lunes, 4 de mayo de 2020

SANTA MÓNICA VIUDA, MADRE DE SAN AGUSTÍN (332 – 387)

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SANTA MÓNICA

VIUDA, MADRE DE SAN AGUSTÍN (332 – 387)

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MÓNICA nació en 332 en la ciudad de Tagaste, perteneciente a la antigua Numidia, que corresponde casi en su totalidad a la actual Argelia. En dicha ciudad habitaban cristianos y paganos, católicos y maniqueos. Gracias a su madre Facunda, Mónica pudo crecer en el santo temor de Dios, pues el ambiente de su hogar era tradicionalmente cristiano y virtuoso. Se encargó de su educación familiar a una sirvienta de arraigadas creencias católicas y de costumbres muy sanas y puras, la cual le exigía, sin transigencias ni cobardías, el exacto cumplimiento de la Ley de Dios. Debido a ello Mónica pudo conservar intacta la bella flor de la pureza.


Ya desde niña le gustaba visitar a menudo a Jesús Sacramentado en la iglesia, donde permanecía largos ratos entregada a la oración. Con frecuencia interrumpía sus juegos para dedicar unos momentos a la plegaria; sus compañeras la vieron reiteradamente detrás de algún árbol en actitud orante.  Siguiendo los ejemplos de su virtuosa madre solía interrumpir el sueño y  levantarse a media noche para celebrar íntimos coloquios con Dios.


El rigorismo y la exigencia de su sirvienta e instructora lograron de Mónica un intenso espíritu de penitencia. Por él se privaba aún de tomar un sorbo de agua entre comidas. Sin embargo, la pobre niña cayó una vez en una tentacioncita de gula. Fue encargado de ir a buscar el vino que debía servirse en la comida; pero, por travesura de niña o por jugar una mala partida a la sirvienta, mojó sus labios en el precioso líquido, el cual le gustó. Poco a poco fuése aficionando al vino hasta que acabó por beber una taza entera. La sirvienta, que la había visto en esta acción, la reprendió ásperamente y la tildó de borracha. Mónica se sonrojó al oír tal dicterio y determinó enmendarse. De allí en adelante la niña se mostró más humilde y mortificada.


Desde muy temprana edad sintió vivo amor hacia los pobres, a quienes socorría en cuantas ocasiones podía. Les distribuía el pan que sobraba de las comidas, y gustaba de lavarles los pies, según costumbre de la época. Mónica, aunque joven, se mostraba siempre digna y noble en su porte, dulce y amable en su rostro. En su estado de matrimonio supo conservar estas virtudes, a las que juntó una inalterable paciencia.


LA PRUEBA: SU CASAMIENTO



LLEGADA a la edad núbil. Mónica casó con Patricio, varón distinguido y honrado de la misma ciudad de Tagaste, a cuyo Consejo municipal pertenecía. Hombre de carácter irascible y pagano, no parecía el más indicado para unirse en matrimonio con Mónica, mujer sencilla, buena y piadosa y, sobre todo, arraigadamente cristiana. Pero el enlace se efectuó, y sirvió, sin duda, para hacer ganar nuevos e innumerables méritos a la caritativa mujer, a la que no faltaron pruebas a causa de los frecuentes arrebatos de cólera del marido que tuvo que soportar, y también por los malos tratos de su suegra, pagana y de tan mal carácter como su marido. Por añadidura, sus propias sirvientas le hicieron blanco de unas viles calumnias, de cuya falsedad todos se convencieron pronto.


Mónica toleraba pacientemente los arrebatos de aquél y las injurias de éstas; esperaba ansiosa el día en que Dios iluminara la mente y el corazón de su esposo, a quien procuraba no agriar con réplicas ni contradicciones. Siguió una táctica conciliadora, y con ella logró desarmar la cólera de Patricio, cuyo corazón fue ganando paso a paso, hasta que logró su completa conversión. A estas virtudes unió Mónica una continua oración para obtener de Dios la gracia que tanto anhelaba. Sus plegarias fueron favorablemente acogidas.


Pero no fue esto sólo, sino que, además, logró amansar a su suegra y rendirla a la evidencia de su virtud; las mismas sirvientas se dejaron conquistar el corazón por la bondad de la Santa.


AGUSTÍN


En medio de este piélago de tristezas y sinsabores, Dios suavizó un tanto la vida de Mónica con el gozo de la maternidad. Su primer fruto fue Agustín, quien vino al mundo arrastrando en pos de sí un mar de lágrimas para su madre, la cual por dos veces, por así decir,  dos veces lo dio a luz: una para el mundo, anegado en pecados y herejías; y otra para Dios y su Iglesia. Tuvo después otros dos hijos, Navigio y Perpetua, cuya santidad debía quedar eclipsada por la de su hermano mayor. Como madre verdaderamente cristiana infundió en todos ellos, con su leche, el nombre y el amor de Jesucristo, y de ellos obtuvo tres hijos santos. ¡Tan grande es la influencia de una madre! Precisamente a las oraciones y lágrimas de ésta debemos la existencia de uno de los santos más excelsos que han brillado en la Iglesia, y uno de los genios más esclarecidos de la humanidad.


Día a día se esforzaba la piadosa madre en formar rectamente la conciencia de Agustín según las enseñanzas de Jesucristo, y levantar su alma hacia Dios por medio de la sublimidad de las verdades cristianas. Esta educación dejó huellas indelebles en el corazón del hijo, el cual, más tarde,  en medio de los extravíos, experimentaba un gran vacío cuando, entregado  a la lectura, no veía nada de Jesucristo en los libros.


Mas. ¡ay!, que en las nacientes y ardorosas pasiones del niño ejercerán mayor influencia los perniciosos ejemplos de su padre que los santos esfuerzos de su madre y las correcciones de sus primeros maestros.


Dios había dotado a Agustín de un corazón apasionado y de una inteligencia extraordinaria. Patricio cifraba en él las más halagüeñas esperanzas,  lo soñaba únicamente en la gloria que el talento y el saber de su hijo le proporcionarían ante los hombres. Determinó, pues, que su hijo saliese de los estrechos horizontes de Tagaste y se trasladase a Madaura, ciudad romana. también de África, donde hallaría más hábiles maestros. No es para comprender la pena que sentiría el corazón de Mónica en esta primera salida. ni las preocupaciones y temores que amontonaría en su mente.


Los nuevos maestros de Agustín eran paganos. La asidua lectura de los autores gentiles con todas sus fábulas y escandalosas leyendas fueron el ordinario alimento de su juvenil ardor para formarse en la elocuencia y elegancia de estilo. Esta enseñanza carecía de freno para detener los avances impetuosos de las pasiones juveniles de aquel corazón apasionado y solo ante los problemas de la vida. Triste educación que levantará las más vivas protestas en el alma de Agustín, pero después de haber producido en ella los más perniciosos efectos. Cada vez que Agustín regresaba al hogar paterno, su conducta clavaba un puñal en el alma de su madre, despedazada al darse cuenta de los progresos del mal en el alma de su querido hijo.


CRISTIANA MUERTE DE PATRICIO


AGUSTÍN va a Cartago a continuar sus estudios; su inteligencia es un foco de luz, pero su corazón un hervidero de pasiones. Esta salida costó muchas lágrimas a su madre, pues temía, con razón, por la vida espiritual de su hijo a causa del corrompido ambiente que se respiraba en dicha ciudad. Agustín no contaba más que diecisiete años, edad la más propicia para el naufragio espiritual, al admitir fácilmente el oropel brillante de nuevas ideas y teorías, que más sirven para corromper el corazón que para alumbrar la mente. No es, pues, extraño que este hijo fogoso y lleno de ímpetu perdiera la fe y la pureza en su continuo trato con los herejes maniqueos. Entonces sintió Mónica todo el dolor que siente una madre al ver perdido a su hijo y en trance de condenación eterna. Patricio, su esposo, compartió con ella las sentidas lágrimas, lo cual fue un lenitivo a su dolor.


Por entonces el padre de Agustín había abrazado ya la fe cristiana, y enmendaba cada día su vida para hacerse más agradable al Señor a quien servía. Cayó enfermo y pidió el Bautismo, que recibió con fervor, y se durmió cristianamente en brazos de su esposa, por medio de la cual Dios le había concedido la gracia insigne de la sincera conversión.


Libre ya Mónica de los lazos matrimoniales, pudo vacar más fácilmente a la oración y a toda clase de obras buenas, y evitar, en lo posible, el trato con el mundo. Aumentó sus austeridades, multiplicó las mortificaciones y desahogó su amor para con los pobres, en cuyo servicio pasaba la mayor parte del día. Se convirtió en madre de huérfanas, y consoladora de viudas y de casadas desengañadas de sus sueños de felicidad.


UN HIJO DE LAGRIMAS


CON la muerte de Patricio, quedó Mónica sumergida en un mar de inquietudes acerca de la suerte de su hijo, pues ella se sentía impotente para apartarle de la fatídica senda que había emprendido. No obstante, confiaba plenamente en Dios, a quien había encomendado tan importante asunto.


Entretanto Agustín crecía en sabiduría y brillaba en sus estudios, gracias a la generosidad de un amigo de su padre. Pero, triunfantes sus pasiones, su fe languideció hasta el punto de que apostató públicamente de ella y se convirtió en sectario y maestro del maniqueísmo. Es imposible explicar el dolor de Mónica entonces. De sus ojos salían ríos de lágrimas; el dolor de una madre que ha perdido a su hijo único; los gemidos de Raquel, la madre que no admite consuelo, son débiles imágenes de sus tormentos — dice San Agustín en sus Confesiones.


Mónica. que había derramado tantas lágrimas al saber las liviandades de su hijo, ¿qué no haría ante la infidelidad de Agustín a su fe? Cuando en vacaciones volvió a la casa paterna, a la primera palabra que profiere en alabanza del maniqueísmo, esta fervorosísima cristiana se yergue enérgica e imponente, y, deshecha en un mar de lágrim as, exclama: «No ; jamás seré la madre de un maniqueo». Y despidió a su hijo de casa. Ante la majestuosa indignación de la madre, Agustín bajó la cabeza y salió silenciosamente — pues aun en sus mismos extravíos, jamás dejó de amar a su madre, y nunca tuvo para con ella la menor insolencia— . Fuése a pedir hospitalidad a su protector Romaniano. sin perder la confianza de que su madre le recibiría nuevamente.

Móniea, deshecha en lágrimas y casi sin sentido, quedó sumida en un mar de penas; pero Dios vino a consolarla con un sueño que presagiaba la ansiada conversión de su hijo. Una noche en que estaba llorando a lágrim a viva, vióse de pie en el canto de una tabla que se cernía sobre el abismo; un ángel, resplandeciente de luz, se acercó a ella y le preguntó la causa de su llanto.
— Lloro — respondió— la pérdida de mi hijo.
— No llores y a — repuso el ángel— , tranquilízate; tu hijo está contigo y en seguridad.
Entonces, volviéndose vio, en efecto, a su hijo de pie sobre la misma tabla. Con esto, el Señor le dio a entender que su hijo vendría a creer lo que ella creía y a recibir la fe que ella profesaba. Consolada por esta visión.
Mónica comunicó el suceso a su hijo, que aun estaba lejos de convertirse:
— ¡Ánimo,  adre mía! — le dijo— , ya ves cómo hasta el cielo se pone de mi lado cuando te promete que algún día no lejano participarás de mi doctrina.
— D e ningún modo, hijo mío — le respondió con entereza— ; no se me ha dicho: «Estas donde está », sino: « Está donde estás».
Esta luminosa respuesta impresionó al joven más profundamente que el relato de la visión. Desde este momento, Móniea se dirigió a los hombres más eminentes en doctrina y les instó encarecidamente a que entrasen en relaciones con su hijo para volverle a la fe católica. Pero estaba todavía demasiado imbuido de los nuevos errores, para escucharlos sin prevención.

Como su madre rogase a un santo obispo que trabajase en convencer a su hijo, recibió esta respuesta: «Vete en paz; es imposible que perezca el hijo que tantas lágrimas te ha costado».


HUIDA DE AGUSTÍN


SE acercaba el día en que se cumplirían estas proféticas palabras. Mónica, por su parte, no se cansara de poner en práctica cuanto favorezca su rápido cumplimiento. Proyecta Agustín salir de Cartago, donde explica Retórica, y dirigirse a Rom a para dar a conocer su extraordinario talento y tener discípulos más dóciles. ¿Cómo hacer conocer este proyecto a su madre, que no le pierde de vista? Y , ¿cómo ausentarse sin que ella lo note?… Finge Agustín un paseo por la costa y se embarca secretamente.


Al darse cuenta Mónica del engaño, la embarcación desaparecía en el horizonte… Agustín enfermó gravemente en Roma; pero sanó gracias a las oraciones que dirigía por él al cielo aquella santa madre, abandonada y sola en tierra africana. En la primera ocasión que tuvo Mónica, embarcóse, atraída por aquel poderoso imán que era su hijo. Furiosa tempestad se desencadena; diríase que las potestades infernales luchan en defensa de Agustín, secundando la borrasca. Los marinos palidecen de terror en medio de las enfurecidas olas; Mónica los alienta y toma el remo de uno de ellos. No puede perecer la embarcación; en ello radica la salvación de su hijo.

Y  ¿habrá quien cerrando los ojos ante este heroico proceder, ensalce como un acto de intrépida valentía el de César ayudando y animando al marino? ¡Qué lejos está de igualar aquel gesto, hijo de la ambición y del orgullo, al de una pobre mujer remando para ir en socorro del alma de su hijo que se halla en gravísimo peligro!

CONVERSIÓN DE AGUSTÍN


MÓNICA llegó por fin a Roma, pero su hijo acababa de salir para Milán. Partió inmediatamente la Santa en su seguimiento y logró alcanzarle. Accedió Dios, por fin, a tan prolongadas y meritorias súplicas. Diríase que si el Señor ha diferido por tan largo tiempo la concesion de la gracia, ha sido para otorgar muchísimo más de lo pedido. Amanecerán para ella días más dichosos, pues serán días de resurrección y de gloria.


Agustín sentía amansarse sus luchas internas en el íntimo trato con San Ambrosio, obispo de Milán. Las palabras del santo Doctor desvanecían todas sus dudas. Lentamente iban abriéndose sus ojos a la fe, hasta que, con claridad meridiana, manifestóle el cielo su voluntad por una voz misteriosa que sin cesar le repetía: «Tolle , lege! ¡Toma y lee!» Abrió las epístolas de San Pablo, leyó, y cayó, como el Apóstol, vencido por el amor de Jesucristo. Poco tiempo después, recibió el Bautismo de manos del obispo de Milán.


Salió de las aguas bautismales completamente transfigurado y dispuesto a ser santo. La vocación religiosa fue la gracia principal de su Bautismo.


Inicióle en el nuevo género de vida Simpliciano, santo y sabio religioso de Milán. Ni un solo instante desmereció Agustín las enseñanzas de su maestro, las cuales puso inmediatamente en práctica. Resolvióse volver al África para vender su patrimonio; dio una parte a los indigentes y reservó otra para la fundación de un monasterio, semillero fecundo del monacato africano.


A este fin. se encaminó a Ostia, donde pensaba embarcarse, en compañía de su madre y de algunos amigos. Pero, Mónica había ya terminado su obra: Su hijo estaba convertido. Podía repetir a Dios con el Salmista: «Conforme a la multitud de los dolores de mi corazón, tus consuelos alegraron mi al a» (Sal. X C III, 19).


MUERTE DE SANTA MÓNICA


UN bellísimo cuadro, tierno como un idilio, inmortalizado por el arte, nos muestra a la Santa sentada con su hijo a la orilla del mar. Fijos los ojos y el corazón en la inmensidad de los cielos, Mónica penetra con su vista toda la creación; la tierra, el mar, los astros; pero todo le parece pasajero; bucea más alto, y llega a la región del amor eterno.


Aquí, en la posesión de Dios, encuentra la dicha, cuya posesión es capaz de arrebatarla en éxtasis. Y suspirando, abate su vuelo hacia este melancólico valle de lágrimas. Después de este rapto amoroso, queda como anonadada al verse tan lejos de sus esperanzas y anhelos, y, con los ojos preñados de lágrimas, dice a Agustín:

— ¿Por qué, hijo mío, estoy aún aquí en este destierro, ahora que mis esperanzas están ya realizadas? Sólo por una cosa deseaba vivir: por verte cristiano y católico. Y no sólo se me ha concedido esto, sino que te veo despreciar la felicidad terrena para consagrarte del todo a Dios. ¿Qué hago, pues, ya en este mundo?
En efecto, no le faltaba a Mónica más que emprender el vuelo hacia las eternas mansiones.

En otra ocasión, aprovechando la ausencia de Agustín, habló con gran ardor del desprecio de la vida presente y de la dicha de morir para unirse con Dios. Y como Alipio, Navigio y otros amigos de Agustín le preguntasen si no tendría cierta aprensión en morir lejos de la patria, les respondió:


-Nunca se está lejos de Dios; y no hay que temer que el día del juicio tenga dificultad en reunir mis cenizas y resucitarme de entre los muertos».


Era esta una altísima gracia del cielo, pues hasta entonces había deseado ardientemente, como asegura Agustín, ser enterrada en su país natal al lado de Patricio, en el sepulcro que ella misma se había construido.

Cinco días después, presa de violentísima fiebre, presintió su próximo viaje y con el nombre de Dios en los labios, entregó su alma al Creador el día 4 de mayo del año 387.

Mónica había vivido cincuenta y cinco años. Agustín contaba a la sazón treinta y tres.


Después de los funerales. Agustín se retiró al desierto, y en presencia de  Dios. dio rienda suelta a sus lágrimas, llorando «a esta madre, muerta a sus ojos, para el tiempo; a esta madre que le había llorado tantos años para resucitarle a los ojos de Dios».


Diez siglos debían pasar antes que esta madre admirable disfrutase de culto público y universal. No se puede alegar que fuese desconocida, porque  halla su acabado retrato en las Confesiones de su hijo. Sus restos descansaban en Ostia, en un sarcófago de mármol, debido a la piedad de Agustín, sin ser, no obstante, objeto de culto especial; aunque ya en diversos lugares se la honraba como santa desde el siglo XII .


Intervino por fin el Sumo Pontificado, en la persona de Martín V . En virtud de su bula del 27 de abril de 1430, los restos de Santa Mónica fueron trasladados de Ostia a Roma. Durante la procesión, una madre obtuvo, al acercarse las santas reliquias, la curación de su hijo enfermo. Actualmente descansan en Roma, en la iglesia de San Agustín, bajo la custodia de los errmitaños de San Agustín, y son venerados por los peregrinos del mundo

entero.

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