaban, la miraban, pero no había palabras que pudieran calmarla.
Jamás olvidaré sus ojos que, a pesar del llanto, destilaban tanto amor.
Sólo soy un pañuelo, un retazo de tela que ella misma bordó, lavado muchas veces y secado a la sombra o a pleno sol.
Quisiera ayudar a esta madre tierna que tiene en sus brazos a su Hijo, que dicen es Dios.
Aún estoy en sus manos, pero no me estruja mientras llora en silencio. Ya no siento su dolor, estoy más tranquilo, diría que me siento en paz. Es que ahora sus manos me deslizan suavemente sobre el rostro inerte del que llaman… el Señor.
¿Qué pasa? Estoy suavemente perfumado, siento calma apoyado sobre este rostro y en cada caricia que doy, descubro que el que acaricia no soy yo…
¡Soy un pañuelo bendito por las manos de una madre y de su Hijo, el Señor!… ¡No, no me laven por favor! Llevo el perfume de Cristo y el llanto de María… ¡Quiero quedarme en sus manos para poder llorar yo!…
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