Tema 17. La Iglesia y el mundo.
La Iglesia es inseparablemente humana y divina. Vive y actúa en el mundo, pero su fin y su fuerza no están en la tierra, sino en el Cielo. La Iglesia sólo busca la salvación de la humanidad, pero se preocupa también por los asuntos temporales. Cada fiel cristiano participa en la misión de la Iglesia según su condición y vocación, y los dones recibidos. Los laicos están llamados a santificar el mundo desde dentro. La Iglesia no puede ni debe sustituir al Estado, pero tampoco puede ni debe quedarse al margen.
Sumario
• La Iglesia en la historia
• La secularidad cristiana y la misión de la Iglesia
• El papel de los laicos: santificación del mundo desde dentro
• Libertad y responsabilidad de los laicos
• La Iglesia y el Estado
• La libertad religiosa
• Bibliografía básica
La Iglesia se presenta ante el mundo como la comunidad de los discípulos de Jesús. Creemos que Cristo es el Hijo de Dios hecho carne, el rostro humano de Dios, que sigue actuando junto con el Espíritu Santo en la misión de la Iglesia, siguiendo el proyecto divino de la salvación.
«La Iglesia es, por tanto, inseparablemente humana y divina. Es sociedad divina por su origen, sobrenatural por su fin y por los medios que próximamente se ordenan a ese fin; pero, en cuanto se compone de hombres, es una comunidad humana (León XIII, Satis cognitum). Vive y actúa en el mundo, pero su fin y su fuerza no están en la tierra, sino en el Cielo»[1].
Todos los seres creados llevan la huella de Dios, especialmente las personas, creadas a su imagen y semejanza. Además, ya desde el Antiguo Testamento se ve que Dios ha establecido un orden de realidades que llamamos “sagradas”, a través de determinados signos que pueden ser algunas personas (ministros sagrados) o realidades materiales (el templo y los demás objetos apartados del uso común para el servicio a Dios). Al lado de estas “realidades sagradas”, cuyo sentido es el culto, se sitúa el ámbito de las realidades creadas (como son el trabajo, la familia, la cultura y las relaciones sociales, económicas y políticas, etc.) que llamamos “profanas” o “seculares”. Pero no debe pensarse que lo sagrado es relativo a Dios y que lo profano es ajeno a Dios.
Con la Encarnacióndel Hijo de Dios, las realidades profanas pueden ser vividas en unión con Él, por la acción del Espíritu Santo, a través de la fe y los sacramentos. Y así todas esas realidades pueden ser también, sin necesidad de apartarlas de su uso corriente, un medio de colaboración con la redención y un medio de santificación. A esto se llama la “secularidad cristiana” (de saeculum =siglo o mundo). Los cristianos amamos el mundo, ante todo, porque ha sido creado por Dios. Y procuramos llevarlo a Dios, sabiendo que también en el mundo está presente el pecado; pero que la gracia de Dios sana y eleva esa realidad.
La Iglesia en la historia
La Iglesia, como comunidad humana y social, está y vive en el mundo. Iglesia y mundo se relacionan estrechamente, pero no se identifican. El mundo no es un espacio ajeno a Dios, pero su sentido no se agota en lo terreno, porque está llamado en Cristo a un nuevo modo de existencia, que Jesús llama el “Reino de Dios”. Este reino no es una realidad política, sino espiritual. El mundo no es independiente de Dios, como afirma el laicismo queriendo relegar la religión al ámbito de lo privado e irrelevante.
A la vez, el mundo posee una autonomía respecto a la Iglesia como institución eclesiástica. Jesús dijo: «Dad al César lo que es del César» (Mt 22,21). No hay una solución cristiana oficial para todos los asuntos del mundo, sino diversas soluciones concretas. Y la Iglesia no se identifica con ningún orden histórico concreto: con ninguna ideología, régimen político, económico o social. Esto, como hemos dicho, no significa que los valores terrenos sean independientes de Dios. En la visión cristiana del mundo todo es don de Dios y el mundo está llamado a ser un camino para conocer y amar a Dios; y, como consecuencia, para amar al prójimo y servir a la unidad del género humano.
La misión de la Iglesia no es un proyecto político ni tampoco aspira a “sacralizar” el mundo, sino que es una misión religiosa: sólo busca la salvación de la humanidad, salvación que va más allá del bienestar o de la justicia terrena. Al mismo tiempo, la Iglesia se preocupa también por los asuntos temporales: porque la persona no es un abstracto, sino alguien situado en un contexto familiar y social, laboral y económico, y porque el mensaje del Evangelio pide la redención de la entera realidad con la promoción de la justicia y de la paz, de modo que el Reino de Dios se pueda ir edificando en la historia.
La Iglesia recuerda a todos la provisionalidad de los logros temporales. Lo que hacemos los hombres requiere ser mejorado, completado y transformado finalmente por Dios. Y así puede formar parte de ese mundo nuevo que corresponde al Reino.
Por esos motivos la Iglesia, también institucionalmente, se ocupa de las cuestiones sociales y temporales, no en sus aspectos técnicos y contingentes, sino en cuanto pueden impedir la unión con Dios y la vida eterna. El principal obstáculo para esto es el pecado, y todo pecado es personal. Las consecuencias del pecado pueden llegar a constituir en el ambiente social verdaderas “estructuras de pecado”, que impiden a los hombres alcanzar la verdad y el bien común, la vida de la gracia y el amor a Dios y al prójimo. Por eso, cuando la Iglesia enseña su Doctrina social, no se sale de su misión propia, sino que la afronta en medio de la complejidad del mundo presente y tratando de mediar en el diálogo entre las culturas y las religiones.
La secularidad cristiana y la misión de la Iglesia
Como hemos señalado, la visión cristiana del mundo, que la Iglesia anuncia y enseña, se llama secularidad cristiana o también “dimensión secular” de lo cristiano y de la Iglesia. La secularidad cristiana tiene su raíz en el hecho de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre en un tiempo y cultura determinados. Y se realiza de formas diversas en todos los cristianos. El magisterio de la Iglesia enseña: «Todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas» (Christifideles laici, n. 15).
En relación con esto puede verse el hecho de que en la Iglesia hay una pluralidad de posiciones personales que comportan a su vez diversos modos de relación con el mundo. El Concilio Vaticano II lo apunta cuando usa expresiones diferenciadoras: pastores, laicos y religiosos participan en la misión de la Iglesia cada uno a su modo, de modo peculiar o por su parte.
La misión de la Iglesia es única y la misma para todos los bautizados: la gloria de Dios (que Dios sea conocido, reconocido y amado) y la salvación de las personas por medio del encuentro personal con Cristo. Esta misión se puede llamar también evangelización, en cuanto que anuncia el mensaje de salvación que Cristo nos ha traído: Evangelio quiere decir “buena noticia” de esa salvación.
Esto depende de la propia vocación y misión de cada uno[2]. Los laicos ejercen el triple oficio salvífico de Cristo y realizan la Misión “como desde dentro”[3] de las realidades seculares, es decir, en el modo “ordinario” de relación con el mundo (y que comparten con los no cristianos). La vida religiosa implica un modo propio de testimonio (que se expresa con la “profesión” de los consejos evangélicos), necesario para la Iglesia y el mundo, de la trascendencia del Reino de Dios al que aspiramos[4]. Y respecto a los ministros sagrados, dice el Vaticano II: «Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo»[5]; «Los pastores están destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación»[6]. Esa es su manera propia de participar en la Misión.
Así pues, cada fiel cristiano participa en la misión de la Iglesia según su condición y vocación, y los dones recibidos, entre los cuales se cuentan los sacramentos y los carismas. De ello dependen también las tareasque corresponden a cada uno, dentro de la única Misión de la Iglesia.
Todos los fieles cristianos, en virtud de su bautismo, están capacitados para diversas tareas dentro de la misión evangelizadora de la Iglesia.
Estas tareas se pueden distribuir en tres ámbitos[7]: A) hacia dentro de la Iglesia misma (apostolado de los cristianos o “pastoral” ordinaria); B) “hacia fuera”, es decir, las relaciones con otras religiones y con los no creyentes; C) el ámbito del ecumenismo (relaciones con los cristianos no católicos, en orden a procurar la unidad de los cristianos). Es importante subrayar que en cualquiera de las tareas en que participan los fieles lo hacen de acuerdo con su propia vocación y misión.
Hay tareas eclesiales en las que puede participar cualquier bautizado y que pueden situarse en relación con la fe (como la catequesis o la enseñanza escolar de la religión), con el culto (participación en la liturgia), con la caridad (como la atención a los más necesitados) y en general con la vida de la Iglesia (como la participación en consejos o sínodos para ayudar a la toma de decisiones pastorales). También pueden los fieles colaborar con los pastores de la Iglesia en tareas para las que estén profesionalmente capacitados, por ejemplo, en el ámbito económico, jurídico, etc., incluyendo determinadas tareas de gobierno.
Algunas de esas tareas (que no requieren el sacramento del orden) pueden ser establecidas y supervisadas oficialmente por la Iglesia como “ministerios instituidos” (no ordenados). Por participar en estas tareas, los fieles laicos no son ni más laicos ni menos laicos. A la vez, debe cuidarse que las desempeñen de acuerdo con su propia vocación y misión, de modo que no se les confunda con los pastores de la Iglesia.
El papel de los laicos: santificación del mundo desde dentro
Los fieles laicos, por la gracia del bautismo y los carismas otorgados por el Espíritu Santo, han recibido de Dios la vocación y misión propias de «buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios»[8].
En consecuencia, además de diversas tareas que pueden desempeñar como los demás fieles bautizados, la misión propia de los fieles laicos consiste en santificar el mundo «como desde dentro»[9]. Y esto, no simplemente porque pasan la mayor parte de su tiempo en ocupaciones seculares o resolviendo asuntos temporales, ni tampoco porque deban “entrar” a la Iglesia para “salir” a santificar el mundo; sino por su colaboración con la gracia, que unifica, da vida e impulsa su vida cristiana ahí donde están, integrándola en la acción salvadora de Dios. En realidad, «su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana»[10].
De esta manera los fieles laicos, al realizar sus deberes profesionales, familiares, sociales, etc., cara a Dios, ordenan al mismo tiempo la realidad temporal según Dios. El Concilio Vaticano II insistía claramente en este punto: «Se equivocan los cristianos que, con el pretexto de que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno»[11].
Al tratar sobre el proceso moderno de la evolución del laicado, que llevó a estas afirmaciones del Concilio Vaticano II acerca de la vocación y misión de los fieles laicos, decía san Josemaría poco después del concilio: «Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus circunstancias personales. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio»[12].
La vocación de los ministros sagrados y de los religiosos no los exime de santificar el mundo, pero el modo en que obran esa santificación es diferente. Los ministros ordenados la realizan en el ejercicio de su propio ministerio. Y los miembros de la vida religiosa, a través de su peculiar testimonio escatológico.
En cuanto a los pastores de la Iglesia, les corresponde en primer lugar la enseñanza de la Doctrina social de la Iglesia; en segundo lugar, la formación de los fieles y de su conciencia en ese ámbito; finalmente, cuando sea necesario les corresponde el juicio moral en situaciones excepcionales de orden social o político. El discernimiento de los pastores se mueve en el plano del consejo a los fieles, no del mandato, aunque éste sería posible en circunstancias excepcionales.
Así pues, no corresponde a la Jerarquía una función directa en la organización de la sociedad. Su cometido es aportar los “auxilios morales y espirituales”, junto con la orientación de los “principios morales” que han de guiar su actividad, que los laicos llevarán a cabo «con su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas y directrices» de los pastores»[13].
La Iglesia acepta cualquier sistema social en que se respete la dignidad humana; y los fieles deben acoger el Magisterio social con una adhesión de la inteligencia, de la voluntad y de las obras[14].
Toda la misión de la Iglesia tiene como centro la caridad, es decir, el amor a Dios y al prójimo, especialmente a los más necesitados. «Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo»[15].
Libertad y responsabilidad de los laicos
La libertad y responsabilidad en las diferentes actividades sociales, políticas y culturales, dentro de la propia vocación cristiana, nos lleva a distinguir entre laicidad y laicismo. Por laicidad se entiende que el Estado es autónomo respecto a las leyes eclesiásticas; mientras el laicismo pretende una autonomía de la política respecto al orden moral y al mismo designio divino, y tiende a encerrar la religión en la esfera puramente privada. De este modo conculca el derecho a la libertad religiosa y perjudica el orden social[16].
Una sana laicidad evita dos extremos: la imposición, por parte del Estado, de una moral que decidiría sobre lo que es bueno o malo en todos los ámbitos —lo que vendría a ser equivalente a una pseudorreligión—; y su rechazo a priori de los valores morales que provienen de ámbitos culturales o religiosos que son de libre pertenencia y no deben ser gestionados desde el poder político.
Se debe, además, subrayar que es ilusorio e injusto pedir que los fieles actúen en política “como si Dios no existiese”. Es ilusorio, porque todas las personas actúan en base a sus convicciones culturales (religiosas, filosóficas, políticas, etc.), derivadas o no de una fe religiosa; son, por tanto, convicciones que influyen sobre el comportamiento social de los ciudadanos. Es injusto, porque tanto los creyentes como los no creyentes aplican sus propias doctrinas, independientemente de cuál haya sido su origen. Solo debe garantizarse que la actividad social y política se atenga a la dignidad humana y al bien común.
Actuar en política de acuerdo con la propia fe, si es coherente con la dignidad de las personas, no significa que la política esté sometida a la religión; significa que la política está al servicio de la persona y, por tanto, debe respetar las exigencias morales, que es tanto como decir que debe respetar y favorecer la dignidad de todo ser humano. En este sentido vivir el empeño político por un motivo trascendente se ajusta perfectamente a la naturaleza humana y, por eso, estimula ese empeño y produce mejores resultados.
La religión puede y debe servir como elemento crítico en lo que se refiere a los valores éticos de una sociedad. Recíprocamente, la ética puede y debe ser capaz de criticar a los creyentes de cualquier religión, en cuanto a la adecuación de sus creencias (o prácticas religiosas, o conductas ciudadanas inspiradas en su fe religiosa) a la dignidad humana y al bien común. Religión y ética deben situarse en diálogo dentro de la vida social y ciudadana.
La Iglesia y el Estado
A lo largo de la historia, los cristianos han comprendido su misión de evangelizar en el mundo de maneras diferentes. Y así también ha variado el modo en que han comprendido las relaciones institucionales entre la Iglesia y el Estado. Durante algunos siglos, el modelo que se seguía en los países cristianos era el de un Estado confesional católico, donde el poder sagrado de los reyes quedaba avalado por la autoridad espiritual de la Iglesia. Se trataba de una mutua colaboración que en muchas ocasiones llegó a quitar la libertad a la Iglesia, que quedaba de hecho sometida al poder temporal del rey. Los cambios sociopolíticos que surgieron alrededor de la Ilustración contribuyeron a la separación entre la Iglesia y el Estado, con el reconocimiento por parte de la autoridad de la Iglesia de la legitimidad de cualquier gobierno elegido democráticamente por el pueblo.
Pero el régimen de separación no es el ideal. La relación institucional entre la Iglesia y el Estado (que tienen diversidad de naturaleza y de fines) comporta, más bien, una distinción sin separación, una unión sin confusión (cfr. Mt 22,15-21 y par.). Esa relación será correcta y fructuosa si existen relaciones amistosas y colaborativas entre los dos ámbitos, si se reconoce el papel de la religión en la vida personal y social, y si se respeta el derecho de libertad religiosa.
La Iglesia ha recibido de Cristo el mandato apostólico: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19-20). Con su doctrina y con su actividad apostólica, tanto en el nivel universal como en el nivel concreto de las Iglesias particulares, ya sean occidentales u orientales, la Iglesia contribuye a la recta ordenación de las cosas temporales, de modo que sirvan al hombre para alcanzar su fin último y no lo desvíen de él.
Los medios que la Iglesia como institución utiliza para llevar a cabo su misión son, ante todo, espirituales: la predicación del Evangelio, la administración de los sacramentos, la oración. También necesita utilizar medios materiales, adecuados a la naturaleza de sus miembros, que son personas humanas (cfr. Hch 4,32-37; 1 Tm 5,18); estos medios han de ser siempre conformes al Evangelio. La Iglesia necesita además independencia para realizar su misión en el mundo, pero no un predominio de carácter político o económico[17].
El Estado es una institución que deriva de la natural sociabilidad humana, cuya finalidad es el bien común temporal de la sociedad civil. Este bien no es sólo material sino también espiritual, pues los miembros de la sociedad son personas con cuerpo y alma. El progreso social requiere, además de medios materiales, otros muchos bienes de carácter espiritual: la paz, el orden, la justicia, la libertad, la seguridad, etc. Estos bienes sólo pueden alcanzarse mediante el ejercicio de las virtudes sociales, que el Estado debe promover y tutelar (por ejemplo, la moralidad pública).
La distinción entre el ámbito religioso y político implica que el Estado no goza de “sacralidad” ni debe gobernar las conciencias, ya que el fundamento moral de la política se encuentra fuera de ella. Además, la Iglesia no posee un poder político coercitivo. En cuanto que la pertenencia a ella, desde el punto de vista civil, es voluntaria, su potestad es de carácter espiritual y no impone una única solución política. En tal modo, Estado e Iglesia se ajustan a sus propias funciones, y esto favorece la libertad religiosa y social.
De aquí derivan dos importantes derechos: el derecho a la libertad religiosa, que consiste en una inmunidad de coacción por parte del Estado en materia religiosa; y el derecho a la libertad de actuación de los católicos respecto a la jerarquía en materia temporal: «Los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos; sin embargo, al usar de esa libertad, han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia, evitando a la vez presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables»[18].
La libertad religiosa
La distinción institucional entre la Iglesia y el Estado no comporta –como se ha dicho– su total separación, ni que la Iglesia deba reducir la propia acción al ámbito privado y espiritual. Ciertamente la Iglesia «no puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia»[19]. En este sentido, la Iglesia tiene el derecho y el deber «de enseñar su doctrina sobre la sociedad, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas»[20].
Un aspecto importante de la relación entre la Iglesia y el Estado es el derecho a la libertad religiosa. Velar por el respeto de este derecho es velar por el respeto del entero orden social. El derecho a la libertad social y civil en materia religiosa, para todos los creyentes de cualquier religión, es la fuente y síntesis de todos los derechos del hombre.
En muchos países la Constitución (o sistema de leyes fundamentales que regulan el sistema de gobierno de un Estado) garantiza ampliamente la libertad religiosa de todos los ciudadanos y grupos religiosos. Además, si es posible, la Iglesia procura establecer acuerdos con el Estado, llamados en general Concordatos, en los cuales se pactan soluciones a las cuestiones concretas, como la libertad de la Iglesia y de sus entidades para ejercer su misión, convenios en materia educativa o económica, días de fiesta, etc.
Enrique Colom, Christian Mendoza y Ramiro Pellitero
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, 2104-2109; 2244-2246; 2419-2425.
— Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 74-76; y Dignitatis humanae, 1-8; 13-14.
— San Juan Pablo II, Christifideles laici, 30-XII-88, 36-44.
Lecturas recomendadas
— Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24-XI-2002.
— Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 49-55; 60-71; 189-191; 238-243; 377-427.
— San Josemaría, homilía Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 113-123.
[1] San Josemaría,Amar a la Iglesia, n. 6-
[2] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 901-913.
[3] Cf. Lumen gentium, 31.
[4] Sobre la vida consagrada, cf.Catecismo de la Iglesia Católica, 914-933
[5] Lumen gentium, 18.
[6] Ibíd., 31.
[7] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, 6.
[8] Lumen gentium, 31.
[9] Ibíd.
[10] Gaudium et spes, 43.
[11] Ibíd.
[12] San Josemaría, Conversaciones,n. 59
[13] Cf. Apostolicam actuositatem, 7.
[14] Cf. Lc 10,16; Catecismo de la Iglesia Católica, 2032 y 2037
[15] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 167.
[16] Cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 572.
[17] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2246; Compendio de la doctrina social, 426.
[18] Código de Derecho Canónico,227; cf. Gaudium et spes, 76.
[19] Deus caritas est, 28.
[20] Gaudium et spes, 76.
La Iglesia es inseparablemente humana y divina. Vive y actúa en el mundo, pero su fin y su fuerza no están en la tierra, sino en el Cielo. La Iglesia sólo busca la salvación de la humanidad, pero se preocupa también por los asuntos temporales. Cada fiel cristiano participa en la misión de la Iglesia según su condición y vocación, y los dones recibidos. Los laicos están llamados a santificar el mundo desde dentro. La Iglesia no puede ni debe sustituir al Estado, pero tampoco puede ni debe quedarse al margen.
Sumario
• La Iglesia en la historia
• La secularidad cristiana y la misión de la Iglesia
• El papel de los laicos: santificación del mundo desde dentro
• Libertad y responsabilidad de los laicos
• La Iglesia y el Estado
• La libertad religiosa
• Bibliografía básica
La Iglesia se presenta ante el mundo como la comunidad de los discípulos de Jesús. Creemos que Cristo es el Hijo de Dios hecho carne, el rostro humano de Dios, que sigue actuando junto con el Espíritu Santo en la misión de la Iglesia, siguiendo el proyecto divino de la salvación.
«La Iglesia es, por tanto, inseparablemente humana y divina. Es sociedad divina por su origen, sobrenatural por su fin y por los medios que próximamente se ordenan a ese fin; pero, en cuanto se compone de hombres, es una comunidad humana (León XIII, Satis cognitum). Vive y actúa en el mundo, pero su fin y su fuerza no están en la tierra, sino en el Cielo»[1].
Todos los seres creados llevan la huella de Dios, especialmente las personas, creadas a su imagen y semejanza. Además, ya desde el Antiguo Testamento se ve que Dios ha establecido un orden de realidades que llamamos “sagradas”, a través de determinados signos que pueden ser algunas personas (ministros sagrados) o realidades materiales (el templo y los demás objetos apartados del uso común para el servicio a Dios). Al lado de estas “realidades sagradas”, cuyo sentido es el culto, se sitúa el ámbito de las realidades creadas (como son el trabajo, la familia, la cultura y las relaciones sociales, económicas y políticas, etc.) que llamamos “profanas” o “seculares”. Pero no debe pensarse que lo sagrado es relativo a Dios y que lo profano es ajeno a Dios.
Con la Encarnacióndel Hijo de Dios, las realidades profanas pueden ser vividas en unión con Él, por la acción del Espíritu Santo, a través de la fe y los sacramentos. Y así todas esas realidades pueden ser también, sin necesidad de apartarlas de su uso corriente, un medio de colaboración con la redención y un medio de santificación. A esto se llama la “secularidad cristiana” (de saeculum =siglo o mundo). Los cristianos amamos el mundo, ante todo, porque ha sido creado por Dios. Y procuramos llevarlo a Dios, sabiendo que también en el mundo está presente el pecado; pero que la gracia de Dios sana y eleva esa realidad.
La Iglesia en la historia
La Iglesia, como comunidad humana y social, está y vive en el mundo. Iglesia y mundo se relacionan estrechamente, pero no se identifican. El mundo no es un espacio ajeno a Dios, pero su sentido no se agota en lo terreno, porque está llamado en Cristo a un nuevo modo de existencia, que Jesús llama el “Reino de Dios”. Este reino no es una realidad política, sino espiritual. El mundo no es independiente de Dios, como afirma el laicismo queriendo relegar la religión al ámbito de lo privado e irrelevante.
A la vez, el mundo posee una autonomía respecto a la Iglesia como institución eclesiástica. Jesús dijo: «Dad al César lo que es del César» (Mt 22,21). No hay una solución cristiana oficial para todos los asuntos del mundo, sino diversas soluciones concretas. Y la Iglesia no se identifica con ningún orden histórico concreto: con ninguna ideología, régimen político, económico o social. Esto, como hemos dicho, no significa que los valores terrenos sean independientes de Dios. En la visión cristiana del mundo todo es don de Dios y el mundo está llamado a ser un camino para conocer y amar a Dios; y, como consecuencia, para amar al prójimo y servir a la unidad del género humano.
La misión de la Iglesia no es un proyecto político ni tampoco aspira a “sacralizar” el mundo, sino que es una misión religiosa: sólo busca la salvación de la humanidad, salvación que va más allá del bienestar o de la justicia terrena. Al mismo tiempo, la Iglesia se preocupa también por los asuntos temporales: porque la persona no es un abstracto, sino alguien situado en un contexto familiar y social, laboral y económico, y porque el mensaje del Evangelio pide la redención de la entera realidad con la promoción de la justicia y de la paz, de modo que el Reino de Dios se pueda ir edificando en la historia.
La Iglesia recuerda a todos la provisionalidad de los logros temporales. Lo que hacemos los hombres requiere ser mejorado, completado y transformado finalmente por Dios. Y así puede formar parte de ese mundo nuevo que corresponde al Reino.
Por esos motivos la Iglesia, también institucionalmente, se ocupa de las cuestiones sociales y temporales, no en sus aspectos técnicos y contingentes, sino en cuanto pueden impedir la unión con Dios y la vida eterna. El principal obstáculo para esto es el pecado, y todo pecado es personal. Las consecuencias del pecado pueden llegar a constituir en el ambiente social verdaderas “estructuras de pecado”, que impiden a los hombres alcanzar la verdad y el bien común, la vida de la gracia y el amor a Dios y al prójimo. Por eso, cuando la Iglesia enseña su Doctrina social, no se sale de su misión propia, sino que la afronta en medio de la complejidad del mundo presente y tratando de mediar en el diálogo entre las culturas y las religiones.
La secularidad cristiana y la misión de la Iglesia
Como hemos señalado, la visión cristiana del mundo, que la Iglesia anuncia y enseña, se llama secularidad cristiana o también “dimensión secular” de lo cristiano y de la Iglesia. La secularidad cristiana tiene su raíz en el hecho de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre en un tiempo y cultura determinados. Y se realiza de formas diversas en todos los cristianos. El magisterio de la Iglesia enseña: «Todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas» (Christifideles laici, n. 15).
En relación con esto puede verse el hecho de que en la Iglesia hay una pluralidad de posiciones personales que comportan a su vez diversos modos de relación con el mundo. El Concilio Vaticano II lo apunta cuando usa expresiones diferenciadoras: pastores, laicos y religiosos participan en la misión de la Iglesia cada uno a su modo, de modo peculiar o por su parte.
La misión de la Iglesia es única y la misma para todos los bautizados: la gloria de Dios (que Dios sea conocido, reconocido y amado) y la salvación de las personas por medio del encuentro personal con Cristo. Esta misión se puede llamar también evangelización, en cuanto que anuncia el mensaje de salvación que Cristo nos ha traído: Evangelio quiere decir “buena noticia” de esa salvación.
Esto depende de la propia vocación y misión de cada uno[2]. Los laicos ejercen el triple oficio salvífico de Cristo y realizan la Misión “como desde dentro”[3] de las realidades seculares, es decir, en el modo “ordinario” de relación con el mundo (y que comparten con los no cristianos). La vida religiosa implica un modo propio de testimonio (que se expresa con la “profesión” de los consejos evangélicos), necesario para la Iglesia y el mundo, de la trascendencia del Reino de Dios al que aspiramos[4]. Y respecto a los ministros sagrados, dice el Vaticano II: «Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo»[5]; «Los pastores están destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación»[6]. Esa es su manera propia de participar en la Misión.
Así pues, cada fiel cristiano participa en la misión de la Iglesia según su condición y vocación, y los dones recibidos, entre los cuales se cuentan los sacramentos y los carismas. De ello dependen también las tareasque corresponden a cada uno, dentro de la única Misión de la Iglesia.
Todos los fieles cristianos, en virtud de su bautismo, están capacitados para diversas tareas dentro de la misión evangelizadora de la Iglesia.
Estas tareas se pueden distribuir en tres ámbitos[7]: A) hacia dentro de la Iglesia misma (apostolado de los cristianos o “pastoral” ordinaria); B) “hacia fuera”, es decir, las relaciones con otras religiones y con los no creyentes; C) el ámbito del ecumenismo (relaciones con los cristianos no católicos, en orden a procurar la unidad de los cristianos). Es importante subrayar que en cualquiera de las tareas en que participan los fieles lo hacen de acuerdo con su propia vocación y misión.
Hay tareas eclesiales en las que puede participar cualquier bautizado y que pueden situarse en relación con la fe (como la catequesis o la enseñanza escolar de la religión), con el culto (participación en la liturgia), con la caridad (como la atención a los más necesitados) y en general con la vida de la Iglesia (como la participación en consejos o sínodos para ayudar a la toma de decisiones pastorales). También pueden los fieles colaborar con los pastores de la Iglesia en tareas para las que estén profesionalmente capacitados, por ejemplo, en el ámbito económico, jurídico, etc., incluyendo determinadas tareas de gobierno.
Algunas de esas tareas (que no requieren el sacramento del orden) pueden ser establecidas y supervisadas oficialmente por la Iglesia como “ministerios instituidos” (no ordenados). Por participar en estas tareas, los fieles laicos no son ni más laicos ni menos laicos. A la vez, debe cuidarse que las desempeñen de acuerdo con su propia vocación y misión, de modo que no se les confunda con los pastores de la Iglesia.
El papel de los laicos: santificación del mundo desde dentro
Los fieles laicos, por la gracia del bautismo y los carismas otorgados por el Espíritu Santo, han recibido de Dios la vocación y misión propias de «buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios»[8].
En consecuencia, además de diversas tareas que pueden desempeñar como los demás fieles bautizados, la misión propia de los fieles laicos consiste en santificar el mundo «como desde dentro»[9]. Y esto, no simplemente porque pasan la mayor parte de su tiempo en ocupaciones seculares o resolviendo asuntos temporales, ni tampoco porque deban “entrar” a la Iglesia para “salir” a santificar el mundo; sino por su colaboración con la gracia, que unifica, da vida e impulsa su vida cristiana ahí donde están, integrándola en la acción salvadora de Dios. En realidad, «su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana»[10].
De esta manera los fieles laicos, al realizar sus deberes profesionales, familiares, sociales, etc., cara a Dios, ordenan al mismo tiempo la realidad temporal según Dios. El Concilio Vaticano II insistía claramente en este punto: «Se equivocan los cristianos que, con el pretexto de que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno»[11].
Al tratar sobre el proceso moderno de la evolución del laicado, que llevó a estas afirmaciones del Concilio Vaticano II acerca de la vocación y misión de los fieles laicos, decía san Josemaría poco después del concilio: «Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus circunstancias personales. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio»[12].
La vocación de los ministros sagrados y de los religiosos no los exime de santificar el mundo, pero el modo en que obran esa santificación es diferente. Los ministros ordenados la realizan en el ejercicio de su propio ministerio. Y los miembros de la vida religiosa, a través de su peculiar testimonio escatológico.
En cuanto a los pastores de la Iglesia, les corresponde en primer lugar la enseñanza de la Doctrina social de la Iglesia; en segundo lugar, la formación de los fieles y de su conciencia en ese ámbito; finalmente, cuando sea necesario les corresponde el juicio moral en situaciones excepcionales de orden social o político. El discernimiento de los pastores se mueve en el plano del consejo a los fieles, no del mandato, aunque éste sería posible en circunstancias excepcionales.
Así pues, no corresponde a la Jerarquía una función directa en la organización de la sociedad. Su cometido es aportar los “auxilios morales y espirituales”, junto con la orientación de los “principios morales” que han de guiar su actividad, que los laicos llevarán a cabo «con su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas y directrices» de los pastores»[13].
La Iglesia acepta cualquier sistema social en que se respete la dignidad humana; y los fieles deben acoger el Magisterio social con una adhesión de la inteligencia, de la voluntad y de las obras[14].
Toda la misión de la Iglesia tiene como centro la caridad, es decir, el amor a Dios y al prójimo, especialmente a los más necesitados. «Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo»[15].
Libertad y responsabilidad de los laicos
La libertad y responsabilidad en las diferentes actividades sociales, políticas y culturales, dentro de la propia vocación cristiana, nos lleva a distinguir entre laicidad y laicismo. Por laicidad se entiende que el Estado es autónomo respecto a las leyes eclesiásticas; mientras el laicismo pretende una autonomía de la política respecto al orden moral y al mismo designio divino, y tiende a encerrar la religión en la esfera puramente privada. De este modo conculca el derecho a la libertad religiosa y perjudica el orden social[16].
Una sana laicidad evita dos extremos: la imposición, por parte del Estado, de una moral que decidiría sobre lo que es bueno o malo en todos los ámbitos —lo que vendría a ser equivalente a una pseudorreligión—; y su rechazo a priori de los valores morales que provienen de ámbitos culturales o religiosos que son de libre pertenencia y no deben ser gestionados desde el poder político.
Se debe, además, subrayar que es ilusorio e injusto pedir que los fieles actúen en política “como si Dios no existiese”. Es ilusorio, porque todas las personas actúan en base a sus convicciones culturales (religiosas, filosóficas, políticas, etc.), derivadas o no de una fe religiosa; son, por tanto, convicciones que influyen sobre el comportamiento social de los ciudadanos. Es injusto, porque tanto los creyentes como los no creyentes aplican sus propias doctrinas, independientemente de cuál haya sido su origen. Solo debe garantizarse que la actividad social y política se atenga a la dignidad humana y al bien común.
Actuar en política de acuerdo con la propia fe, si es coherente con la dignidad de las personas, no significa que la política esté sometida a la religión; significa que la política está al servicio de la persona y, por tanto, debe respetar las exigencias morales, que es tanto como decir que debe respetar y favorecer la dignidad de todo ser humano. En este sentido vivir el empeño político por un motivo trascendente se ajusta perfectamente a la naturaleza humana y, por eso, estimula ese empeño y produce mejores resultados.
La religión puede y debe servir como elemento crítico en lo que se refiere a los valores éticos de una sociedad. Recíprocamente, la ética puede y debe ser capaz de criticar a los creyentes de cualquier religión, en cuanto a la adecuación de sus creencias (o prácticas religiosas, o conductas ciudadanas inspiradas en su fe religiosa) a la dignidad humana y al bien común. Religión y ética deben situarse en diálogo dentro de la vida social y ciudadana.
La Iglesia y el Estado
A lo largo de la historia, los cristianos han comprendido su misión de evangelizar en el mundo de maneras diferentes. Y así también ha variado el modo en que han comprendido las relaciones institucionales entre la Iglesia y el Estado. Durante algunos siglos, el modelo que se seguía en los países cristianos era el de un Estado confesional católico, donde el poder sagrado de los reyes quedaba avalado por la autoridad espiritual de la Iglesia. Se trataba de una mutua colaboración que en muchas ocasiones llegó a quitar la libertad a la Iglesia, que quedaba de hecho sometida al poder temporal del rey. Los cambios sociopolíticos que surgieron alrededor de la Ilustración contribuyeron a la separación entre la Iglesia y el Estado, con el reconocimiento por parte de la autoridad de la Iglesia de la legitimidad de cualquier gobierno elegido democráticamente por el pueblo.
Pero el régimen de separación no es el ideal. La relación institucional entre la Iglesia y el Estado (que tienen diversidad de naturaleza y de fines) comporta, más bien, una distinción sin separación, una unión sin confusión (cfr. Mt 22,15-21 y par.). Esa relación será correcta y fructuosa si existen relaciones amistosas y colaborativas entre los dos ámbitos, si se reconoce el papel de la religión en la vida personal y social, y si se respeta el derecho de libertad religiosa.
La Iglesia ha recibido de Cristo el mandato apostólico: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19-20). Con su doctrina y con su actividad apostólica, tanto en el nivel universal como en el nivel concreto de las Iglesias particulares, ya sean occidentales u orientales, la Iglesia contribuye a la recta ordenación de las cosas temporales, de modo que sirvan al hombre para alcanzar su fin último y no lo desvíen de él.
Los medios que la Iglesia como institución utiliza para llevar a cabo su misión son, ante todo, espirituales: la predicación del Evangelio, la administración de los sacramentos, la oración. También necesita utilizar medios materiales, adecuados a la naturaleza de sus miembros, que son personas humanas (cfr. Hch 4,32-37; 1 Tm 5,18); estos medios han de ser siempre conformes al Evangelio. La Iglesia necesita además independencia para realizar su misión en el mundo, pero no un predominio de carácter político o económico[17].
El Estado es una institución que deriva de la natural sociabilidad humana, cuya finalidad es el bien común temporal de la sociedad civil. Este bien no es sólo material sino también espiritual, pues los miembros de la sociedad son personas con cuerpo y alma. El progreso social requiere, además de medios materiales, otros muchos bienes de carácter espiritual: la paz, el orden, la justicia, la libertad, la seguridad, etc. Estos bienes sólo pueden alcanzarse mediante el ejercicio de las virtudes sociales, que el Estado debe promover y tutelar (por ejemplo, la moralidad pública).
La distinción entre el ámbito religioso y político implica que el Estado no goza de “sacralidad” ni debe gobernar las conciencias, ya que el fundamento moral de la política se encuentra fuera de ella. Además, la Iglesia no posee un poder político coercitivo. En cuanto que la pertenencia a ella, desde el punto de vista civil, es voluntaria, su potestad es de carácter espiritual y no impone una única solución política. En tal modo, Estado e Iglesia se ajustan a sus propias funciones, y esto favorece la libertad religiosa y social.
De aquí derivan dos importantes derechos: el derecho a la libertad religiosa, que consiste en una inmunidad de coacción por parte del Estado en materia religiosa; y el derecho a la libertad de actuación de los católicos respecto a la jerarquía en materia temporal: «Los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos; sin embargo, al usar de esa libertad, han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia, evitando a la vez presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables»[18].
La libertad religiosa
La distinción institucional entre la Iglesia y el Estado no comporta –como se ha dicho– su total separación, ni que la Iglesia deba reducir la propia acción al ámbito privado y espiritual. Ciertamente la Iglesia «no puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia»[19]. En este sentido, la Iglesia tiene el derecho y el deber «de enseñar su doctrina sobre la sociedad, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas»[20].
Un aspecto importante de la relación entre la Iglesia y el Estado es el derecho a la libertad religiosa. Velar por el respeto de este derecho es velar por el respeto del entero orden social. El derecho a la libertad social y civil en materia religiosa, para todos los creyentes de cualquier religión, es la fuente y síntesis de todos los derechos del hombre.
En muchos países la Constitución (o sistema de leyes fundamentales que regulan el sistema de gobierno de un Estado) garantiza ampliamente la libertad religiosa de todos los ciudadanos y grupos religiosos. Además, si es posible, la Iglesia procura establecer acuerdos con el Estado, llamados en general Concordatos, en los cuales se pactan soluciones a las cuestiones concretas, como la libertad de la Iglesia y de sus entidades para ejercer su misión, convenios en materia educativa o económica, días de fiesta, etc.
Enrique Colom, Christian Mendoza y Ramiro Pellitero
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, 2104-2109; 2244-2246; 2419-2425.
— Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 74-76; y Dignitatis humanae, 1-8; 13-14.
— San Juan Pablo II, Christifideles laici, 30-XII-88, 36-44.
Lecturas recomendadas
— Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24-XI-2002.
— Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 49-55; 60-71; 189-191; 238-243; 377-427.
— San Josemaría, homilía Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 113-123.
[1] San Josemaría,Amar a la Iglesia, n. 6-
[2] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 901-913.
[3] Cf. Lumen gentium, 31.
[4] Sobre la vida consagrada, cf.Catecismo de la Iglesia Católica, 914-933
[5] Lumen gentium, 18.
[6] Ibíd., 31.
[7] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, 6.
[8] Lumen gentium, 31.
[9] Ibíd.
[10] Gaudium et spes, 43.
[11] Ibíd.
[12] San Josemaría, Conversaciones,n. 59
[13] Cf. Apostolicam actuositatem, 7.
[14] Cf. Lc 10,16; Catecismo de la Iglesia Católica, 2032 y 2037
[15] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 167.
[16] Cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 572.
[17] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2246; Compendio de la doctrina social, 426.
[18] Código de Derecho Canónico,227; cf. Gaudium et spes, 76.
[19] Deus caritas est, 28.
[20] Gaudium et spes, 76.
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