martes, 23 de agosto de 2022

«EL CUERPO DEL SEÑOR» Meditación sobre la Admonición I de san Francisco por Kajetan Esser, o.f.m. (2a) SEGUNDA PARTE .

 



«EL CUERPO DEL SEÑOR»
Meditación sobre la Admonición I de san Francisco
por Kajetan Esser, o.f.m.
(2a) SEGUNDA PARTE .
II. EL MISTERIO DE LA SANTA EUCARISTÍA
En la primera parte de este comentario a la Admonición primera de nuestro padre san Francisco hemos conocido a Cristo como nuestro camino hacia el Padre. Allí hemos visto claramente que el misterio de Cristo es fundamental para nuestra vida religiosa. Esto quedará mucho más claro todavía si, con el análisis de la segunda parte de la Admonición, aprendemos a conocer a Cristo como nuestra vida, especialmente en el misterio de la Eucaristía.
«Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos (Mc 14,22.24); y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6,55).
»Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su propia sentencia (cf. 1 Cor 11,29)» (vv. 8-13).
La fe en la Eucaristía
Comentemos el primer párrafo.
«Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos (cf. Mc 14,22.24) y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6, 55)».
Lo primero que llama la atención es su sorprendente paralelismo. En tiempo del Jesús histórico, cuando el Señor vivía en la tierra, su humanidad velaba, ocultaba su divinidad y, por tanto, era imprescindible la fe para reconocerlo como Dios. Ahora, las especies sacramentales velan, ocultan su divinidad y su humanidad. Cuanto hemos dicho sobre la humanidad de Cristo, es igualmente válido respecto al sacramento del cuerpo de Cristo. Cristo Redentor se nos hace presente en este sacramento a fin de que lo veamos, lo contemplemos en la fe, nos unamos, nos identifiquemos con Él en el espíritu y, como creyentes, obtengamos por Él la salvación de Dios.
Así pues, para Francisco la vida cristiana culmina en unirnos, en identificarnos con Jesucristo, Dios y hombre, en el sacramento del cuerpo de Cristo, que se hace presente en las especies de pan y de vino en la celebración del sacrificio eucarístico. Quien cree y vive esta realidad, es incorporado a la obra salvífica de Cristo y no será juzgado.
Tal vez nos resulte chocante oír de boca del Santo seráfico la doble condena: «Por eso... quedaron condenados... están condenados». Pero Francisco conocía la suerte de aquellos hombres que habían visto los signos y milagros de Jesús, habían escuchado su palabra y sus enseñanzas y, con todo, no creyeron en Él, más aún, se escandalizaron de Él y lo rechazaron, ganándose su propio destino con la blasfemia: «¡Su sangre, sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27,25). Dichos hombres se juzgaron a sí mismos con su incredulidad. Así sucederá también, según la convicción de Francisco, a quienes no creen que Cristo está real y verdaderamente presente en las especies de pan y de vino, pues sólo «si uno come de este pan, vivirá para siempre... En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6,51-54).
Esta fe puede resultarnos con frecuencia más difícil a nosotros que a los hombres que, como Natanael (cf. Jn 1,46), entraron en contacto con el Señor durante su vida terrena.
Muchas son las cosas que nos colocan en tal dificultad: la cotidianez del encuentro, la costumbre paralizadora; el descuido de nuestro porte exterior, la falta de seriedad y respeto cuando lo recibimos. En tales casos, muchos cristianos también ven el sacramento del cuerpo de Cristo y reconocen también verbalmente que, por las palabras del Señor, se hace presente sobre el altar por manos del sacerdote... el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, con su actitud y su conducta demuestran que, a pesar de todo ello, no creen y, por tanto, no participan de este Sacramento de Salvación.
De quienes así actúan, Francisco afirma que están condenados, al igual que quienes vieron a Jesús en su humanidad, pero no lo vieron, ni creyeron, según el espíritu y la divinidad. Por eso debemos pensar a menudo, como lo hacía Francisco, en la palabra del Señor: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna».
¡Prestemos atención y no nos autoengañemos en este punto! También en personas religiosas puede darse una incredulidad práctica, una auténtica debilidad de fe. El peligro radica precisamente en que esta incredulidad práctica puede coexistir perfectamente con un gran cúmulo de conocimientos en materia religiosa. Nosotros sabemos muchas cosas sobre la sagrada Eucaristía, meditamos muchas veces en este misterio, escuchamos predicaciones sobre él, lo explicamos en conferencias. ¡Sin ninguna duda, intelectualmente creemos en la Eucaristía! ¡Con todo, la fe auténtica es mucho más que «estar convencidos de que algo es verdadero»! Creer cabalmente significa entregarse a sí mismo para fiarse completamente de Dios, ponernos enteramente en las manos de Dios, abrirle nuestro corazón con total confianza. Creer quiere decir vivir sólo para Dios, pertenecerle por entero, de forma que queramos no disponer ya de nosotros mismos, sino ser totalmente posesión de Dios.
Ahora bien, una fe de tales características se alimenta en el sacramento del cuerpo de Cristo, en el sacramento de la pasión y muerte de Cristo, en el sacrificio de Cristo, en el que todo esto se convierte para nosotros en realidad y presencia mediante nuestra participación y comunión. ¡En la Eucaristía, sacrificio cultual, debemos ver el espíritu y la divinidad, es decir, debemos entrar en contacto con nuestro Dios! Pero sólo puede entrarse en contacto con Dios tal como Él es: el Señor, el Soberano, de quien somos propiedad y posesión, el Absoluto.
Esta fe vivida debe hacerse realidad precisamente en nuestro propio sacrificio, insertándolo en la Eucaristía, en el sacrificio de Cristo que se hace presente. Y esta fe, que vive en el sacrificio de Cristo, atestigua -como rectamente cree Francisco- la salvación o la condena del hombre. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando afirma: «Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento» y «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».
La celebración de la Eucaristía no sólo alimenta la fe verdadera; ella es también prenda de nuestra esperanza. En ella se derrama, «por nosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados», la sangre del Señor, la sangre de la alianza nueva y eterna. En ella se renueva siempre la alianza nueva y eterna entre Dios y su Pueblo. Por eso, quien participa en este sacramento, tiene vida eterna; Dios le regala, por medio de Jesucristo, la redención como un testamento, como una alianza nueva y eterna; y recibe, como ora la Iglesia, «la prenda de la gloria futura».
En este misterio, el Señor mismo penetra en nuestra vida, expiando, haciendo el bien, sanando y santificando. Dios se nos da en este misterio, y así alcanzamos la más profunda comunión de vida con Él.
¡Qué gracia tan incomparable! ¡Qué amor el que Dios nos tiene! ¡En esta unión se realiza, aun cuando permanezca velado, nuestro objetivo final, nuestra comunión de vida con el Padre por medio de Jesucristo: «anticipo de la felicidad eterna»! De esta manera se mantiene siempre despierta nuestra esperanza en la culminación final, en la segunda venida del Señor; así florece cada vez más maravillosamente nuestro anhelo de unión sin fin con Dios en la vida eterna. ¡Qué esperanza y confianza produce en nosotros la palabra del Señor: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna»!
«Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su propia sentencia (cf. 1 Cor 11,29)».
Lo que Francisco quiere decirnos aquí puede parecer, a primera vista, difícil de comprender: ¿Quién es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles? Tras esta expresión late, sin duda, la palabra de san Pablo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
El Espíritu Santo es el amor que une al Padre y al Hijo en la vida trinitaria de Dios. Es justamente este Espíritu de amor quien vive y actúa en nosotros. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6,19). Él hace posible también nuestra unión con Cristo y, en Cristo, con Dios Padre en la Eucaristía. Por tanto, la comunión consiste en hacernos entrar en la vida divina mediante el Espíritu Santo, mediante su amor. ¡Él es, por consiguiente, y no nosotros, el protagonista, el actor principal! Colmados de Él y sostenidos por Él, podemos recibir la Eucaristía.
Así, pues, nuestro padre san Francisco nos enseña aquí, ante todo, que la santa Comunión, nuestra identificación con Cristo, debe basarse en el amor de Dios, debe realizarse en el Espíritu Santo. Y, por tanto, debe ser expresión de un amor auténtico: plenitud de vida en el Espíritu Santo.
Pero el amor no es esencialmente un sentimiento, sino, como hemos dicho, llegar a ser uno, identificarse: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 12,23).
El amor es, por tanto, ofrecer el absoluto dominio sobre uno mismo, someterse por entero al Espíritu del Señor. El amor es siempre un abandono total en las manos de Dios; así lo hacemos en la celebración del sacramento de la nueva alianza, y lo hacemos para que el Espíritu del Señor habite en nosotros como fieles suyos y el banquete eucarístico produzca su efecto.
Por eso advierte Francisco contra el peligro de acercarse a la Eucaristía sin amor, sin el Espíritu del Señor, con indiferencia y rutina: quienes así obran «no participan de ese mismo espíritu». Y en este caso falla el objetivo de la acción sagrada, que exige amor, nuestra respuesta al amor. Quien no da esta respuesta, come y bebe su propia sentencia. San Juan, el discípulo predilecto, dice claramente: «Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).
Consecuencias prácticas
¿Quién no percibe con qué íntima seguridad nos conduce Francisco con estas palabras de exhortación al misterio central de la vida cristiana? ¿Y cómo sus palabras deben reflejarse también actualmente en nuestra vida religiosa? Todo encuentro con Dios sólo es posible merced a la fe, esperanza y caridad: gracias y dones que Él mismo ha derramado en nosotros. Y esto es válido igualmente respecto a nuestro encuentro con Él en la Eucaristía.
1. ¿En qué situación se halla nuestra fe ante el sacramento del cuerpo de Cristo? ¿Vivimos esta fe interior y exteriormente?
Interiormente: ¿Nos identificamos realmente con aquellos que «ven y creen», en el autosacrificio de una entrega total, de manera que Dios pueda ser de veras el Señor, pues anteponemos a todo su palabra y su voluntad? ¿Vivimos así, creyentes, obedientes, como víctimas, en cuya vida puede señorear el Espíritu del Señor?
Exteriormente: ¿Realizamos con fe los ritos simbólicos, las ceremonias, en una palabra, todo cuanto tiene relación con nuestra actitud y porte exterior? ¡No digamos nunca que son minucias, a las que no hay que prestar demasiada atención! El hombre no es en modo alguno un espíritu puro. En nosotros deben estar aunados siempre lo interior y lo exterior. La fe que no se realiza o expresa en un porte respetuoso y en una participación exterior, fácilmente puede debilitarse; sin duda, se encuentra ante un amenazador peligro de morir, poco a poco, pero ciertamente.
2. ¿El sacramento del cuerpo de Cristo es para nosotros la razón fundamental y la expresión de nuestra esperanza? ¿Es para nosotros «prenda de la gloria futura», que se nos concede ya ahora en esperanza al creer?
¿Crece en nosotros nuestra proyección hacia el futuro por la participación en el sacrificio cotidiano? ¿Nos sabemos salvados en la alianza nueva y eterna? ¿El sacrificio cotidiano es para nosotros un nuevo paso y un acicate para seguir caminando hacia la meta final? ¿Es para nosotros signo y realización de la alianza con Dios? Esta esperanza debe modelar e impulsar nuestra vida. Por tanto, debemos no perdernos ya en las cosas de este mundo, ni tender hacia ellas más que hacia la vida futura.
El hombre de esperanza, moldeado en la celebración del sacrificio de la nueva alianza, vive en espíritu de pobreza y ama ser pobre, porque sólo el pobre puede recibir a Dios y ser colmado por Él. El pobre se vacía a sí mismo de todo para estar libre a fin de que Dios le colme.
3. ¿Es el Espíritu del Señor, el Espíritu de amor, el que posibilita y perfecciona nuestra participación en este sacramento y, por tanto, la hace fructífera? ¿Crece nuestro amor con esta identificación con el Señor, porque en el sacrificio eucarístico es destronado el espíritu de nuestro yo y toma posesión de nosotros el Espíritu del Señor? El amor, como dice san Buenaventura, exige la identificación con el ser amado.
¿Crece, pues, en la celebración de este misterio, la disposición al «no-yo»: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30)? De otra manera, este comer y este beber se convierten en nuestra sentencia; sólo «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).
Fe en la obediencia, esperanza en la caridad, identificación en el amor: la Eucaristía nos hace capaces de ello. Por eso, en la celebración de este misterio crece, se basa y se perfecciona nuestra vida religiosa como vida por Cristo, en Cristo y con Cristo ante Dios Padre. Así se transforma la vida religiosa en una vida del Reino de Dios, pues Dios empieza a ser, aquí y ahora, «todo en todos» (1 Cor 15,28).
III. LA EUCARISTÍA, CENTRO DE LA VIDA CRISTIANA




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