domingo, 28 de agosto de 2022

PRECURSOR DEL NACIMIENTO Y DE LA MUERTE DE CRISTO De la homilía 23 de san Beda el Venerable - «¿TAMBIÉN VOSOTROS QUERÉIS MARCHAROS?» Benedicto XVI, Ángelus del 23 de agosto de 2009

 


PRECURSOR DEL NACIMIENTO
Y DE LA MUERTE DE CRISTO
De la homilía 23 de san Beda el Venerable

El santo Precursor del nacimiento, de la predicación y de la muerte del Señor mostró en el momento de la lucha suprema una fortaleza digna de atraer la mirada de Dios, ya que, como dice la Escritura, la gente pensaba que cumplía una pena, pero él esperaba de lleno la inmortalidad. Con razón celebramos su día natalicio, que él ha solemnizado con su martirio y adornado con el fulgor purpúreo de su sangre; con razón veneramos con gozo espiritual la memoria de aquel que selló con su martirio el testimonio que había dado del Señor.

No debemos poner en duda que san Juan sufrió la cárcel y las cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro Redentor, de quien fue precursor, ya que, si bien su perseguidor no lo forzó a que negara a Cristo, sí trató de obligarlo a que callara la verdad; ello es suficiente para afirmar que murió por Cristo.

Cristo, en efecto, dice: Yo soy la verdad; por consiguiente, si Juan derramó su sangre por la verdad, la derramó por Cristo; y él, que precedió a Cristo en su nacimiento, en su predicación y en su bautismo, anunció también con su martirio, anterior al de Cristo, la pasión futura del Señor.

Este hombre tan eximio terminó, pues, su vida derramando su sangre, después de un largo y penoso cautiverio. Él, que había evangelizado la libertad de una paz que viene de arriba, fue encarcelado por unos hombres malvados; fue encerrado en la oscuridad de un calabozo aquel que vino a dar testimonio de la luz y a quien Cristo, la luz en persona, dio el título de «lámpara que arde y brilla»; fue bautizado en su propia sangre aquel a quien fue dado bautizar al Redentor del mundo, oír la voz del Padre que resonaba sobre Cristo y ver la gracia del Espíritu Santo que descendía sobre él. Mas, a él, todos aquellos tormentos temporales no le resultaban penosos, sino más bien leves y agradables, ya que los sufría por causa de la verdad y sabía que habían de merecerle un premio y un gozo sin fin.

La muerte -que de todas maneras había de acaecerle por ley natural- era para él algo apetecible, teniendo en cuenta que la sufría por la confesión del nombre de Cristo y que con ella alcanzaría la palma de la vida eterna. Bien lo dice el Apóstol: A vosotros se os ha concedido la gracia de estar del lado de Cristo, no sólo creyendo en él, sino sufriendo por él. El mismo Apóstol explica, en otro lugar, por qué sea un don el hecho de sufrir por Cristo: Los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá.

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«¿TAMBIÉN VOSOTROS QUERÉIS MARCHAROS?»
Benedicto XVI, Ángelus del 23 de agosto de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Desde hace algunos domingos, la liturgia propone a nuestra reflexión el capítulo VI del evangelio de san Juan, en el que Jesús se presenta como el «pan de la vida bajado del cielo» y añade: «Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». A los judíos que discuten ásperamente entre sí preguntándose: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?» -y el mundo sigue discutiendo-, Jesús recalca en todo tiempo: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,51-53); motivo también para que reflexionemos si hemos entendido realmente este mensaje.

Hoy, XXI domingo del tiempo ordinario [Ciclo B], meditamos la parte conclusiva de este capítulo, en el que el cuarto evangelista refiere la reacción de la gente y de los discípulos mismos, escandalizados por las palabras del Señor, hasta el punto de que muchos, después de haberlo seguido hasta entonces, exclaman: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). Desde ese momento «muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6,66), y lo mismo sucede continuamente en distintos períodos de la historia. Se podría esperar que Jesús buscara arreglos para hacerse comprender mejor, pero no atenúa sus afirmaciones; es más, se vuelve directamente a los Doce diciendo: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67).

Esta provocadora pregunta no se dirige sólo a los interlocutores de entonces, sino que llega a los creyentes y a los hombres de toda época. También hoy no pocos se «escandalizan» ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece «dura», demasiado difícil de acoger y poner en práctica. Hay entonces quien la rechaza y abandona a Cristo; hay quien intenta «adaptar» su palabra a las modas de los tiempos desnaturalizando su sentido y valor. «¿También vosotros queréis marcharos?». Esta inquietante provocación resuena en nuestro corazón y espera de cada uno una respuesta personal; es una pregunta dirigida a cada uno de nosotros. Jesús no se conforma con una pertenencia superficial y formal, no le basta con una primera adhesión entusiasta; al contrario, es necesario tomar parte durante toda la vida «en su pensar y en su querer». Seguirlo llena el corazón de alegría y da pleno sentido a nuestra existencia, pero implica dificultades y renuncias porque con mucha frecuencia se debe ir a contracorriente.

«¿También vosotros queréis marcharos?». A la pregunta de Jesús, Pedro responde en nombre de los Apóstoles, de los creyentes de todos los siglos: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros podemos y queremos repetir en este momento la respuesta de Pedro, ciertamente conscientes de nuestra fragilidad humana, de nuestros problemas y dificultades, pero confiando en la fuerza del Espíritu Santo, que se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesús. La fe es don de Dios al hombre y es, al mismo tiempo, confianza libre y total del hombre en Dios; la fe es escucha dócil de la palabra del Señor, que es «lámpara» para nuestros pasos y «luz» en nuestro camino (cf. Sal 119,105). Si abrimos con confianza el corazón a Cristo, si nos dejamos conquistar por él, podemos experimentar también nosotros, como por ejemplo el santo cura de Ars, que «nuestra única felicidad en esta tierra es amar a Dios y saber que él nos ama». Pidamos a la Virgen María que mantenga siempre viva en nosotros esta fe impregnada de amor, que hizo de ella, humilde muchacha de Nazaret, la Madre de Dios y madre y modelo de todos los creyentes.



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