sábado, 15 de diciembre de 2018

¿Si río mucho se me limpia el alma?



Publicado: 15 de diciembre de 2018 01:21 AM PST


La alegría estable, sencilla, es como una varita mágica
En el Adviento siempre me gusta detenerme a beber junto a la fuente de mi alegría. Me regocijo, me alegro. Dejo de lado mi tristeza.

Así lo dice el profeta: “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate de todo corazón, Jerusalén”. Así me lo recuerda san Pablo: “Estad siempre alegres en el Señor; os repito, estad siempre alegres”.

La alegría es un don que pido y necesito. Es un grito que brota de lo profundo de mi alma. Lo sé. Deseo la alegría como agua fresca. Deseo ser feliz siempre y disfrutar de la vida que llevo. Quiero estar siempre alegre, pero no siempre lo consigo.

Decía el padre José Kentenich: “¡Hambre de alegría! Nuestra alma tiene hambre de alegría, y en forma marcada. Más aún: puedo decir que el alma humana está impulsada en todo momento por esa marcada alegría. Esa hambre de alegría es un instinto primordial en la naturaleza humana”[1].

Tener una actitud alegre ante la vida es una necesidad, es la salvación. Pero ¡qué pocas veces lo logro!


Añade el Padre: “La maestría en la alegría no nos llueve del cielo. Por naturaleza estamos demasiado poco educados para la alegría, y la vida actual no impulsa por sí misma a la alegría. No entiendo por alegría la diversión. Cada cual podrá hacerlo a su manera, pero no es suficiente que estemos de buen talante en lo exterior. Lo más importante es la alegría interior, espiritual, que tengamos una actitud fundamental alegre, y aunque sólo se base en que digamos: estoy fundado en Dios; en que nos digamos: la Providencia de Dios, la sabiduría de Dios me lleva por caminos de sabiduría, por caminos de bondad y de misericordia”[2].

La alegría no se fundamenta en la diversión. No estoy alegre sólo cuando la vida me sonríe y todo resulta como me esperaba. No soy feliz cuando se cumplen mis deseos. No es así.

Es algo más hondo y estable. Una forma alegre de vivir. Una mirada alegre sobre las personas. Una sonrisa dibujada en el alma en medio de las dificultades.

¿Cómo se logra estar siempre alegre y no sólo cuando todo me sonríe? No hay recetas. Comenta el padre José Kentenich: “Una alegría sencilla es una llave mágica que puede abrir los corazones de los hombres, una varita mágica que descubre y vivifica misteriosas fuentes de fuerza en la persona que tenemos delante”[3].

La alegría de mi alma me cambia a mí. Y cambia a aquellos que tengo delante. Pienso en una alegría sobria, franca, sincera.

No en la risa que es carcajada. Más bien me quedo con la sonrisa profunda. Con la calma honda. Con la paz alegre.

Esa alegría estable que no pasa como una ráfaga de viento. Sino que permanece como una brisa constante, sin pausa.

Me gustan las personas alegres que me hacen reír. Es más, me gustan las que se ríen de sí mismas y contagian esa alegría que es como si la vertiese un ángel en sus entrañas. En las mías.

Quiero la paz alegre que me da el saber que mi vida descansa en las manos de Dios y no en mis propias manos. Y tiene una lógica, aunque yo no la vea.

Me fascina esa felicidad del niño que disfruta cada momento. Incluso sabe recoger las piezas del juguete roto para imaginar otras mil fantasías con los restos.

Me gustan las personas que saben sacar una sonrisa en momentos de dolor. Y aquellas otras que tienen la esperanza dibujada en el alma en momentos de penumbra. En lo hondo del pozo desde el que todo parece tan oscuro.

Me gustan los que alegran con su risa, con su sonrisa y saben reír con los ojos. Amo a los que en su sencillez se ríen de sus manías más grotescas y de sus pobrezas más humillantes.

Me dan pena aquellos que pretenden reírse de mí, sin que yo me ría. Quieren mofarse de mi fragilidad, sin que yo me alegre.

Me gusta compartir la vida y reír a manos llenas. Dicen que si río mucho se me limpia el alma. Y me lleno de un agua pura que viene del cielo. Aumentan las arrugas, es cierto, pero el alma se ensancha.

Me gusta pensar que mi alegría será plena en el cielo. Pero ya aquí en la tierra tengo la misión de sacar sonrisas de los llantos y descubrir amaneceres entre las negras nubes.

El otro día no lograba encontrar la luna en el cielo. Tan menguante era que se había vuelto luna nueva. Casi no existía.

Me entró algo de tristeza en el alma. Pero pronto sonreí de nuevo. Pensé que seguía estando la luna, aunque yo no la viera.

Y es así en la vida. Incluso cuando no parece haber esperanza y las cosas no salen como había soñado.

No tengo motivos para estar triste. La salvación, el amor de Dios, la esperanza, siguen estando ahí, aunque yo no los vea. Nada deja de existir porque yo no lo vea. No tengo ese poder. No hago desaparecer las cosas.

Pero es cierto que cuando no veo lo que amo, pierdo la alegría. O cuando pienso precisamente en lo que me falta, que era lo que más amaba.

Y le exijo a Dios milagros que ya no puede hacer. Le exijo un regreso al pasado que no es posible. Y lloro con amargura echándole en cara que no existe la luna, pero sólo resulta que yo no la veo. Que está oculta.

Y no logro ver la luz del sol que otros días refleja ufana en medio de mil estrellas. Así me pasa con mis días cuando echo tanto de menos lo que era causa de mi alegría.

¿Cómo sonreiré en medio de la noche sin luna? No es posible para los hombres. Pero sí para Dios que me enseña una forma nueva de mirar la vida. Estar siempre alegre en el Señor. Estar siempre alegre en medio de mi dolor. Sonreír entre lágrimas.

La mayor paradoja del cristiano que tiene puesta su confianza en Dios y por eso sonríe. Mira más lejos. ¿Estará loco?

Quiero en este Adviento revisar las fuentes de mi alegría. ¿Qué me causa profunda alegría? ¿Qué me entristece?

A veces la vida me exige tanto que descuido lo importante y me pierdo en un intento por llegar a todo lo que tengo que hacer.

Quiero una vida sencilla, sin prisas. Una vida de paz, de compartir los momentos más sencillos, los más sagrados.

¿Dónde están mis fuentes sagradas desde las que brota mi risa a carcajadas? Personas, amistades, encuentros, actividades. Un paseo, una canción, un silencio.

Una buena comida me hacer esbozar sonrisas. Una conversación me llena de luz. Una mirada que recibo. Un perdón. Un abrazo. Un te quiero. Un compartir la intimidad de lo que vivo. Un estar con el que llora simplemente ahí, en silencio, consolando.

Quiero estar siempre alegre. Pero sé que es un don de Dios. Una gracia que pido. Para no quedarme encajado en la queja. O agobiado en los problemas. Una alegría serena, que dure siempre.

[1] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[2] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[3] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

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