Cuando la esperanza muere, hay muy pocas posibilidades de que la fe y la caridad sobrevivan. Hay que estar alertas
Los psicólogos nos dicen que uno de los principales males de nuestra época, un mal que aparentemente es menos evidente en edades tempranas, es el de dejarse derrotar fácilmente.
Aunque visto desde cualquier ángulo, la mayoría de las personas que son honestas consigo mismas, muy seguramente tienen que admitir que también caen en el desaliento. Serían realmente afortunados si su peor confesión fuese caer en el desánimo, porque esto lleva a muchos a vivir constantemente en el límite de la desesperación.
Cuando alguien se siente culpable de rendirse ante la tentación o aun cuando en realidad no ha caído en la tentación pero siente culpa, al vivir esto, cualquier persona tiene el riesgo de reducir su vitalidad espiritual de manera que prácticamente cierra su alma al actuar de la esperanza. Cuando la esperanza muere, hay muy pocas posibilidades de que la fe y la caridad sobrevivan.
En la vida de los santos es muy común observar que no son los que nunca caen, sino los que nunca se rinden al caer. Es menos común entender que los santos han sentido la misma tentación de tener un pretexto para ir directo a la caída.
La parábola del trigo y la cizaña nos debe enseñar que los santos no solamente están interiormente divididos contra sí mismos tal como lo estamos nosotros, sino que hay que luchar toda nuestra vida contra el deseo de dejar que la cizaña crezca.
Cometemos el error de pensar que los santos triunfan sobre la tentación debido a la fuerza de su amor ardiente.
Sin lugar a dudas, algunos experimentaron este fuego, pero para la mayoría de ellos ha sido una cuestión de trituración en seco, con actos de fe y esperanza muy difíciles a través del rechinar de dientes. Los santos han tenido que pelear cada pulgada del camino contra el desaliento, el derrotismo, e incluso la desesperación.
La virtud crece en las pruebas
¿De qué otra manera pudiera ser? Ninguna virtud puede ser provechosa a menos que se enfrente al mal que es su opuesto. El valor no es valor sino hasta que ha experimentado el miedo: el valor no es la ausencia de miedo, sino la sublimación de miedo.
De la misma manera, la perseverancia tiene que ser probada por la tentación de darse por vencido, por la sensación de fracaso, por la incapacidad de sentir el apoyo de la gracia.
La razón por la que Cristo cargando la cruz cayó varias veces (una tradición cuenta que cayó siete veces) es, en parte, para mostrarnos que hemos de caer también nosotros en varias ocasiones y así nos da el ejemplo de levantarnos con la cruz y seguir el camino.
La diferencia entre sus caídas y las nuestras es que, mientras que las suyas eran debido a la debilidad del cuerpo, las nuestras son debido a la debilidad de nuestra voluntad.
Aun cuando no reproduzcamos la Pasión en toda su magnitud, tenemos la posibilidad de reproducirla en la perseverancia que tengamos al sentir agotamiento.
Si, como hemos visto, la pasión está siendo constantemente renovada en los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, siempre debe haber algún aspecto del sufrimiento de Cristo a la que nuestros propios sufrimientos personales han de mostrar alguna afinidad.
Si estamos siendo testigos de la misma verdad, oponiéndonos a la misma maldad, que se mueve en la misma dirección, entonces debemos utilizar los mismos medios que fueron utilizados por Cristo, a saber: la paciencia y la resistencia en todos los aspectos de nuestra vida.
El esfuerzo que hacemos para recuperar la posición perdida por cualquiera de las circunstancias, incluso por el pecado, reflejará el esfuerzo realizado por Cristo para volver al trabajo (interrumpido por las caídas) de cargar la cruz.
Ninguna de nuestras experiencias tienen por qué ser desperdiciadas, ni siquiera por nuestro pecado.
Al parecer, el hombre verdaderamente cristiano trasciende el desánimo solamente al aceptar que esa dificultad está presente. Ningún hombre puede pasar algún obstáculo, a menos que se enfrente y lo supere. El rodear un obstáculo no es superarlo, sino evadirlo.
El atajo es bueno cuando estamos viajando a lo largo de un camino, pero no es bueno cuando estamos avanzando hacia Dios por el Camino de la cruz. Salirse del Camino es pecar, regresar al Camino es arrepentirse y enmendar.
La respuesta nte el sufrimiento
De las dos respuestas que se dan al problema del dolor, sólo la respuesta cristiana ofrece una convicción trascendente. La primera es el planteamiento conformista de ahogar las penas, que puede llevar a un hombre al heroísmo en algún aspecto de la vida, pero no le ofrece ninguna filosofía; ya que no logra nada más allá de una nobleza natural de desarrollar la resistencia física.
Luego viene el ideal cristiano, que no tiene nada que ver con la negación y el vacío. Aquí podemos encontrar la invitación a cargar la Cruz; San Pablo predica a Cristo crucificado y no se gloría en nada sino en la cruz de Cristo; Así mismo los Apóstoles llevan con alegría la dignidad de sufrir por Cristo.
En la doctrina cristiana, la felicidad y la santidad se encuentran al aceptar la cruz de Cristo, sostener la cruz con Cristo, caer bajo la cruz con Cristo, levantándose bajo la cruz con Cristo, y avanzar hacia el conocimiento de lo que significa el desánimo a través de la Cruz de Cristo.
Un hombre no puede negar su desaliento, del mismo modo que no puede negar su existencia. Es más, forma parte de su existencia. Lo único que puede hacer es negarse a caer en el lujo del desaliento, es decir, solamente puede mortificar su tendencia a la autocompasión.
Al convertirse en una persona centrada en Cristo en lugar de ser centrada en sí mismo, tiene la oportunidad de reorientar sus percepciones de manera que ya no podrá ver el desánimo a través de la luz del mundo en su contexto puramente humano, sino por la luz de la gracia y a través de la pasión.
Si los cristianos viviéramos nuestras vidas en relación con la Pasión, es decir, si nuestra voluntad se mantuviera en una armonía adecuada con la voluntad de Dios, seríamos incapaces de experimentar algo más doloroso que la primera punzada de decepción y sufriríamos solamente aquellos dolores que impone necesariamente el ser parte de la creación.
No experimentaríamos desilusiones tras desilusiones, ni tendríamos expectativas falsas de una segunda mejor oportunidad, ni nos arrastraríamos a través de la desesperación, ni sufriríamos el agotamiento, ni tendríamos que aceptar desperdicios.
Pero debido a que la mayoría de las personas viven en una relación lamentablemente distante de la pasión de Cristo, inevitablemente encuentran un malestar permanente en sus vidas que drena todos sus recursos y que lamentablemente son irremplazables. En lugar de ver el cuerpo sufriente de Cristo, contemplan solamente la importancia de sus desalientos.
Después de todo, ¿cuáles son los motivos del desaliento humano, sino el experimentar una inadecuación y una pérdida?
Cualquier hombre se desmotiva por estas dos situaciones: ya sea que al mirar hacia el pasado solo ve una secuencia de infortunios que le han dado forma a su actual fracaso, o porque mira hacia el futuro y contempla un panorama donde no hay seguridad, ni felicidad, ni perspectivas de éxito. Su experiencia de vida le sugiere estas percepciones, por lo tanto, siente, como es comprensible, que la vida es insoportable.
Mirar a Cristo
Pero si esta persona supiera más de Cristo, reconocería que habría malinterpretado su experiencia, y que la vida no es del todo insoportable. No se dejaría atormentar por las experiencias del pasado, ni se consternaría por el pensamiento del futuro.
El presente inmediato no le saborearía a desaliento: reconocería la manera de relacionar su vida, junto con sus fallos y horrores, con la Pasión.
Esto no quiere decir que la liberación de la desilusión, el desánimo y la desesperación pueden efectuarse por un simple truco de la mente por medio de la habilidad de referir nuestras desolaciones de forma automática hacia Dios, sino que, se debe buscar una conversión gradual y dolorosa del alma para llevarla desde una "auto centralidad" hacia una "Dios centralidad" que lleve una tendencia creciente hacia la confianza.
Ya no es estar abatido por ver tanto mal en nosotros mismos, en los demás y en el mundo, sino que nos levantamos de eso y empezamos a ver un bien posible en nosotros mismos, en los demás y en el mundo.
La visión se extiende desde un probable bienestar hasta un determinado bienestar. Al ampliar este horizonte que revela lo positivo donde antes sólo se esperaba lo negativo, existe el conocimiento de que el único bien es Dios y que está presente en esta tierra, tan real como lo testifican los que reciben la Palabra hecha carne, no por voluntad del hombre, sino por voluntad de Dios.
En la medida en que permitimos que nuestras desolaciones sean transfiguradas por la gracia, de manera que se conviertan en parte de la desolación de Cristo, en esa misma medida traeremos el más alto nivel de consuelo a otros que están desolados. "Si deseas que otro hombre llore", dice Horacio, "Primero debes llorar tú": Si lloramos por la razón correcta, evitaremos que otras personas lloren por razones equivocadas.
Si unimos nuestros dolores a los de Cristo, no sólo santificamos nuestras propias almas, sino que las elevamos más allá de los desalientos de la vida, y además actuarán como canales de gracia para las almas de aquellos para los que, como nosotros, Cristo cayó y comenzó de nuevo su camino al Calvario.
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