jueves, 12 de julio de 2018

VALOR PEDAGÓGICO DE LA CONFESIÓN SACRAMENTA - LA CARIDAD ES LA VIDA DE LAS VIRTUDES









VALOR PEDAGÓGICO DE LA CONFESIÓN SACRAMENTAL
Del discurso de S. S. Benedicto XVI el 25 de marzo de 2011

Deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto a veces no considerado suficientemente, pero de gran importancia espiritual y pastoral: el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Aunque es verdad que es necesario salvaguardar siempre la objetividad de los efectos del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de la Penitencia, no está fuera de lugar reflexionar sobre cuánto puede educar la fe, tanto del ministro como del penitente. La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandic, nos indica a todos que el confesonario puede ser un «lugar» real de santificación.

¿De qué modo educa el sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido su celebración tiene un valor pedagógico, ante todo para los ministros? Podríamos partir del reconocimiento de que la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina. Cuántas veces en la celebración del sacramento de la Penitencia, el sacerdote asiste a auténticos milagros de conversión que, renovando el «encuentro con un acontecimiento, una Persona» (Deus caritas est, 1), fortalecen también su fe. En el fondo, confesar significa asistir a tantas «profesiones de fe» cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso en la historia, palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre.

Con frecuencia nos encontramos ante auténticos dramas existenciales y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve» (Is 1,18). Conocer y, en cierto modo, visitar el abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos oscuros, por un lado pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote; y, por otro, alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo todo (cf. Ap 21,5).



¿Cuál es el valor pedagógico del sacramento de la Reconciliación para los penitentes? Lo primero que debemos decir es que depende ante todo de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del Sacramento en el alma del fiel. Ciertamente, la Reconciliación sacramental es uno de los momentos en que la libertad personal y la conciencia de sí mismos están llamadas a expresarse de modo particularmente evidente. Tal vez también por esto, en una época de relativismo y de consiguiente conciencia atenuada del propio ser, queda debilitada asimismo la práctica sacramental. El examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela penitencial».

En nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de verdad y en profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de dar un espacio oportuno al ejercicio del ministerio de la Penitencia en el confesonario: ser acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos. Además, la confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida.

Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente. No olvidemos cuántas conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un confesonario. La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.

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LA CARIDAD ES LA VIDA DE LAS VIRTUDES
De la "Vida perfecta para religiosas", de san Buenaventura

Nada puede decirse más bueno, ni discurrirse cosa mejor, que la caridad para mortificar los vicios, para adelantar en gracia y para conseguir la perfección de todas las virtudes. Por esa razón dice san Próspero en el libro de la vida contemplativa: «La caridad es la vida de las virtudes y la muerte de los vicios», y como al fuego se funde la cera, así se desvanecen los vicios ante la caridad. Porque la caridad tiene tanto poder, que ella sola cierra el infierno, ella sola abre el cielo, ella sola infunde esperanza de salvación, ella sola nos hace amables a Dios. Es de tanta eficacia la caridad, que ella sola entre las virtudes se llama virtud, y el que tiene caridad es rico, opulento y feliz, y el que no la tiene es pobre, mendigo y desdichado.

San Agustín dice: «Si la virtud nos lleva a la vida feliz, yo afirmaría en absoluto que nada es virtud sino el sumo amor de Dios». Siendo, pues, tan grande la caridad, hay que insistir en ella con preferencia a todas las virtudes, y no en una caridad cualquiera, sino en aquella por la que Dios es amado sobre todas las cosas y el prójimo por Dios.

Pero cómo debes amar a tu Creador, te lo enseña tu mismo Esposo en el Evangelio, diciendo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu entendimiento. Oh hermana religiosa, amadísima sierva de Jesucristo, considera cuidadosamente cuál es el amor que tu amado Jesús pide de ti.

¿Qué harás, pues, para que en realidad de verdad ames al Señor tu Dios con todo tu corazón? ¿Cómo con todo tu corazón? Oye a san Juan Crisóstomo, que te lo explica: «El amar a Dios con todo tu corazón consiste en que tu corazón no esté más inclinado al amor de alguna cosa que al de Dios; en que no te recrees en alguna cosa del mundo, en las honras, en los padres, más que en Dios».

Mas el Señor Dios, Jesucristo, no sólo ha de ser amado con todo el corazón, sino también con toda el alma. ¿Cómo con toda el alma? Óyelo de san Agustín, que te lo enseña diciendo: «Amar a Dios con toda el alma es amarle con toda la voluntad, sin contrariedad». Ciertamente entonces amas con toda el alma, cuando haces gustosamente, sin contradicción, no lo que tú quieres, no lo que aconseja el mundo, no lo que sugiere la carne, sino lo que conoces que quiere el Señor, tu Dios. Por cierto entonces amas a Dios con toda el alma, cuando por amor de Jesucristo expones gustosamente, si fuera necesario, tu alma a la muerte.

Pero ama a tu Esposo, el Señor Jesús, no sólo con todo tu corazón, no sólo con toda tu alma, sino también con todo tu entendimiento. ¿Cómo con todo tu entendimiento? Escucha de nuevo a san Agustín, que te lo dice: «Amar a Dios con todo el entendimiento es amarle con toda la memoria, sin olvido».





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