Padre… ¿me quiere?
Por P Gustavo Lombar
Uno de los niños de nuestro Hogar padece una enfermedad genética llamada “Prader-Willi”, la cual, junto con la discapacidad mental, produce ciertas características físicas y psicológicas como baja estatura, manos y pies pequeños y notable simpatía cuando se encuentran de buen humor. Este “niño” (tiene 23 años), Víctor, de vez en cuando, y solo a algunos, suele hacer una pregunta, que en lo personal he escuchado así: “Padre… ¿me quiere?”.
El trato con las almas en estos diez años de ministerio, me ha llevado a la convicción de que esa pregunta resuena en lo más hondo de cada ser humano que pisa sobre esta tierra. No todos podrán reconocerlo y, para algunos, hacer esa pregunta –o incluso, hacérsela– sería quizás como una muestra de debilidad… pero no por eso podrán evitar tener en lo más recóndito de su persona una imperiosa necesidad de que algún ser sobre la tierra pueda responderle con hechos o con palabras, con un rotundo, firme y seguro “sí”.
El motivo último de esta realidad existencial será posiblemente el hecho de que somos creaturas y, por tanto, limitadas y necesitadas, y de nada necesitamos tanto como de amor, porque el amor es mucho más que “algo”, el amor es “alguien”; alguien que se da, se entrega, quiere nuestro bien y lo quiere como propio. Necesitamos que alguno se duela con nuestro dolor, se ría con nuestra alegría, que le importe si nos va bien o mal, si llegamos o partimos, que se alegre de vernos y nos extrañe cuando no estamos, que nos reciba, con una sonrisa, al nacer, y que nos despida, con lágrimas, al partir.
En primer lugar tienen la misión de responder a esta pregunta, sin palabras a los comienzos, sí con sonidos onomatopéyicos y con muchos gestos de cariño[1], quienes han hecho posible que ese ser humano pise la faz de la tierra, es decir sus padres. De ahí las grandes heridas que deja en el corazón humano el amor de ese papá o esa mamá que faltó, o que, aún quizás sin sombra de culpa propia, no estuvo a la altura de las circunstancias. Hermanos y demás parientes; los amigos, que la Escritura llama un tesoro[2]; el/la cónyuge –en el matrimonio–; los hermanos en religión –en la vida consagrada–; los hijos –ya espirituales, ya de sangre– serán también parte no menos importante de este “sentir que soy algo para alguien” que va marcando y dándole sentido a nuestro vivir.
Mucha gente no logra encontrar el motivo ni explicar el dolor que sobreviene en su interior por no sentirse dignas de ser amadas… y parecería que a su alrededor nada permanece en pie, todo se desploma. Trato de mostrarles que como Dios es amor y es el fundamento y lo que da estabilidad a todo lo que existe, quien no se cree “capaz de ser amado” sufre una especie de “inseguridad existencial”, una falta de estabilidad en su interior que, como consecuencia, provoca un desmoronarse de todo lo de fuera.
¿Y acaso Dios no nos ama? Sí, y quizás lo saben, pero no basta “saber”, tendrán que llegar a experimentarlo, sentirlo, vivirlo… y de no poca importancia a este respecto resulta la llamada por Jaques Phillipe “mediación de la mirada de otro”, quien hablando de la difícil aceptación de uno mismo, afirma:
“Para amarnos necesitamos de una mediación, de la mirada de alguien que, como el Señor por boca de Isaías, nos diga: Eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo (Is 43,4)”[3].
“Nobles imágenes de Dios, en el orden natural y sobrenatural, facilitan al hombre intelectual pasar de la imagen al prototipo [de la creatura al Creador] y tener así una representación más tangible del Dios infinitamente perfecto”[4].
“Mirada mediadora” y “transparencia” que para ser completa, para realizar todo lo que debe realizar y producir todo lo que debe producir en el ser amado, debe ser tanto masculina como femenina: por algo existen “papá” y “mamá”. Y es de suponer que es así porque la Paternidad de Dios –como toda paternidad sobrenatural– no es una paternidad “masculina”, sino paternidad y maternidad al mismo tiempo[5].
Dirá San Juan Pablo II:
“El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre”[6].
¡Qué de almas y corazones lastimados encontramos por nuestro camino! Incluso, muchas veces, quienes más fríos e insensibles se muestran al exterior, no hacen más que recubrir con una frágil capa de “dureza”, un tierno corazón de niño que reclama por alguien que le dé cariño.
¡Qué gran responsabilidad que tenemos todos de aprender a dar amor! ¡Qué de heridas podemos producir en los demás no solo con nuestros actos, sino también con nuestras omisiones, con nuestras ausencias…! ¡Cuántas heridas podemos sanar con un poco de amor….! Y, por supuesto, como decíamos, esta responsabilidad es aún mayor por nuestra misión de ser reflejos del amor de Dios.
Miremos a nuestro alrededor y empecemos hoy mismo a amar de verdad, a mostrar a quienes nos rodean que Dios los ama… será la mejor manera también de ser amados.
De importancia trascendental para nuestra vida será el hecho de que nos sepamos amados por Dios. Los amores humanos, muchas veces plenificados y elevados por la participación del mismo amor sobrenatural de Dios, deben llevarnos a descubrir al Amante por antonomasia, al que no sabe y no puede hacer otra cosa sino amar porque es el mismo Amor.
Dirá San Juan en su primera carta:
“En cuanto a nosotros, hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en ese amor. Dios es amor; y el que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios permanece en él” (1Jn 4,16).
Y permítanme citar in extenso el comentario que hace a este versículo Mons. Straubinger:
“Permanecer en el amor no significa (como muchos pensarán), permanecer amando, sino sintiéndose amado, según vemos al principio de este v.: hemos creído en ese amor. S. Juan que acaba de revelarnos que Dios nos amó primero (v. 10), nos confirma ahora esa verdad con las propias palabras de Jesús que el mismo Juan nos conservó en su Evangelio. “Permaneced en mi amor” (Jn. 15, 9). También allí nos muestra el Salvador este sentido inequívoco de sus palabras, admitido por todos los intérpretes: no quiere Él decir: permaneced amándome, sino que dice: Yo os amo como Mi Padre me ama a Mí; permaneced en mi amor, es decir, en este amor que os tengo y que ahora os declaro (cf. Ef. 3, 17). Lo que aquí descubrimos es, sin duda alguna, la más grande y eficaz de todas las luces que puede tener un hombre para la vida espiritual, como lo expresa muy bien S. Tomás diciendo: “Nada es más adecuado para mover al amor, que la conciencia que se tiene de ser amado” (cf. Os. 2, 23I). No se me pide, pues, que yo ame directamente, sino que yo crea que soy amado.”.
Lo mismo dirá San Pedro Julián Eymard: “la fe en el amor que Dios nos tiene, es lo que nos hace amarlo”[7] y, como afirma San Agustín “El amor es una palanca tan fuerte, que levanta los pesos más enormes, porque el amor es el contrapeso de todos los pesos”[8]. Afirmaba hace unos días el Papa Francisco en el marco del Jubileo de la Misericordia: “La auténtica conversión se produce cuando experimentamos en nosotros el amor de Dios”[9].
Siendo Dios “alegría infinita”, como lo llamaba Santa Teresa de los Andes, y esto justamente por ser el mismo Amor, pocas cosas hay en la vida que nos hagan tan felices como sabernos amados.
Continúa Mons. Straubinger:
“¿Y qué puede haber más agradable que ser amado? ¿No es eso lo que más busca y necesita el corazón del hombre? Lo asombroso es que el creer, el creerse que Dios nos ama, no sea una insolencia, una audacia pecaminosa y soberbia, sino que Dios nos pida esa creencia tan audaz, y aun nos la indique como la más alta virtud. Feliz el que recoja esta incomparable perla espiritual que el divino Espíritu nos ofrece por boca del discípulo amado; donde hay alguien que se cree amado por Dios, allí está Él, pues que Él es ese mismo amor”.
Por algo será que Víctor, el chiquito del hogar con el cual comenzamos estas reflexiones, también suele decir a aquellos de quienes se siente querido: “Ud. me hace feliz”.
Decíamos que para ser amados teníamos que comenzar amando… pero también no poco importa tener una humilde desvergüenza de niño, como Víctor, y, amorosamente, saber reclamar amor de quienes nos lo pueden dar; éste será muchas veces el primer paso para sentir el amor de Dios.
Como Dios es espíritu (Jn 4,24), al encarnarse, al asumir una naturaleza humana, debía elegir ser hombre o mujer; y si bien Nuestro Señor Jesucristo conoce y ama como Dios mismo –porque Él es Dios y no dejó de serlo al encarnarse–, también conoce y ama como hombre y en cuanto tal, como varón. De ahí que, en los perfectos y asombrosos planes de Dios, para mayor reflejo, mediación y trasparencia de su amor divino, quiso dejarnos un materno amor de mujer, el más parecido al suyo, por ser Ella la obra más perfecta salida de sus manos. En este conocer y sentir el amor divino ¡Cuánto nos ayuda conocer y sentir el amor de María!
[1] Afirma Osvaldo Cuadro Moreno hablando del complejo de inferioridad: “Hay madres que se pasan largos ratos contestando las miradas, los movimientos de labios, los gorgoteos de sus hijitos. Esto produce en el niño una sensación de estima, de la importancia de sus sentimientos y un paulatino descubrimiento de que él es alguien y –más aún– de que merece ser amado. Este es el diálogo primigenio, que no sólo ayuda fuertemente a consolidad la propia identidad, sino que según nuestra apreciación es básico para el desarrollo de la personalidad”. En Los cuatro cocodrilos del alma, Editorial Homini, Lima 2000, p. 240.
[2] Si 6,14.
[3] Jacques Philippe, La libertad interior, Rialp, Madrid 201316, p. 37.
[4] José Kenentenich, Pensamientos de Sponsa, 1942. Citando por Virginia Parodi, El vínculo con el fundador ¿Por qué? ¿Para qué?, Schönstatt – Nazaret 2011, p. 95.
[5] Es lo que parece querer manifestar Rembrandt en su famoso cuadro del hijo pródigo –que se encuentra al comienzo del post– al graficarle a la figura del Padre una mano con rasgos masculinos y otra con rasgos femeninos.
[6] Juan Pablo II, Redemtor Hominis, 10.
[7] Citado por Mons. Straubinger, comentando el Salmo 40,15.
[8] San Agustín, De Civitate Dei II, 28.
[9] Papa Francisco, Audiencia del Jubileo de la Misericordia, Plaza de San Pedro, 18/06/16.
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