SANTA VERÓNICA GIULIANI
De la catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del miércoles 15-XII-2010
Verónica nace el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en el valle de Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini. A los 17 años entra en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá toda su vida. Un año después emite la profesión religiosa solemne: inicia para ella el camino de configuración con Cristo a través de muchas penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas vinculadas a la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, las nupcias místicas, la herida en el corazón y los estigmas. En 1716, a los 56 años, se convierte en abadesa del monasterio y se verá confirmada en ese cargo hasta su muerte, acontecida en 1727, después de una dolorosísima agonía de 33 días que culmina en una alegría tan profunda que sus últimas palabras fueron: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi sufrimiento. ¡Decídselo a todas, decídselo a todas!». El 9 de julio deja la morada terrena para el encuentro con Dios. El Papa Gregorio XVI la proclama santa el 26 de mayo de 1839.
Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, textos autobiográficos, poesías. Sin embargo, la fuente principal para reconstruir su pensamiento es su Diario, iniciado en 1693: nada menos que veintidós mil páginas manuscritas, que abarcan treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea y continua, sin tachones ni correcciones, sin signos de puntuación o distribución de la materia en capítulos o partes según un proyecto preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; es más, el padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el obispo diocesano Antonio Eustachi, la obligó a poner por escrito sus experiencias.
Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente cristológico-esponsal: es la experiencia de que Cristo, Esposo fiel y sincero, la ama y de querer corresponder con un amor cada vez más comprometido y apasionado. En ella todo se interpreta en clave de amor, y esto le infunde una profunda serenidad. Vive cada cosa en unión con Cristo, por amor a él y con la alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.
El Cristo al cual Verónica está profundamente unida es el Cristo sufridor de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y doloroso por la Iglesia, en la doble forma de la oración y la ofrenda. La santa vive con esta perspectiva: reza, sufre, busca la «santa pobreza», como «expropiación», pérdida de sí misma, precisamente para ser como Cristo, que se entregó totalmente.
En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor, avalorando sus oraciones de intercesión con la ofrenda de sí misma en todo sufrimiento. Su corazón se dilata a todas «las necesidades de la santa Iglesia», anhelando la salvación de «todo el mundo». Verónica grita: «Oh pecadores, oh pecadoras…, todos y todas venid al corazón de Jesús; venid al lavatorio de su preciosísima sangre… Él os espera con los brazos abiertos para abrazaros».
Animada por una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención, comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, por su obispo, por los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa en estas palabras: «Nosotras no podemos ir predicando por el mundo para convertir almas, pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas las almas que se encuentran en estado de ofensa a Dios… especialmente con nuestros sufrimientos, es decir, con un principio de vida crucificada». Nuestra santa concibe esta misión como «estar en medio», entre los hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo crucificado.
Verónica vive profundamente la participación en el amor de Jesús que sufre, segura de que «sufrir con alegría» es la «clave del amor». Pone de relieve que Jesús sufre por los pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos fieles soportaron a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia, precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe: «Su eterno Padre le hizo ver y sentir en ese punto todos los sufrimientos que iban a padecer sus elegidos, sus almas más queridas, es decir, las que iban a sacar provecho de su sangre y de todos sus sufrimientos». Como dice de sí mismo el apóstol san Pablo: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
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ESTOY DISPUESTA A OFRECER MI VIDA Y MI SANGRE
POR LA CONVERSIÓN DE LAS ALMAS
Del «Diario» de santa Verónica Giuliani
Hoy se me han renovado los dolores en manos, pies y costado, y he pasado toda la noche entre sufrimientos y penas: doy gracias a Dios. Por la mañana, recibí el sacramento de la penitencia, del que he salido confortada y con mayores ánimos para sufrir. Después, me acerqué a recibir la sagrada comunión, y he obtenido la gracia de experimentar, en lo más íntimo de mi alma, la presencia viva de Dios, encontrándome en no sé qué nuevo estado interior de espíritu. Desde hace unos días advierto en mi corazón una determinada moción del espíritu, pero no sé expresarlo con palabras. Describiré únicamente los efectos que se han producido en mí.
El primero ha sido un mayor conocimiento y dolor de mis culpas, el ansia por la conversión de las almas, por las que estaría dispuesta a entregar mi vida y mi sangre, y una gran confianza en la misericordia de Dios, y en la piedad y amor de la bienaventurada Virgen María. El segundo, no obstante verme envuelta en un total abandono y sumergida en un mar de tentaciones -que apenas advierto esta acción misteriosa-, me encuentro súbitamente tranquila, colmada de suprema paz, y totalmente sumergida en una especie de estabilidad que me tiene sometida a la voluntad de Dios. El tercer efecto es éste: cuando me encuentro atormentada por el diablo con tentaciones interiores, y al mismo tiempo, por razones de mi cargo, debo ocuparme de los demás y moverme de un sitio a otro en las más diversas ocupaciones, aquella acción misteriosa hace que yo realice todo esto sin apenas darme cuenta, y luego constato que las llevé a cabo sin saber cómo. Esto me acontece especialmente en los momentos más importantes, como son la recepción de los sacramentos, la meditación y los coloquios espirituales que tenemos nosotras por costumbre realizar.
También, algunas veces, me veo sumida en gran tedio de alma, en aridez y profunda desgana, que me da la impresión de serme imposible soportar semejante estado de vida, dándome náuseas todo, y pareciéndome que todo es inútil y que pierdo el tiempo; incluso, el acudir al confesor me da la impresión de no servirme para nada. Pero, apenas percibo en mi corazón la más leve sensación de esa misteriosa moción del Espíritu, me siento de nuevo transformada, y con tal energía, que aun permaneciendo en una tan profunda aridez, insensible a todo y colmada de contradicciones, toda obra me parece factible, aun la más imposible y dificultosa. Gracias sean dadas a Dios por todo.
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