¡Buenos días, gente buena!
24 de noviembre
XXIV Domingo Ordinario B
Lucas 23, 35-43
En aquel tiempo, después de que crucificaron a Jesús, el pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!».
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!». Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Palabra del Señor
Un Rey que muere amando
Si tú eres el Cristo, ¡sálvate a ti mismo! Los hombres religiosos se han escandalizado: ¿qué Dios es este que deja morir a su Mesías? Se escandalizaban los soldados, los hombres fuertes: si eres el rey, usa tu poder, ¡sálvate! ¿Acaso hay algo que vaga más que la vida? Bueno, pues si, responde el relato de la cruz, hay algo que vale más, el amor vale más que la vida Y aparece un rey que muere amando obstinadamente; ajusticiado, pero no vencido; a quien nosotros podemos rechazar, pero que nunca nos rechazará. Y la resurrección es la seguridad de que un amor así nunca se perderá.
Un malhechor colgado en la cruz le pide no olvidarlo y el lo lleva consigo. En ese bandido nos recoge a todos, consagrando – en un malhechor – la dignidad de toda persona humana: en su decadencia, en su límite más bajo, el hombre siempre es amable para Dios. Es propio de Dios amar hasta lo que no es amable. El ladrón no tiene méritos para presumir. Pero Dios no mira el pecado o el mérito, su mirada se posa sobre el sufrimiento y sobe la necesidad, como un padre o una madre miran solo el dolor y las necesidades del hijo.
Entonces, ¿qué Dios es este que deja morir a su Mesías? Aquí una estupenda definición de Dios: Dios está dentro de nuestro sufrimiento, Dios está crucificado en todos los innumerables crucificados de la historia, Dios que navega en este río de lágrimas. Que entra en la muerte porque en ella ha entrado su hijo. Que muestra cómo el primer deber del que ama es estar con el amado. El no ha hecho ningún mal, hermosa descripción de Jesús, nítida, simple, perfecta: ningún mal, a ninguno, nunca, solo el bien, exclusivamente el bien.
Y Jesús lo confirma hasta el final, perdona a los que lo crucifican, no se preocupa de sí mismo sino de quien muere al lado suyo y que antes se había preocupado por él, inaugurando entre los patíbulos, al filo de la muerte, un momento sublime de comunión. Y el ladrón misericordioso entiende y se aferra a la misericordia: acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Y Jesús no solo se acuerda, hace mucho más: lo lleva consigo, lo carga sobre sus hombros, como hace el pastor con la oveja perdida, lo lleva a casa: ¡estarás conmigo! Y mientras nuestra lógica va por las exclusiones, por las separaciones, por rechazos, el Reino de Dios es la tierra nueva que va por las inclusiones, por los abrazos, por la aceptación.
Acuérdate de mí, pide el pecador, estarás conmigo, responde el amor. Síntesis extrema de todas las posibles plegarias. Acuérdate de mí, pide el temor, estrás conmigo, responde el amor. No solo el recuerdo, pero el abrazo que aprieta y une y ya no deja caer nunca: conmigo, para siempre. Las últimas palabras de Cristo sobre la cruz son tres palabras regias, tres edictos imperiales: hoy-conmigo-paraíso.
Hoy: ahora, pronto; es el amor que siempre tiene prisa; es el instante que se abre a lo eterno, es lo eterno que se insinúa en el instante. Conmigo: mientras nuestra historia de conflictos se encierra en muros, fronteras, rechazos, el Reino de Dios florece en compartires y aceptaciones. En el paraíso: ese lugar que quema los ojos del deseo, ese lugar inmenso y feliz que solo tiene amor y luz por fronteras.
Y si el primero que entra en el paraíso es este hombre de la vida equivocada, entonces no hay nada y ninguno definitivamente perdido, ninguno queda sin esperanza. Los brazos del Rey-Crucificado quedarán abiertos para siempre, para todos los que reconocen a Jesús como compañero de Amor y de penas, cualquiera que sea su pasado: esta es la Buena Nueva de Jesucristo.
¡Feliz Domingo!
¡Paz y Bien!
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