MODELOS DE VIDA Y ESPERANZA EN LA GLORIA
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Por la fe hicieron los Santos maravillas, sufrieron persecuciones, practicaron virtudes excelentes, y padecieron con heróica constancia todo género de adversidades. Y bien, ¿no tenemos nosotros la misma fe? ¿no profesamos La misma religión? Pues, ¿en qué consiste que seamos tan poco parecidos a ellos? ¿en qué consiste que imitemos tan poco sus ejemplos? Siguiendo un camino enteramente opuesto al que los Santos siguieron, ¿nos podemos racionalmente lisonjear de que llegaremos al mismo término? Una de dos, o los Santos hicieron demasiado, o nosotros no hacemos lo bastante para ser lo que ellos fueron. ¿Nos atreveremos a decir que los Santos hicieron demasiado para conseguir el cielo, para merecer la gloria, y para lograr la eterna felicidad que están gozando? Muy de otra manera discurrían ellos de lo que nosotros discurrimos; en la hora de la muerte, en aquel momento decisivo en que se miran las cosas como son, y en que de todas se hace el juicio que se debe, ninguno se arrepintió de haber hecho mucho, todos quisieran haber hecho mas, y no pocos temieron no haber hecho lo bastante.
Hoy nos encomendamos a:
SAN PEDRO NOLASCO
Fundador de la Orden de la Merced (1182-1256)
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SAN Pedro Nolasco, fundador de la sagrada Orden de Nuestra Señora de la Merced, nació el día 1.° de agosto del año 1182 en Mas de las Santas Puellas, cerca de Castelnaudary. Sus padres, nobilísimos en la sangre y no menos en la piedad, le dieron por ayo y maestro un virtuoso sacerdote, de suerte que ya desde muy niño brotaron en su corazón gérmenes de las virtudes cristianas, que fueron creciendo con los años, merced a los solícitos cuidados paternales y a la docilidad con que Pedro supo corresponder a Dios.
Ya en su temprana edad se distinguió por su angelical mansedumbre y caridad para con los pobres, cuyos sufrimientos y necesidades le movían a compasión. A todos ellos repartía sin tasa cuanto tenía, no esperando que acudieran a él en demanda de limosna, sino adelantándose él y saliendo a la puerta de su casa para llamar a los mendigos que pasaban. Sentía particular satisfacción cuando podía asistir al reparto de limosnas que tenía lugar en su propia casa, queriendo distribuirlas él mismo.
Cuando su maestro enseñaba las oraciones a los mendigos, Pedro se las hacía repetir hincadas las rodillas. Se instituyó catequista, enseñando a otros niños las oraciones y repartiendo su almuerzo y merienda entre los que respondían mejor. Nunca se desayunaba hasta haber dado la lección, y desde los cuatro años empezó a abstenerse mucho en la comida. Algunas veces salía de casa, y al poco rato volvía sin vestido. Al preguntarle sus padres qué había hecho de él, respondía que se lo había dado a un niño pobre, más necesitado que él. Cuando veía a algún sacerdote, se hincaba de rodillas y le besaba la mano; mas al ver a algún hereje, huía de él, y no quería sentarse a la mesa de sus padres, si había en ella algún pariente infestado de herejía. Un día, convirtiendo en bandera una estampa de la Virgen, convocó a todos los niños del lugar, y, formando un escuadrón, cuyo capitán era él, les decía: «Vamos a matar a los herejes, que son enemigos de Dios y de su Madre, y muramos por la virginidad de la Reina de los ángeles.» Negaban los herejes albigenses con su boca sacrilega la virginidad de Nuestra Señora, y por eso singularmente los aborrecía el niño Nolasco, que tona hondamente arraigado en su corazón el afecto a la Reina del cielo. Frisaba en los quince años cuando hubo de llorar la pérdida de su padre y al poco tiempo la de su madre, los cuales murieron cristianamente como habían vivido. Quedó Pedro heredero de cuantiosas riquezas, y sus parientes le instaban para que se casase; pero él tenía otros pensamientos y deseos. Viendo que muchos de sus deudos y amigos se declaraban en favor de los albigenses, que inficionaban aquellas comarcas con el veneno de la herejía profanando los templos y las imágenes de la Virgen, determinó pasar a Barcelona, donde podría más fácilmente poner por obra sus caritativos y apostólicos designios. Visitó el santuario de Nuestra Señora de Montserrat y luego se ocupó en obras de caridad, visitando cárceles y hospitales, pero sin pensar todavía en un fin social determinado. Entró en relación con varios jóvenes piadosos de Barcelona, y todos juntos se pusieron bajo la dirección de San Raimundo de Peñafort, canónigo de aquella iglesia catedral. No tardó la Virgen María en manifestarle adónde habían de encaminar sus trabajos y su celo.
LA ORDEN DE LA MERCED
CON tales obras de piedad y amor al prójimo, pronto cundieron por la ciudad las alabanzas al Santo, si bien no faltaron las censuras, asechanzas y calumnias con que suelen los malvados estorbar las más nobles y santas empresas. Pero su confianza en el Señor y el gozo grande que recibió con varias apariciones, le infundieron nuevos ánimos para proseguir sus benéficos trabajos.
Cierto día, hallándose en oración, vio en sueños un verde y frondoso olivo cargado de fruto, junto al cual había dos ancianos y venerables varones que le invitaron a sentarse al pie del árbol y le encargaron que lo guardara y custodiara, para que nadie lo maltratase o destrozase. Con esto entendió que aquel olivo representaba la congregación que formaban él y sus amigos.
La misma Virgen María se le apareció el día de San Pedro ad Vincula, declarándole cómo era la voluntad de su Hijo y la suya que se fundase en su nombre una Orden para redimir cautivos, bajo el título de Nuestra Señora de la Misericordia o de la Merced, cuyos miembros se dedicasen a rescatar a los cristianos del poder de los infieles. Ignoraba Pedro quién era el que le hablaba, y así repuso con extrañeza y santa audacia: «¿Quién sois Vos que conocéis los secretos del Señor, y quién soy yo para ejecutar tales designios?» La Virgen le respondió: «Soy María, la Madre del Redentor, y quiero tener nueva familia de siervos amantes, que hagan en favor de sus hermanos cautivos lo que yo hice con mi divino Hijo.»
Como Pedro Nolasco tenía grande amistad con el rey de Aragón Jaime I, lleno de alegría corrió a contarle lo sucedido, y, ¡oh prodigio!, tanto el monarca como Raimundo de Peñafort, confesor del rey, habían tenido a la misma hora idéntica visión. Jaime I hizo preparar lo necesario para la ceremonia de la institución de la nueva Orden, y el día de San Lorenzo, 10 de agosto del año 1218, en la catedral de Barcelona y a presencia de la corte, clero y pueblo, Pedro Nolasco y doce de sus amigos fueron armados caballeros por el rey. El obispo don Berenguer de Palou les impuso las insignias de la Orden; hicieron los tres votos solemnes de religión, a los que añadieron el de redimir cautivos, obligándose a perder ellos la libertad y exponer su vida, cuando fuere necesario para el rescate de cristianos.
El rey, que consideraba la obra como suya, la distinguió con un escudo en el que figuraban las barras que ostentaban sus propias armas, y además cedió a la Orden una dependencia de su palacio real, que quedó constituidoasí en el primer convento mercedario. Así quedó establecida la nueva Orden religiosa, real y militar, cuyo objeto era dedicarse únicamente a redimir a los cristianos cautivos del poder de los moros, y pedir limosnas por las calles para el mismo caritativo fin. Los Padres Mercedarios llevaron desde entonces hábito blanco, y sobre el escudo de Aragón, una cruz del cabildo de Barcelona, por haberse fundado la Orden en la catedral de dicha ciudad.
Con la bendición del Señor, fue creciendo cada día esta nueva planta. Muchos caballeros y personas nobles se hicieron redentores de cautivos, y tanto aumentó su número, que Pedro pidió licencia al rey para edificar un convento en las afueras de la ciudad, junto a la iglesia de Santa Eulalia, a orillas del mar.
Pedro Nolasco acudía todos los días a palacio a cumplir como amigo y consejero del rey. Estas frecuentes visitas y las distinciones con que le honraba el monarca le ganaron los primeros perseguidores que tuvo en Barcelona, que fueron los cortesanos, los cuales, envidiosos de verle tan aplaudido y con la gracia del soberano, que ellos deseaban para sí, llegaron a decir al rey que le desterrase, y esparcieron por la ciudad y otros lugares de Cataluña libelos en que ponderaban las razones de sus calumnias. El rey no sólo no dio oídos a los calumniadores, sino que para mostrar más a las claras la grande estimación en que tenía al Santo, edificó cerca del convento de la Merced un regio solar, que era su residencia ordinaria.
Además de la envidia, otro motivo indujo a los nobles a declararse enemigos de tan benéfica institución, y fue que sus propios hijos, maravillados de la abnegación y virtudes de los Mercedarios, acudían a alistarse en la nueva Orden o ayudaban con cuantiosas limosnas al rescate de los cautivos. Tan noble y cristiana conducta de los hijos, llenaba de indignación a sus padres, los cuales, culpando a Pedro Nolasco de cuanto sucedía. llegaron hasta injuriarle y amenazarle varias veces con quitarle la vida.
El santo varón respondía a las injurias con la mansedumbre. «Demos gracias al Señor —decía— porque inspira a los hijos que den su hacienda para redimir cautivos, al revés de los padres, que entregan sus riquezas a los demonios.» Viendo el enemigo infernal que no había podido anegar al Santo en tantas tormentas como había levantado, afligióle con una tentación más peligrosa, introduciendo en su alma la duda de si, redimiendo cautivos, no descuidaba su propia salvación. Y así pasó una temporada pareciéndole que su vida espiritual languidecía, por no poder dedicar sino poquísimo tiempo a la oración. Con esto empezó a dudar qué haría, y el temor pudo tanto en él, que resolvió retirarse a un desierto, juzgando que en medio del silencio y recogimiento de la soledad, y lejos del ruido y preocupaciones del siglo, podría más a sus anchas darse a la contemplación de las cosas divinas y al trabajo de la perfección. No quiso, sin embargo, llevar a efecto tal propósito sin antes consultar con su confesor San Raimundo de Peñafort, el cual, conociendo que aquélla era tentación del demonio, desengañóle y alentóle a proseguir en lo comenzado, diciéndole que Dios no le quería para el retiro, sino para que le sirviese en el mundo, haciendo bien a sus prójimos. Esta conducta del Santo nos enseña que debemos acudir a recibir dirección de quien nos puede orientar en los arduos problemas de la vida, porque nadie es buen juez en su propia causa.
LOS MERCEDARIOS EN ÁFRICA
VENCIDA la tentación y seguro ya de caminar por la senda de la divina voluntad, sintió mayores ansias de continuar las redenciones, y juzgó no debían sus hijos contentarse con rescatar cautivos desde España, sino que en alas del celo habían de volar hasta tierra de infieles, para arrancar de los dientes de los lobos a las inocentes ovejas de Cristo. Juntó a sus religiosos y les manifestó su intento; pero como no convenía que todos ellos partiesen al mismo tiempo, procedieron a elegir quiénes habían de embarcarse.
El primer elegido fue el mismo fundador y prior de la Orden, Pedro Nolasco. Consideró el Santo aquella elección como mandato celestial, y para dar ejemplo a sus hijos, con extraordinario fervor y devoción, preparóse al nuevo género de apostolado, resuelto a dar hasta su sangre por la redención de los cautivos, si tal fuese la voluntad del Señor.
Pasaron primero a Valencia, que era entonces de los moros, llevando cuanto dinero y joyas tenían, y con salvoconducto entraron en la ciudad, consolando a los cautivos y animándolos a permanecer firmes en la fe. Hicieron una redención de más de trescientos de todos los estados, sexos y edades y con ese escuadrón volvieron a Barcelona.
De allí a poco llevó la guerra a Valencia el rey de Aragón, y ello fue causa de que Nolasco no pudiese proseguir en sus caritativos trabajos como lo hubiera deseado. Mas con el auxilio divino, los cristianos entraron victoriosos en aquella región, y en breve tomaron a los moros el monte Enesa, cuyo castillo, por voluntad de Jaime I fue transformado en monasterio de la Orden de la Merced, y en él se dedicó una iglesia a la Virgen María, con la advocación de Nuestra Señora del Puig. Luego fue conquistada la ciudad de Valencia; sus mezquitas fueron convertidas en iglesias por los cristianos, y Pedro estableció en una de las principales un convento de su Orden.
Pero resuelto a dilatar más todavía el campo de su celo, atravesó el mar y llegó a Argel, donde se ocupó sin descanso en el rescate de cautivos. Entre los cristianos que hacía poco habían sido apresados por los piratas volviendo de Roma, halló Pedro a una dama llamada Teresa de Bibura, de noble estirpe, e insigne favorecedora de la Orden. Entró en tratos con el pirata para ver de rescatarlos, y el precio estaba ya concertado, cuando llegó a oídos del moro que entre los presos había una dama muy noble y rica. No faltó más para que aquel hombre cruel, encolerizado, anulase el contrato, arguyendo que se le había engañado, y mandando que volviesen a las galeras los presos, para cuyo rescate exigió enorme suma.
Prometiósela el Santo; pero como no disponía entonces de bastante dinero envió a España a un religioso para que solicitase del rey de Aragón la cantidad necesaria. Entretanto, los cautivos, cansados de esperar, trataron con un judío sin que Pedro se enterase, y de noche lograron evadirse, llegando a territorio contrarío.
Al día siguiente, vio el pirata con asombro que habían desaparecido los presos, y culpando de ello a Pedro Nolasco, mandóle prender, y licuándole de injurias y golpeándole brutalmente, le encerró en lóbrega y húmeda mazmorra. Llevóle ante el juez como ladrón, falsario y único responsable de la evasión de los esclavos, pero habiendo oído al Santo, el magistrado decretó su libertad. Entonces Pedro, que sólo anhelaba padecer escarnios y baldones por Cristo, se ofreció a quedar en poder del pirata, en lugar de los cautivos evadidos. No aceptó el moro la propuesta del Santo, pero sí detuvo a los religiosos que le acompañaban, y determinó guardarlos en rehenes hasta que Pedro volviese de España con el precio del rescate.
Embarcáronle en un viejo navío sin velas ni timón, y el pirata mandó a los marineros que, en llegando a alta mar, le abandonasen. Hiciéronlo así, y al verse Pedro en inminente riesgo de perecer, acudió al Señor pidiéndole amparo y protección, y lleno de confianza en la divina Providencia, levantó en alto su manto a modo de vela, y llegó felizmente a las costas levantinas. Observaron aquel prodigio multitud de espectadores, los cuales, linios de alborozo y admiración, acompañaron al Santo triunfalmente a la iglesia de Nuestra Señora del Puig, donde dio gracias al Señor. En pocos días recogió suficiente limosna para rescatar a todos los cautivos de Argel.
HUMILDAD DE PEDRO. FAVORES CELESTIALES
PASADOS algunos años, juntó a sus hijos y les declaró el propósito que tenía de renunciar al generalato de la Orden, para vivir como humilde religioso. Pero por más razones que trajo a luz, no logró que Aceptasen la renuncia. Sólo determinaron elegir un vicario que le ayudase en el ejercicio del cargo; la elección recayó en fray Pedro Amerío, caballero de grandes prendas y virtudes, a quien luego honraron los Mercedarios como a santo, según consta en el Menologío de la Orden. Con esto pudo Nolasco darse de lleno a los humildes ejercicios de la vida religiosa.
Consolábale a menudo Nuestro Señor con visiones celestiales que vigorizaban su alma e intensificaban el ardor de su celo.
Asistía un sábado con sus religiosos al rezo de Vísperas, y considerando el reducido número de sus colaboradores, quedó como arrobado en éxtasis, y entre sollozos y lágrimas exclamó: «;Oh Señor! ¿Seréis tacaño y ruin con vuestra divina Madre, siendo así que os mostráis tan liberal y dadivoso con las criaturas? Si mis pecados e ineptitud son causa de que no bendigáis esta Orden, borradme si es menester, del libro de la vida, pero enviad operarios y nuevos hijos a la Merced.» Oyóse entonces una voz que dijo clara y distintamente: «No temas, pequeño rebaño, pues plugo al Señor concederte el reino celestial.» Todos los presentes oyeron estas palabras, quedando admirados sobremanera; con el tiempo fueron testigos de su fiel cumplimiento. Uno de los mayores deseos del bienaventurado Pedro era el de poder ir en peregrinación a Roma, para venerar el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles, de quien era devotísimo.
Cierto día en que estaba más entretenido con este pensamiento, oyó una voz que le dijo: «Pedro; puesto que tú no vienes a visitarme, vengo yo a verte a ti.» Al punto se le apareció el santo Apóstol crucificado cabeza abajo, como estaba cuando fue martirizado, y le dijo: «No todos los deseos de los justos llegan a cumplirse en este mundo.» Con esto desistió Nolasco de su propósito, pero desde aquel día creció su devoción a tan excelso patrono, y para imitarle en su martirio, atábase todos los días a una cruz, permaneciendo en ella varias horas, en la misma forma que había estado el Apóstol.
MUERTE DEL SANTO. SU CULTO
DISPONÍASE Pedro Nolasco para acompañar al rey San Luis en una expedición a Tierra Santa, no cabiendo en sí de gozo al pensar que en breve le sería dado venerar tan sacrosantos lugares; mas antes de emprender el viaje, sobrevínole gran debilidad, y como quiera que su cuerpo estaba ya tan quebrantado por los años y el rigor de la vida, aconsejáronle los médicos guardar cama. Pocos días antes que muriese, sintiendo no poder asistir a los Maitines de la Purísima Concepción, le consoló el Señor enviando ángeles que le llevasen al coro.
Sintiéndole ya desfallecer, pidió los santos sacramentos, y al ver entrar el viático en su celda se arrojó al suelo, y con grande humildad y arrastrándose de rodillas hasta el sacerdote, exclamó: «¿De dónde a mí tanto honor que Vos, oh Dios mío, vengáis a visitarme?» Comulgó con admirable devoción, y después juntó a sus hijos, y habiéndoles exhortado a la caridad con los cautivos y pedídoles perdón del mal ejemplo que les había dado, rogólés que eligieran luego general de la Orden, para así morir bajo el yugo y con mérito de obediencia.
Hiciéronlo así los religiosos, nombrando a fray Guillermo de Bas, a quien hoy día honran los Mercedarios con el título de Beato. Desde entonces, apartando Pedro Nolasco el pensamiento de las cosas visibles y temporales, dióse totalmente a la contemplación de las espirituales y divinas, trabando amorosas pláticas con Dios, con la Virgen, el ángel custodio y el Príncipe de los Apóstoles. Dijo con gran devoción el salmo Confitébor tibi Dómine in toto corde meo, y al llegar a aquellas palabras Redemptiónem misit Dóminus pópulo suo, la muerte cerró los labios de este admirable redentor de cautivos, cuya alma entró en el cielo a las doce de la noche de la vigilia de Navidad del año 1256.
Al morir San Pedro Nolasco, la ciudad toda vio una columna de luz, que en aquella hora subía desde el tejado de su celda al cielo, y salió tal fragancia del santo cuerpo, que llenó todo el convento, rodeando al mismo tiempo su rostro un celestial resplandor.
Siguióse una multitud de milagros, con lo que fue necesario tener algunos días sin enterrar el santo cuerpo, perseverando siempre con la misma fragancia, hasta que viendo que no cesaba el concurso devoto, sus religiosos le enterraron de noche honoríficamente.
Cuando el rey supo su muerte, vino a Barcelona a venerar el sagrado cuerpo, y oyendo los muchos milagros que Dios obraba por su intercesión, mandó el obispo hiciese información de su admirable vida, que remitió a Alejandro IV con cartas suyas y de su yerno el rey don Alfonso X de Casilda y de los prelados de las dos coronas; y también escribió San Luis, rey de Francia, pidiendo todos al sumo Pontífice le incluyera en el número de los santos.
Sus sagradas reliquias fueron enterradas en la iglesia de la Merced de Barcelona, y a pesar de haberlas buscado con empeño, no han podido ser halladas, cumpliendo con esto el Señor los deseos de su siervo, que sólo anhelaba ser desconocido de los hombres tanto en vida como después de muerto.
El día 16 de octubre del año 1628 aprobó el papa Urbano VIII el culto de San Pedro Nolasco y concedió oficio para toda su Orden.
Por los años del Señor de 1664, Alejandro VII mandó rezar dicho oficio el día 29 de julio con rito de semidoble, y así constaba en el Breviario Romano; pero a los dos años, en 1666, trasladó la fiesta al día 31 de enero. La Santidad de Clemente X canonizó a Pedro Nolasco el día 16 de julio de 1672, y mandó celebrar su fiesta en toda la Iglesia con rito de doble. Pío XI la trasladó ni 28 de enero.
Ribadeneira hace resaltar la coincidencia de muchos aspectos de la vida de Cristo, redentor de la humanidad, con Pedro Nolasco, redentor de cautivos; pero en lo que más se pareció Nolasco a Cristo fue en la caridad con que se ofreció a innumerables trabajos y tormentos, y muchas veces a la muerte para redimir a los cautivos. No murió en cruz, pero sí abrazado a la imagen de Cristo crucificado.
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