LA ORACIÓN, DESARROLLO
DE LA «VIDA DE PENITENCIA»
por Kajetan Esser - Engelbert Grau, OFM
Aplicaciones (y III)
El oír y gustar una sola vez las palabras y obras del Señor no basta para penetrar en el arte de la meditación; por eso se dice de Francisco: «Leía a las veces en los libros sagrados, y lo que confiaba una vez al alma le quedaba grabado de manera indeleble en el corazón. La memoria suplía a los libros; que no en vano lo que una vez captaba el oído, el amor lo rumiaba con devoción incesante» (2 Cel 102). He aquí el rasgo fundamental de la manera franciscana de meditar: escuchar la palabra de Dios, leerla y considerarla una y otra vez con afecto, rumiarla continuamente; entonces no habrá sido escuchada en balde.
Este afecto, este quedar afectado por la palabra de Dios, tiene que nacer del amor. Y el amor debe abarcar todo el ser y toda la vida para ser un amor auténtico; el auténtico amor a la «Palabra encarnada» es el paso decisivo para el pleno conocimiento de la revelación de Dios: «Aunque este hombre bienaventurado no había hecho estudios científicos, con todo, aprendiendo de Dios la sabiduría que viene de lo alto e ilustrado con las iluminaciones de la luz eterna, poseía un sentido no vulgar de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar» (2 Cel 102).
La meditación debe llevarnos de continuo a una permanencia amorosa en Dios, es decir, a la oración afectiva. El amor es siempre algo que va de persona a persona, una relación entre un yo y un tú; y sólo el amor permite a la meditación desembocar en aquel «diálogo que se da entre la esposa y el esposo» (S. Buenaventura, De triplici via II, 7). En este diálogo con su Señor, «Francisco respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo» (2 Cel 95).
A esta escucha amorosa de Dios y a este diálogo con Dios sigue naturalmente la obediencia amorosa, como se dice de Francisco: «Todo lo demás que había escuchado se esfuerza en realizarlo con la mayor diligencia y con suma reverencia. Pues nunca fue oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza» (1 Cel 22). Y en otro lugar se dice todavía con mayor plasticidad e intuición: «Con la mayor devoción oraba para que Dios, eterno y verdadero, le dirigiese en sus pasos y le enseñase a poner en práctica su voluntad. Sostenía en su alma tremenda lucha, y, mientras no llevaba a la práctica lo que había concebido en su corazón, no hallaba descanso» (1 Cel 6).
De igual manera, el franciscano debe traducir en obras «lo que ha concebido en su corazón», para convertirse así en un evangelio vivo, pues sólo aquél que por la meditación de Jesucristo consigue llegar a un seguimiento amoroso comprenderá enteramente a Cristo, como ha formulado Tomás de Kempis de manera clásica: «El que quiera comprender e imitar perfectamente las palabras de Cristo, tiene que aspirar a conformar su vida en todo con la vida de Jesús» (Imitación I 1,2). Esta conformidad de la propia vida con la vida de Jesús es, a la inversa, la piedra de toque que nos permite conocer el valor de nuestra oración y de nuestra meditación.
3. Entre la oración y la vida no debe existir ninguna discrepancia. El hombre de «penitencia» no puede llevar una vida «doble». Eso sería deslealtad, hipocresía y temeridad. La oración y la vida, para ser auténticas, han de completarse y potenciarse mutuamente, tanto más cuanto que es Dios, y no el hombre, quien tiene que estar en el centro tanto de la vida como de la oración.
Esta incondicional e ilimitada «escucha» de Dios en la oración y en la vida es exigida sobre todo cuando Dios abre al hombre las puertas que conducen al peldaño más elevado de la oración, la oración contemplativa. Aquí sólo cabe hacer una cosa: dejarse conducir por Dios con absoluta sumisión, permanecer totalmente abiertos a la voz de Dios para que Él actúe según le plazca, bien si quiere elevar al hombre al séptimo cielo de la contemplación, bien si quiere conducirlo a la aridez y sequedad. Para ello debe el hombre haberse vaciado enteramente de sí mismo, pues únicamente en semejante pureza puede tomar Dios posesión de él como quiera: «Por consiguiente -dice Francisco a sus hermanos-, nada de vosotros retengáis para vosotros mismos, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero» (CtaO 29).
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