EL EVANGELIO DE SAN FRANCISCO:
POBREZA Y ALEGRÍA
por Victoriano Casas García, OFM
El encuentro con Dios, sumo bien, suficiencia del hombre
Ser rico o ser pobre depende de las condiciones sociales, diversas según los tiempos y los lugares de la tierra. Cuando la pobreza es absoluta, faltando los medios para subsistir, se camina hacia la muerte. Hay por lo mismo grados y niveles de riqueza y de pobreza. En general, pobreza quiere decir carencia de bienes, de los que disponer como propiedad, como placer, como consumo, como medio de trabajo. El grado efectivo de pobreza tiene sus consecuencias: inseguridad económica, disminución o pérdida del influjo social, etc. Forman parte del fenómeno de la pobreza todas las insuficiencias a las exigencias de la vida: falta de formación, debilidad, falta de libertad, aislamiento, indefensión... La pobreza es señal de un mundo turbado por el mal y necesitado, por lo mismo, de salvación.
En la eliminación de la pobreza concreta, que depende de las condiciones sociales, cuenta el compromiso y la lucha contra la pobreza, mal no querido por Dios. La preocupación de los cristianos por los necesitados es la señal viva de su acogida de Cristo, del que los pobres son sacramento. A los pobres que aceptan libremente ser pobres, Cristo ha prometido la dicha del Reino de Dios. Ser pobre y vivir pobre es lo que en verdad posibilita la postura justa y acertada para acoger el Reino de Dios. Francisco fue un rico al que Dios, Sumo Bien, hizo pobre en este mundo. Francisco se descubrió con las manos vacías ante Dios. Ante Él, este joven rico aprendió a renunciar a su vivir orgulloso, autosuficiente. Su sometimiento gozoso le llevó a reconocer a Dios, hasta ahora ciertamente para él Desconocido, como «todo bien, bien total, verdadero y sumo bien... el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce» (1 R 23,9). Es a este Dios gratuito, que invade de gozo y de fiesta el corazón del hombre, al que canta Francisco rescatado: «Tú eres toda nuestra riqueza a saciedad» (AlD 4).
En tiempo de Francisco existían movimientos cristianos que elegían la pobreza como forma de vida. Sin embargo, Francisco y sus hermanos están libres de la tristeza que muestran estos grupos heréticos. El gozo de Francisco y de sus compañeros no manifiesta tanto el estado de su «yo», que ha sido de renuncia, pobreza, abnegación, crucifixión con el Crucificado, cuanto su sentirse y saberse reconciliados, llenos de un sentimiento de familiaridad y compasión universales con todo y con todos, ya que la conversión -el hacer penitencia para acoger al Dios de la absoluta novedad, riqueza y juventud- es una actitud que limpia al hombre de toda agresividad y lo hace hermano de todos con el corazón bondadoso y generoso de Dios.
La impresión que Francisco y sus hermanos ejercen sobre los hombres de todo tiempo es la de una felicidad y gozosa paz, que caracterizan su búsqueda, acogida y adoración de Dios en la fraternidad: «Al despreciar todo lo terreno y al no amarse a sí mismos con amor egoísta, centraban todo el afecto en la comunidad y se esforzaban en darse a sí mismos para subvenir a las necesidades de los hermanos. Deseaban reunirse, y reunidos se sentían felices»; a causa de la pobreza estaban siempre serenos, libres de toda ansiedad y preocupación, sin afanarse por el futuro (1 Cel 39).
Francisco, acogiendo la Palabra viva de Dios, descubre la preferencia que Él muestra por los pobres: «En ese pondré mis ojos: en el humilde y abatido que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2). Francisco elige, pues, la pobreza porque así se lo ha revelado el Altísimo al escuchar el Evangelio: «Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo... Nada llevéis en el camino... Aquel que quiera venir detrás de mí, niéguese a sí mismo...». Y esto es lo que declaró y propuso a sus hermanos: «Hermanos, ésta es nuestra vida y regla y la de todos los que quieran unirse a nuestra compañía» (TC 29).
Francisco no se hace pobre porque ha visto a otros que son pobres, sino porque esto es lo que oyó de Cristo y el modo de vida que Él eligió. Por eso, la pobreza franciscana no es, en primer lugar, un ejercicio ascético, sino la unión vital con Cristo, la aceptación de la comunión de sentimientos y de vida con Él, continuando en la historia su presencia salvadora.
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