r Otros Autores 24 abril, 2023 en Espiritualidad,
Naturaleza del sacrificio; cómo los sacrificios antiguos no eran más que figuras; la inmolación del Calvario, única realidad; valor infinito de esta oblación
Tomado de “Jesucristo, vida del Alma”
Dom Columba Marmion
Jesucristo comienza el ejercicio de su sacerdocio desde la Encarnación. «Todo pontífice ha sido, en efecto, instituido para ofrecer dones y sacrificios» (Heb 5,1); por eso convenía, o mejor dicho, era necesario que Cristo, pontífice supremo, tuviera también alguna cosa que ofrecer. ¿Qué es lo que va a ofrecer? ¿Cuál es la materia de su sacrificio? Veamos y consideremos lo que se ofrecía antes de El.
El sacrificio pertenece a la esencia misma de la religión; es tan antiguo como ella.
Desde que hay criaturas, parece justo y equitativo que reconozcan la soberanía divina, en eso consiste uno de los elementos de la virtud de religión, que es, a su vez, una manifestación de la virtud de justicia. Dios es el ser subsistente por sí mismo y contiene en sí toda la razón de ser de su existencia, es el ser necesario, independiente de todo otro ser, mientras que la esencia de la criatura consiste en depender de Dios. Para que la criatura exista, salga de la nada y se conserve en la existencia, para que luego pueda desplegar su actividad, necesita el concurso de Dios. Para conformarse, pues, con la verdad de su naturaleza, la criatura debe confesar y reconocer esta dependencia; y esta confesión y reconocimiento es la adoración. Adorar es reconocer con humildad la soberanía de Dios: «Venid, adoremos al Señor y postrémonos ante El… Porque El nos ha formado y no nosotros a nosotros mismos» (Sal 94,6, y Sal 99,3).
A decir verdad, en presencia de Dios, nuestra humillación debería llegar al anonadamiento, lo cual constituiría el homenaje supremo, aunque ni siquiera este anonadamiento seria bastante para expresar convenientemente nuestra condición de simples criaturas y la trascendencia infinita del Ser divino. Mas como Dios nos ha dado la existencia, no tenemos derecho a destruirnos por la inmolación de nosotros mismos, por el sacrificio de nuestra vida. El hombre se hace sustituir por otras criaturas, principalmente por las que sirven al sostenimiento de su existencia, como el pan, el vino, los frutos, los animales (Secreta del Jueves después del Domingo de Pasión). Por la ofrenda, la inmolación o la destrucción de esas cosas, el hombre reconoce la infinita majestad del Ser supremo, y eso es el sacrificio. Después del pecado, el sacrificio, a sus otros caracteres, une el de ser expiatorio.
Los primeros hombres ofrecían frutos, e inmolaban lo mejor que tenían en sus rebaños, para testimonar así que Dios era dueño soberano de todas las cosas.
Más tarde, Dios mismo determinó las formas del sacrificio en la ley mosaica. Existían, en primer lugar, los holocaustos, sacrificios de adoración; la víctima era enteramente consumida; había los sacrificios pacíficos, de acción de gracias o de petición: una parte de la víctima era quemada, otra reservada a los sacerdotes, y la tercera se daba a aquellos por quienes se ofrecía el sacrificio. Se ofrecían finalmente -y éstos eran los más importantes de todos- sacrificios expiatorios por el pecado.
Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras (1Cor 10,11); «imperfectos y pobres rudimentos» (Gál 4,9); no agradaban a Dios sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser digno de El: el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz. [Deus… legalium differentiam hostiarum unius sacrificii perfectione sanxisti. Secreta del 7º Domingo después de Pentecostés].
De todos los símbolos, el más expresivo era el sacrificio de expiación, ofrecido una vez al año por el gran sacerdote en nombre de todo el pueblo de Israel, y en el cual la víctima sustituía al pueblo (Lev 15,9 y 16). ¿Qué vemos, en efecto? -Una víctima presentada a Dios por el sumo sacerdote. Este, revestido de los ornamentos sacerdotales, impone primero las manos sobre la víctima, mientras la muchedumbre del pueblo permanece postrada en actitud de adoración. ¿Qué significaba este rito simbólico? -Que la víctima sustituía a los fieles; representábalos delante de Dios, cargada, por decirlo así, con todos los pecados del pueblo. [Dios mismo, en el Levítico, había declarado que era El el autor de esta sustitución. Lev 17, 11]. Luego la víctima es inmolada por el sumo sacerdote, y este golpe, esta inmolación hiere moralmente a la multitud, que reconoce y deplora sus crimenes delante de Dios, dueño soberano de la vida y de la muerte. Después, la víctima puesta sobre la pira, es quemada y sube ante el trono de Dios, in odorem suavitatis símbolo de la ofrenda que el pueblo debía hacer de sí mismo a Aquel que es, no sólo su primer principio, sino también su último fin. El sumo sacerdote, habiendo rociado los ángulos del altar con la sangre de la víctima, penetra en el santo de los santos para derramarla también delante del arca de la Alianza, y a continuación de este sacrificio, Dios renovaba el pacto de amistad que había concertado con su pueblo.
Todo esto, ya os lo he dicho, no era más que alegoría. ¿En qué consiste la realidad? -En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario, Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor (Ef 5,2). Cristo ha sido propuesto por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria en virtud de su sangre, por medio de la fe (Rom 3,25).
Pero notad bien que Cristo Jesús consumó su sacrificio en la cruz. Lo inauguró desde su Encarnación, aceptando el ofrecerse a sí mismo por todos los hombres.- Ya sabéis que el más mínimo padecimiento de Cristo, considerado en sí mismo, hubiera bastado para salvar al género humano; siendo Dios, sus acciones tenían, a causa de la dignidad de la persona divina, un valor infinito. Pero el Padre Eterno ha querido, en su sabiduría incomprensible, que Cristo nos rescatase con una muerte sangrienta en la Cruz. Ahora bien, nos dice expresamente San Pablo que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado. Oigamos a San Pablo: «Cristo, entrando en el mundo, dice a su Padre: No quisiste ni víctimas ni ofrendas, pero me adaptaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí… Vengo, oh Dios mío, a hacer tu voluntad» (Heb 10,5 y 8-9). Y habiendo comenzado así la obra de su sacerdocio por la perfecta aceptación de la voluntad de su Padre y la oblación de sí mismo, Jesucristo consumó el sacrificio sobre la Cruz con una muerte sangrienta. Inauguró su Pasión renovando la oblación total que había hecho de sí mismo en el momento de la Encarnación. «Padre, dijo al ver el cáliz de dolores que se le presentaba, no lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres»; y su última palabra antes de expirar será: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).
Considerad por algunos instantes este sacrificio y veréis que Jesucristo realizó el acto más sublime y rindió a Dios su Padre el homenaje más perfecto.- El pontífice es El, Dios-Hombre, Hijo muy amado. Es verdad que ofreció el sacrificio de su naturaleza humana, puesto que sólo el hombre puede morir; es verdad también que esta oblación fue limitada en su duración histórica; pero el pontífice que la ofrece es una persona divina, y esta dignidad confiere a la inmolación un valor infinito.- La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El, cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado en vez de nosotros; nos ha sustituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados.·«Dios cargó sobre El las iniquidades de todos nosotros» (Is 53,6).- Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor: «No se le ha quitado la vida sino porque El ha querido» (Jn 5,18); y El lo ha querido únicamente «porque ama a su Padre». «Obro así para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31).
De esta inmolación de un Dios, inmolación voluntaria y amorosa, ha resultado la salvación del género humano: la muerte de Jesús nos rescata, nos reconcilia con Dios, restablece la alianza de donde se derivan para nosotros todos los bienes, nos abre las puertas del cielo, nos hace herederos de la vida eterna. Este sacrificio basta ya para todo; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios. En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables: «Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados» (Heb 10,14).
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