«EL PERDÓN DE ASÍS»
Benedicto XVI, del Ángelus del 2 de agosto de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy contemplamos en san Francisco de Asís el ardiente amor por la salvación de las almas, que todo sacerdote debe alimentar constantemente: en efecto, hoy se celebra el llamado «Perdón de Asís», que obtuvo del Papa Honorio III en el año 1216, después de haber tenido una visión mientras se hallaba en oración en la pequeña iglesia de la Porciúncula. Apareciéndosele Jesús en su gloria, con la Virgen María a su derecha y muchos ángeles a su alrededor, le dijo que expresara un deseo, y Francisco imploró un «perdón amplio y generoso» para todos aquellos que, «arrepentidos y confesados», visitaran aquella iglesia. Recibida la aprobación pontificia, el santo no esperó ningún documento escrito, sino que corrió a Asís y, al llegar a la Porciúncula, anunció la gran noticia: «Hermanos míos, ¡quiero enviaros a todos al paraíso!». A partir de entonces, desde el mediodía del 1 de agosto hasta la medianoche del 2, se puede lucrar, con las condiciones habituales, la indulgencia plenaria también por los difuntos, visitando una iglesia parroquial o franciscana.
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Del discurso de S. S. Benedicto XVI
durante el encuentro con los jóvenes
ante la Basílica de Santa María de los Ángeles (17-VI-2007)
Queridos jóvenes:
Nos acoge aquí, con san Francisco, el corazón de la Madre, la «Virgen hecha Iglesia», como él solía invocarla (cf. SalVM 1). San Francisco sentía un cariño especial por la iglesita de la Porciúncula, que se conserva en esta basílica de Santa María de los Ángeles. Fue una de las iglesias que él se encargó de reparar en los primeros años de su conversión y donde escuchó y meditó el Evangelio de la misión (cf. 1 Cel 22). Después de los primeros pasos de Rivotorto, puso aquí el «cuartel general» de la Orden, donde los frailes pudieran resguardarse casi como en el seno materno, para renovarse y volver a partir llenos de impulso apostólico. Aquí obtuvo para todos un manantial de misericordia en la experiencia del «gran perdón», que todos necesitamos. Por último, aquí vivió su encuentro con la «hermana muerte».
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AMOR Y MISERICORDIA
Del discurso de S.S. Juan Pablo II
al pueblo reunido ante la basílica
de Santa María de los Ángeles (12-III-1982)
2. Nos encontramos en este momento junto a la basílica que incluye la antigua ermita de la Porciúncula. Precisamente en ella, después de haberla restaurado con sus propias manos, durante la lectura litúrgica del capítulo 10 del Evangelio según San Mateo, Francisco decidió abandonar su breve experiencia eremítica anterior para dedicarse a la predicación en medio de la gente «con palabra sencilla, pero con corazón maravilloso», como dice su primer biógrafo Tomás de Celano (1 Cel 23), dando así comienzo a su típico ministerio. Aquí tuvo lugar más tarde la toma de hábito de Santa Clara, con la fundación de la segunda Orden de las Clarisas o «Damas Pobres de San Damián». Aquí también Francisco impetró de Cristo, mediante la intercesión de la Reina de los Ángeles, el gran perdón o «Indulgencia de la Porciúncula», confirmada en seguida por mi predecesor el Papa Honorio III a partir del 2 de agosto de 1216; y fue después de esta fecha cuando se inició una gran actividad misionera, que llevó a Francisco y a sus frailes a algunos países musulmanes y a varias naciones de Europa. Aquí, por fin, el Santo acogió cantando a la «hermana nuestra muerte corporal» (Cánt 12), a los 44 años de edad. Estamos, pues, en uno de los lugares más venerados del franciscanismo, querido no sólo para la Orden franciscana, sino también para todos los cristianos, que aquí, casi como abrumados por la intensidad de los recuerdos históricos, reciben luz y estímulo para una renovación de la vida, bajo el signo de una fe más enraizada y de un amor más genuino.
3. En particular, siento el deber de subrayar el mensaje específico que nos ofrece la Porciúncula y su Indulgencia. Es un mensaje de perdón y de reconciliación, es decir, de gracia, de la que hemos sido objeto, con las debidas disposiciones, por parte de la misericordia divina. Dios, dice San Pablo, es verdaderamente «rico en misericordia» (Ef 2,4) y, como he escrito en la Encíclica que se titula precisamente con estas palabras, «la Iglesia debe profesar y proclamar la misericordia divina en toda su verdad, cual nos ha sido transmitida por la revelación» (Dives in misericordia, 13), es más, ella «vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia, el atributo más estupendo del Creador y del Redentor» (ibíd.).
Pues bien, ¿quién de nosotros puede decir en su corazón que no tiene necesidad de esa misericordia, o sea, que está en total sintonía con Dios, de forma que no necesita de Él ninguna intervención purificadora? ¿Quién no tiene algo que hacerse perdonar por Él y por su paternal magnanimidad? O, dicho en términos evangélicos, ¿quién de nosotros podría arrojar la primera piedra (cf. Jn 8,7), sin mancharse de presunción o de irresponsabilidad? Sólo Jesucristo habría podido hacerlo, pero renunció a ello con un incomparable gesto de perdón, es decir, de amor, que revela a un tiempo una ilimitada generosidad y una constructiva confianza en el hombre. Todos los días deberíamos reavivar en nosotros tanto la invocación, humilde y gozosa, de la gracia reconciliadora de Dios, como el sentido de nuestra deuda para con Él, que nos ha ofrecido «de una vez para siempre» (Hb 9,12) y continuamente nos vuelve a ofrecer con inmutable bondad, un perdón al que no tendríamos derecho, que nos restablece en la paz con Él y con nosotros mismos, infundiéndonos una nueva alegría de vivir.
4. Pero el Santo de Asís fue también un campeón de la reconciliación entre los hombres. Su intensa actividad de predicador itinerante lo llevó de región en región y de pueblo en pueblo, a través de casi toda Italia. Su típico anuncio de «Paz y bien», que le hizo ser definido como un «nuevo evangelista» (1 Cel 89; 2 Cel 107), resonaba en todos los grupos sociales, a menudo en lucha recíproca, como invitación a buscar el arreglo de sus conflictos mediante el encuentro y no el enfrentamiento, la dulzura de la comprensión fraterna y no el rencor o la violencia que divide. Y en el Cántico de las criaturas él confiesa aclamando: «Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor».
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SANTA MARÍA DE LOS ÁNGELES
O DE LA PORCIÚNCULA
Tomás de Celano: Vida de San Francisco
(2 Cel 18-19 y 1 Cel 106)
El siervo de Dios Francisco, pequeño de talla, humilde de alma, menor por profesión, estando en el siglo, escogió para sí y para los suyos una porcioncilla del mundo, ya que no pudo servir de otro modo a Cristo sin tener algo del mundo. Pues no sin presagio divino se había llamado de antiguo Porciúncula éste lugar que debía caberles en suerte a los que nada querían tener del mundo.
Es de saber que había en el lugar una iglesia levantada en honor de la Virgen Madre, que por su singular humildad mereció ser, después de su Hijo, cabeza de todos los santos. La Orden de los Menores tuvo su origen en ella, y en ella, creciendo el número, se alzó, como cimiento estable, su noble edificio.
El santo amó este lugar sobre todos los demás, y mandó que los Hermanos tuviesen veneración especial por él, y quiso que se conservase siempre como espejo de la Religión en humildad y pobreza altísima, reservada a otros su propiedad, teniendo el santo y los suyos el simple uso.
Se observaba en él la más estrecha disciplina en todo, tanto en el silencio y en el trabajo como en las demás prescripciones regulares. No se admitían en él sino hermanos especialmente escogidos, llamados de diversas partes, a quienes el santo quería devotos de veras para con Dios y del todo perfectos. Estaba también absolutamente prohibida la entrada de seglares. Los moradores de aquel lugar estaban entregados sin cesar a las alabanzas divinas día y noche, y llevaban vida de ángeles, que difundía en torno maravillosa fragancia.
Y con toda razón. Porque, según atestiguan antiguos moradores, el lugar se llamaba también Santa María de los Angeles. El bienaventurado Padre solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen Santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el Santo la amaba más que a todas.
Pues, aunque sabía que en todo rincón de la tierra se encuentra el reino de los cielos y creía que en todo lugar se otorga la gracia divina a los elegidos de Dios, él había experimentado que el lugar de la iglesia de Santa María de la Porciúncula estaba henchido de gracia más abundante y que lo visitaban con frecuencia los espíritus celestiales. Por eso solía decir muchas veces a los hermanos:
«Mirad, hijos míos, que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro, porque este lugar es verdaderamente santo y morada de Dios. Fue aquí donde, siendo todavía pocos, nos multiplicó el Altísimo; aquí iluminó el corazón de sus pobres con la luz de su sabiduría; aquí encendió nuestras voluntades en el fuego de su amor. Aquí el que ore con corazón devoto obtendrá lo que pida, y el que profane este lugar será castigado con mucho rigor. Por tanto, hijos míos, mantened muy digno de todo honor este lugar en que habita Dios y cantad al Señor de todo corazón, con voces de júbilo y de alabanza».
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