miércoles, 24 de agosto de 2022

«EL CUERPO DEL SEÑOR» Meditación sobre la Admonición I de san Francisco por Kajetan Esser, o.f.m.- III. LA EUCARISTÍA, CENTRO DE LA VIDA CRISTIANA

 


«EL CUERPO DEL SEÑOR»
Meditación sobre la Admonición I de san Francisco
por Kajetan Esser, o.f.m.
(3a) TERCERA PARTE.
III. LA EUCARISTÍA, CENTRO DE LA VIDA CRISTIANA.
En la plenitud de los tiempos, Dios se manifestó a los hombres, es decir -como enseña san Francisco- se hizo visible, audible, comprensible en su Hijo humanado. En la vida de Cristo se nos hizo visible el camino de Dios hasta nosotros y también nuestro camino hacia Dios, de manera que podemos caminar por este camino hasta Él.
La voluntad salvífica de Dios se nos hizo comprensible, audible, en Cristo, en la buena noticia de su mensaje; en Cristo se realizó también completamente nuestra obediencia a la voluntad de Dios, de manera que podemos aceptar esta verdad y responder eficazmente a este mensaje. En Cristo, por último, se hace comprensible la nueva situación del hombre ante Dios; Dios nos da nuestro nuevo ser y una vida nueva, de manera que podemos asumirla y realizarla.
Cristo es, por ello, como se dice al inicio de esta Admonición, «el camino, la verdad y la vida». Esto precisamente es lo que debemos encontrar en la fe, en la esperanza y en el amor, en su presencia humano-divina. Pero el camino, la verdad y la vida se prolonga para el hombre que cree, que espera, que ama, en el sacramento del cuerpo de Cristo. Cristo sigue siendo en este sacramento el camino hacia el Padre que nosotros podemos y debemos andar: «El que cree en mí, tiene la vida eterna» (Jn 6,47). En este sacramento se realiza para nosotros la voluntad salvífica de Dios y el deseo de salvación del hombre, y se consuma, si el hombre lo acepta, un maravilloso intercambio.
Vida eterna y condenación eterna: una y otra dependen de si el hombre participa o no en la celebración del sacramento en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por esta razón continúa insistiéndonos Francisco al final de su Admonición:
«Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? (cf. Jn 9,35). Ved que diariamente se humilla (cf. Flp 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero.
»Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28, 20)» (vv. 14-22).
Anonadamiento de Cristo en la Eucaristía
Tras haber leído el texto, lleno de alusiones a la herejía de los cátaros, expliquemos el sentido, que sigue teniendo plena validez, de sus diversas frases.
«Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios?»
El pensamiento de que haya hombres que comen y beben su propia condenación, afecta profundamente al alma del Santo seráfico. Con una apremiante exhortación, se dirige a sus oyentes, a nosotros.
Ve, ante todo, dos peligros. El primero, que los hombres permanezcan duros de corazón. Cuando el hombre se mantiene indiferente y no se abre a la acción salvífica de Dios, no puede darse y realizarse la salvación en su vida.
Esta dureza de corazón existe cuando el hombre se opone a Dios, con la arrogancia o la soberbia, o con la autocracia y la presunción, y no en último término cuando el hombre valora las cosas terrenas por encima de Dios. Es también duro de corazón el hombre que quiere disponer él solo de sí mismo y no se confía a Dios para que Éste disponga de él como Señor.
El segundo peligro consiste en que el hombre no quiera reconocer la verdad y no crea en el Hijo de Dios, presente en la Eucaristía. Este peligro se convirtió en una realidad concreta en tiempo de san Francisco mediante los peligrosos errores de los cátaros, los «herejes» por excelencia del Medioevo. El motivo histórico de esta Admonición fue precisamente poner en guardia contra estas doctrinas heréticas.
Con estas palabras, Francisco quiere confirmar a sus hermanos en la fe católica. Pero, aparte esta motivación histórica concreta, este segundo peligro sigue dándose siempre, tanto mediante doctrinas erróneas como mediante una actitud peligrosa. Cuando el cristiano se habitúa a la cercanía del Señor por la cotidianez, la fe se convierte en una rutina. Francisco dirige esta apremiante llamada contra ambos peligros:
«Ved que diariamente se humilla (cf. Flp 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote».
Aquí deberíamos considerar ya propiamente todo el pasaje conclusivo de esta Admonición. Es realmente uno de esos esbozos de toda la historia de la salvación que tan frecuentemente encontramos en san Francisco, enfocado en el presente caso a nuestro tema. Veámoslo, con todo, en sus expresiones más significativas.
En primer lugar, Francisco mira a Cristo sentado en su trono real, como el «Señor de la majestad» (2 Cel 198), Dios y Señor eternamente. Pero Cristo descendió al seno de la Virgen, se hizo hombre, y nos redimió con su anonadamiento (cf. Fil 2,6ss).
Ante esta humildad del Señor, Francisco está embargado de maravilloso estupor. «Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84).
Francisco ve esta misma humildad, este mismo anonadamiento también en el «sacramento del cuerpo de Cristo». En este sacramento, el Señor glorioso, que está sentado en el trono real a la derecha del Padre, se humilla cada día por nuestra Salvación, cuando se abaja y se hace presente entre nosotros como «El Humilde». Él es, pues, cada día, la manifestación y revelación del amor paterno de Dios hacia nosotros, como camino, verdad y vida, cuando «desciende del seno del Padre al altar».
¿Puede el cristiano, si cree «en el Hijo de Dios», permanecer con un «corazón duro» ante semejante amor? Lleno de fe, y respondiendo al amor de Cristo, Francisco exclama jubiloso: «¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan! Mirad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones» (CtaO 27-28).
¿Nos damos cuenta de a dónde quiere llegar Francisco? ¿De cómo quiere que el camino de Cristo sea nuestro camino? Francisco advierte con toda claridad el carácter sacrificial del camino de Cristo, a través del cual «se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre»; a través del cual «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,7-8).
Cristo recorre también este camino con toda humildad y anonadamiento en este sacramento, en el que se hace presente el sacrificio de su vida, y en el cual participamos en la misma humildad y despojamiento, en la misma obediencia, y en el que también «derramamos nuestro corazón ante el Señor».
Lo que se realiza en este misterioso acontecimiento exige de nosotros una participación, ante todo, en la obediencia de la fe:
«Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero».
Muchos discípulos del Señor, que oyeron en Cafarnaún el discurso en el que el Señor prometió la Eucaristía, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). El Señor les respondió: «El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). Pero los apóstoles creyeron. Pedro, en nombre de ellos, dijo: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69).
San Francisco debió pensar en este relato evangélico cuando hizo escribir las palabras antes citadas: la consonancia de las palabras y la unidad de pensamiento son absolutamente claras. Una vez más, mediante una contraposición, Francisco quiere acentuar la necesidad incondicional de la fe. El Señor, hecho hombre por nosotros, exigía de sus discípulos la obediencia de la fe tanto respecto a su divinidad encarnada en la humildad, como respecto a la realidad de su carne y de su sangre en las especies eucarísticas.
La mayor parte de sus discípulos rechazaron entonces esta fe: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» (Jn 6,42). Miraban y veían con «ojos corporales», no con «ojos espirituales». Sólo los apóstoles, que, con obediencia creyente, lo reconocieron como Dios y Señor, se fiaron completamente de su palabra y se sometieron a Él, lo vieron con ojos espirituales. Por eso pudo el Señor manifestárseles, fiarse de ellos.
El Señor exige de nosotros la misma obediencia, «obediencia en la fe» (cf. 2 Cor 9,13) al mensaje de salvación de Cristo, cuando tenemos un encuentro con Él como nuestro Dios y Señor, no sólo bajo el velo de su figura humana, sino también bajo el velo del pan y del vino.
Precisamente en la Eucaristía debemos verle con ojos espirituales y creer de verdad y profundamente que es «su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero». Como los apóstoles creyeron entonces en Él, así también nosotros debemos creer hoy en Él como Señor y Dios, fiarnos de Él sin restricciones. Entonces se cumplirá lo que Francisco escribe a sus hermanos: «Como a hijos se nos brinda el Señor Dios» (CtaO 11).
Sólo en esta fe tiene lugar entre Él y nosotros el encuentro que nos colma de alegría y plenitud y en el que nos llega la salvación. No olvidemos nunca a qué alude aquí san Francisco y qué subraya tan claramente el mismo Señor en el discurso de la promesa: «El espíritu es el que da vida; la carne no es de provecho en absoluto».
«Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28,20)».
Observemos en primer lugar que Francisco emplea las palabras con las que el Señor se despidió de sus discípulos (Mt 28,20). Ello nos indica una vez más que la fe es lo primero necesario.
Pero ¿qué significa «lo mismo que», «así también nosotros»? Entenderemos rectamente estas expresiones si echamos una mirada a todo el pasaje: de la misma manera que el Señor que se sienta en su trono real realiza también entre nosotros en este sacramento su «exinanitio», su anonadamiento, su obediencia hasta la muerte, así también nosotros debemos recorrer siempre de nuevo su camino mediante nuestro total despojamiento, pues éste es nuestro camino para llegar a la plenitud.
Esto es una tarea de fe. De esta manera sus fieles permanecen siempre con Él, que es camino, verdad y vida, y en Él, en quien el Padre se ha hecho visible, también con el Padre, que habita en una luz inaccesible, hasta que se cumpla el tiempo del mundo y Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).
Consecuencias prácticas
Una vez más, hemos podido ver con profundidad la piedad práctica de nuestro padre san Francisco. Hemos visto cómo él piensa siempre en la línea de la historia de la salvación. Y cómo tiene la firme convicción de que toda la acción salvífica de Dios culmina para nosotros en «el sacramento del cuerpo de Cristo», en la santa Eucaristía. Si queremos aplicar a nuestra vida lo que hemos meditado, no podemos menos de dirigirnos las dos preguntas con que Francisco empieza este pasaje:
1. ¿Hasta cuándo seréis duros de corazón? Es menester que, como Salomón, pidamos al Señor: «Concede a tu siervo un corazón dócil» (1 Re 3,9). Así será la Eucaristía cada vez más el centro de nuestra vida cristiana, como lo fue para nuestro padre san Francisco. Así la participación llena de fe en este sacramento, puesto que no somos duros de corazón, nos conducirá a través de Cristo al seno del Padre. Cuanto menos duro sea nuestro corazón, tanto más encontraremos a Dios, aun cuando Él sigue siendo el completamente Otro, a quien nadie ha visto jamás. Lo encontraremos en Cristo, que está siempre con sus fieles en la santa Eucaristía como Dios hecho hombre.
2. ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? En la misma medida que el amor nos lleve a conocer al Hijo de Dios, es decir, a amarlo e identificarnos con Él, en esa misma medida crecerá nuestra fe en el Hijo de Dios.
Cuanto más creamos, tanto más nos fiaremos de Él y le entregaremos nuestro corazón.
Cuanto más nos entreguemos a Él, tanto más el Espíritu del Señor nos guiará, como a hijos, a vivir en la obediencia a Dios Padre.
Así, mediante la participación en la Eucaristía, llegaremos a ser «hijos obedientes» que, como dice san Pedro, no se amoldan a las apetencias de este mundo, sino que son santos en toda su conducta (cf. 1 Pe 1,14ss). Y así, en la celebración litúrgica de la Eucaristía, vivida con fe, crece el Reino de Dios.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, n. 35 (1983) 192-208]

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