Julián Marías
(conferencia en Madrid, 1999. Edición:Ana Lúcia Carvalho Fujikura)
Puede parecer extraño hablar de creencias y de su restablecimiento. Ustedes saben que la distinción – memorable – entre ideas y creencias procede de Ortega, de aquel espléndido ensayo que ha proliferado, que ha tenido tan largas consecuencias, que ha sido estudiado con mucho detalle – por mí, entre otros, por supuesto – y que, evidentemente, es una distinción capital. Se han solido confundir normalmente por lo siguiente: las creencias, cuando son conocidas, se formulan, se expresan y, entonces, son semejantes a las ideas. Es evidente que la formulación de las creencias las convierte en algo formalmente comparable con las ideas. Pero es necesario decir que las creencias, sobre todo las creencias importantes, las creencias básicas, aquellas que, como dice Ortega, “tienen una función completamente diferente” – porque nosotros tenemos ideas; las creencias nos tienen o nos sostienen. Tienen una función, en muchos sentidos, inversa.
Es, por cierto, un hecho capital: el que de las creencias básicas, de las creencias realmente fundamentales no tenemos ni idea, no sabemos que las tenemos – estamos en ellas simplemente. Para buscar ejemplos trilladísimos, que son quizá los más eficaces: es evidente que ustedes no han pensado, ni por un momento, en el aire que llena este salón, no han pensado ni que está en el ambiente. Si hubiera viento, ustedes habrían advertido la masa graciosa agitada; pero como no hay viento en esta habitación probablemente ustedes no han pensado – para nada – en el aire. Pero si, de repente, se vaciara, se hiciera vacío en esta sala o se substituyera el aire respirable en tierra por un gas irrespirable, ustedes caerían en la cuenta de que estaban en la creencia de que el salón estaba lleno de aire respirable, en lo cual no habían pensado – ni poco, ni mucho: es que estaban en la creencia, pero no tenían ni idea de ella. Del mismo modo ustedes han llegado inocentemente, se han sentado en sus butacas, tampoco han pensado en ellas, pero si de repente empezaran a hundirse o se rompieran, caerían en la cuenta de que ustedes estaban en la creencia de que había butacas sólidas, resistentes que pueden soportar su peso.
Es decir, de las creencias propiamente dichas, las creencias básicas – aquéllas que sostienen nuestras vidas – no tenemos ni idea. Cuando caemos en la cuenta de ellas, por algún motivo, entonces se identifica, es decir, se expresan en forma de ideas, son parecidas a las ideas. Esto que acabo de decir: que la habitación está llena de aire respirable o hay unas butacas sólidas, resistentes – esto son enunciados de ideas que expresan la creencia en que estábamos antes sin tener la menor noción de ellas.
Evidentemente hay otras creencias secundarias que están más próximas de las ideas, que están más expuestas a comprobación, a crítica: cuando, por ejemplo, subimos en ascensor estamos en la creencia de que está construido por técnicos competentes, que ha sido organizado oportunamente, es decir, hay una zona en la cual las creencias funcionan, en alguna medida, como muy próximas a las ideas.
Y hay otro proceso también muy importante que es que hay ocasiones o épocas históricas, ciertas sociedades, en que las creencias van siendo substituidas por ideas. Es evidente, por ejemplo, que el siglo XVIII representó esto. El siglo XVIII es la época en que se hace un intento de vivir de ideas. Es muy característico y si ustedes analizan los contenidos fundamentales del siglo XVIII verán cómo hay un predominio precisamente de ideas, se trata de relegar las creencias a un segundo plano y substituirlas por ideas. Pero ocurre – y esto es característico – que se hace entonces un uso credencial de las ideas, lo cual es normalmente peligroso – se las toman como creencias y, entonces, dejan de tomarse como lo que son: las ideas son siempre problemáticas, discutibles, inseguras, menesterosas de justificación o prueba... Las creencias, ¡no!, por supuesto. Entonces se produce un proceso, repito, de uso credencial de las ideas. En general, este proceso -que llamamos, a grandes rasgos, la Ilustración- en el siglo XVIII, fue el intento de poner ideas de vivir de ideas e, inmediatamente, el paso siguiente, es el uso credencial de las ideas.
Por ejemplo: la idea de progreso. La idea de progreso surge en la mente europea en mediados del siglo XVIII. Es una idea: la idea de que el hombre avanza, de que se va hacia adelante, pro-greso. Es una idea discutible, problemática, compartida por no muchos, pero que, con el tiempo, se convierte en creencia. Se da por supuesto que el hombre progresa, que la historia consiste en progreso, que se avanza, a lo largo de la historia. Y justamente esto domina en el final del siglo XVIII y va a dominar en gran parte el siglo XIX. Si ustedes ahora se preguntan: ¿Cuál es nuestra actitud respecto del progreso? La verdad es que después de todo lo que ha ocurrido en el siglo XX, no sé..., no estamos nada seguros. Si ustedes preguntan: ¿Hay progreso? Creo que casi todo el mundo diría: sí, por supuesto, existe el progreso, hay progresos. Pero ¿es constante, es seguro, es universal? Ah, no, ¡en modo alguno! Hay detenciones, hay estancamientos, hay regresos, hay recaídas. ¿Puede ser una idea? Una idea en cierto modo justificada, plausible, verdadera pero no más que una idea. No se vive ahora instalados en la creencia en el progreso como desde fines del siglo XVIII hasta quizá todo el XIX.
La diferencia intelectual y vital entre ideas y creencias es muy grande y esto es engañoso porque precisamente la formulación de las creencias las convierte en ideas, las asimila a las ideas. Ahora bien, son mucho más importantes las creencias. La vida humana descansa sobre un suelo de creencias, en las cuales nos apoyamos. Sobre la mayor parte de las cosas estamos en ciertas creencias –de diferente orden, algunas son enormemente básicas, otras son más circunscritas a aspectos particulares de la vida– pero, en todo caso, son mucho más sólidas, mucho más fuertes, vivimos mucho más de ellas. La función de las ideas es una función supletoria: cuando yo no estoy en ninguna creencia espiritual –o porque es una situación nueva, algo nuevo que surge–, tengo que buscar una orientación, una forma de iluminación o de certidumbre sobre esto. Entonces tengo que pensar y buscar ideas que suplan precisamente la ausencia de creencias. O bien una creencia está en crisis, una creencia se ha limitado, ya no tiene vigencia, no es suficiente, deja de funcionar en su papel propio de creencia sustentadora de la vida. Entonces tengo que ejecutar una operación casi que lógica: apoyar, defender, completar esa creencia vacilante o insuficiente con ideas.
También hay otra cuestión: es que las creencias, a veces, entran en conflicto – yo estoy en una creencia, pero también estoy en otra o en varias, y no veo claramente cómo se pueden compaginar. Entonces hay un conflicto de creencias – es el momento en que interviene otra función: la función de las ideas. Trato, entonces, de llegar o a una síntesis, o a una creencia superior, o a una convicción intelectual, a una idea superior, que dé razón de las diversas creencias y de su posible convivencia.
Como ven ustedes, por tanto, la función de las ideas es absolutamente capital. Pero en la economía general de la vida, si analizamos la estructura de la vida humana, evidentemente las ideas tienen un papel muy importante, pero siempre secundario respecto de las creencias. Estamos en creencias sumamente importante y básicas en las cuales se aloja el cauce general de nuestra vida. Y sobre esto se añade una superficie de ideas – decisivas también y desiguales. Ustedes ven la enorme diferencia de función en la historia según épocas, según las sociedades: les ponía el ejemplo del siglo XVIII, el intento – en definitiva, frustrado – de predominio de las ideas, que lleva aparejado el uso indevido de las ideas como creencias, el uso credencial de las ideas. Ustedes piensen cómo muchas anomalías se explican por esto – las ideas políticas, por ejemplo, o piensen en un hecho que es enormemente importante, de lo cual somos testigos o víctimas, muchas veces, de la época actual, de lo que llamamos los fanatismos. Los fanatismos, normalmente, proceden del uso credencial de ciertas ideas. Hay, a veces, una convicción que, en general, es intelectualmente injustificada, frecuentemente indemonstrable, que no tiene títulos ningunos de justificativa intelectual y, sin embargo, se usa como creencia, se la toma de una manera monolítica que, justamente, condiciona la conducta y hace que, en muchos casos, se vivan situaciones que nos parecen incomprensibles. No hay nada más dificil que entender qué significa el hecho del fanatismo – porque precisamente consiste en esto: tomar ideas, normalmente ideas falsas – y, en todo caso, ideas injustificadas – como creencias inconmovibles, sólidas, en las cuales se intenta fundar una vida. Los resultados suelen ser absolutamente desastrosos. En definitiva, en el siglo XX, paradójicamente, ha habido quizá ejemplos mayores de este tipo de situación de manejo credencial de ideas no justificadas, de ideas que no resisitirían a diez minutos de análisis, con las consecuencias del fanatismo, que son lo más devastador del siglo XX...
Esto es relativamente claro. Entonces parece raro que yo diga: la filosofía ¿qué tiene que ver con eso? Porque la filosofía precisamente es asunto de ideas; la filosofía es un pensamiento racional. ¿Qué ocurre con las creencias? ¿Qué puede tener que ver la filosofía con ellas? Ustedes piensen que hay situaciones en las cuales se produce una crisis de las creencias – las creencias, cuya condición es precisamente su vigencia, su vigor. Las creencias frecuentemente por formularlas, por expresarlas; una creencia expresada es siempre menos creencia, diríamos, se contagia de ideas. Una vez me pregunté, hace muchos años, en un libro: ¿Por qué se canta el Credo? Porque evidentemente nadie canta las leyes de Newton o los principios de la lógica; son enunciados que se viven, se formulan. Precisamente el canto del Credo añade algo a lo que tiene de enunciado: justamente su dimensión credencial. El Credo es credo, creo, singular – hace algunos años, en la liturgia dominante, se hacía el plural, hay versiones del credo antiguo en plural; me parecía un error decir creemos porque el credo es una profesión de fe personal, individual. No es creemos, no es una creencia social, no es que estamos en esta creencia ¡no! Cada uno tiene que decir: yo creo esto y esto; es, por tanto, una profesión de fe. Empleo la palabra fe para distinguirla de la creencia: la fe religiosa tiene un elemento de creencia pero no es decisivo ahí: hay todos los elementos intelectuales, sentimentales, tradicionales etc. que no son las creencias sociales, son completamente distintos. La fe religiosa es fe religiosa con un elemento credencial junto con otros muchos.
Pues bien, hay épocas en las cuales se produce un debilitamiento general de las creencias: pierden vigor, pierden fuerza, es decir, pierden vigencia. Entonces dejan de funcionar y se produce un fenómeno de desorientación. Esto lo expresa de una manera maravillosa Platón en la carta séptima – que yo comenté hace muchos años como introducción a la filosofía platónica. Se refiere a la situación que se ha vivido en Atenas, que es una situación de desorientación radical: es de crisis general de las creencias – lo describe de una manera vívida, maravillosa; emplea la palabra que es vértigo, una situación de vértigo. Hay un fenómeno fisiológico, biológico, elementarísimo, que no es grave además, que es el mareo. Todos nos sentimos mareados alguna vez, es algo sin importancia, la gente no se muere de esto, al cabo de un rato ha pasado el mareo, pero mientras estábamos mareados ¡es la más radical desorientación, no se puede hacer nada en el mareo! Por eso Platón admirablemente habla de vértigo. No se puede hacer política: la política supone un estado de vigencias, un estado de ciertas nociones en las cuales uno se apoya en lo que tiene vigor, en las cuales se puede apoyar la conducta. Y hay situaciones en las cuales esto desaparece. Hay situaciones de radical desorientación, de crisis profunda de las creencias. Y yo tengo la impresión de que estamos... -si no en una situación parecida- siento más claro de que esto ocurra. Las creencias siguen teniendo vigor, desigualmente, de una manera a veces muy atenuada, a veces residual, nos solicitan, tratan de determinar nuestra conducta parcialmente, en algunas zonas de la vida, sí, pero en otras, no, y no vemos clara la manera de articularlas. Esto me parece que sería una descripción bastante aceptable del estado de las creencias en el mundo actual – me refiero a los últimos decenios, no muchos.
Entonces hace falta recurrir a las ideas – necesitamos de las ideas imperiosamente porque las creencias nos faltan, son débiles o son conflictivas y, por tanto, no son suficientes para saber a qué atenerse, para orientarse en la vida. Pero ¿qué ideas? Nuestro mundo actual está absolutamente lleno de ideas, también lo estaba en el tiempo de Platón: no con la superabundancia acerca de todos los fragmentos de la realidad como ocurre ahora, pero también ocurría un fenómeno parecido – recuerden ustedes que es el momento precisamente de constitución de la teoría como tal, el espírito teórico. Hay innumerables ideas, pero estas ideas sirven no más. Son ideas particulares, son ideas aisladas, nos pueden dar luz, nos pueden permitir cierta claridad sobre algunos aspectos de la vida.
Tomemos como ejemplo la técnica, una de las glorias del siglo veinte es el inmenso desarrollo de la técnica. Hoy evidentemente sabemos del funcionamiento de la realidad física, de la actividad cósmica, de la biológica, mucho más que en ninguna época, con un conocimiento mucho más profundo, mucho más de detalle, de las honduras de esa realidad. Se puede operar de modo extraordinario, estamos operando con acciones reales dentro del átomo, dentro de partes muy pequeñas, muy parciales del átomo, se está no solamente explorando el espacio exterior sino que se está actuando en él, se están ejecutando acciones físicas en planetas remotos, estamos recibiendo fotografías de Marte, con un conocimiento que hubiera sido totalmente inverosímil en cualquier otra época. Es evidente que hay un repertorio de ideas... son ideas: ideas precisas, comprobables que afectan a una enorme cantidad de realidades o de aspectos de la realidad. Y, sin embargo, no bastan; es insuficiente. Todo ese conocimiento incluso más bien está contribuyendo a la desorientación – justamente porque nos presenta posibilidades que nos parecen que rebasan nuestro horizonte. Por ejemplo, el manejo nuclear, el manejo del átomo – que ha sido un fantástico avance y un enriquecimiento enorme – está asociado al temor. Es evidente: el primer experimento atómico ha sido la bomba de Hiroshima y Nagasaki. Si hubiera habido primero las utilizaciones técnicas, positivas, favorables de la energía nuclear, esta imagen sería distinta ¿no? Ustedes piensen, por ejemplo, que la primera utilización de la electricidad, en lugar de ser las bombillas eléctricas, o el teléfono, o el telégrafo ¡hubiera sido la silla eléctrica...! Y así todo lo que tiene que ver con lo nuclear se ha asociado a lo destructivo – ahí ha intervenido la política y el partidismo político, por supuesto. En todo caso, es evidente que esas certidumbres parciales, valiosísimas, preciosas, extraordinarias de las ideas tienen consecuencias que no son previsibles. Del mismo modo las posibilidades biológicas de intervención en los organismos vegetales, animales e incluso humanos: todas manipulaciones de la genética son posibles – y son precisas, rigurosas, comprobables, pueden ser preciosas, pero, al mismo tempo, producen una desorientación porque tienen consecuencias que no son previsibles.
Hoy el hombre está convencido de que puede hacer muchas cosas, lo puede justificar y sabe cómo se hace pues tiene una conciencia clara, intelectual, racional. Pero vendrán consecuencias: ¿Adónde llevan, hasta dónde se pude llegar? Es evidente que el hombre vive hoy en un estado de admiración embotada por la frecuencia y, de otra parte, de indudable temor, de zozobra... Las ideas son absolutamente necesarias, indispensables – pero no cualesquiera. Acabo de emplear la palabra “ideas aisladas”. El mundo intelectual está constituido actualmente por la fragmentación: casi nadie sabe nada fuera de una parte (y ustedes piensen que ha habido hombres, quizá hasta el siglo XVIII, Leibniz, p. ej. poseía en definitiva el saber de su tiempo); hoy no es que los físicos saben solo física y los biólogos saben biología...: ¡no! Saben una pequeña parcela de esas disciplinas. De ellas saben algo extraordinario, algo que no se sabía, ni siquiera se ha imaginado: sí, pero no saben más que eso. La visión de la realidad se escapa, no basta con ideas.
Yo suelo distinguir con bastante energía entre inteligencia y razón. La inteligencia consiste en la capacidad de comprender, de entender las cosas – es algo que el hombre comparte con el animal. Los animales son inteligentes, tienen inteligencia y, a veces, mucha. Piensen, por ejemplo, en el sistema prodigioso, instintivo de los insectos, que ejecutan una cantidad de operaciones vitales, con enorme precisión, con rigor y, a veces, incluso colectivamente en inmensas masas. Por otra parte, los animales superiores: tienen una conducta tan certera, compleja como, por ejemplo, los animales predatorios o las aves migratorias que ejecutan operaciones que son de gran perfección, las hacen con un maravilloso ajuste. Eso es inteligencia. La razón es algo más: es la aprehensión de la realidad en su conexión; ver la realidad como la realidad, no como estímulos, no como un objeto, como en el caso de la inteligencia. Si ustedes ven, por ejemplo, un tigre, una pantera sobre su presa es algo de un ajuste, de una precisión asombrosos. Sí, pero el hombre tiene algo más. El hombre tiene la aprehensión de la realidad, es decir, ve lo real como real; está en un mundo y no meramente en un medio con el cual está articulado, pero en su conexión sobre todo. Descubre las conexiones de la realidad: va uniendo unos elementos a otros, por eso construye un mundo. El hombre con su circunstancia, con todo lo que lo rodea, va haciendo un mundo – un mundo que ha de ser inteligible, que tiene que ser inteligible, que puede ser inteligible como tal mundo. Esa es la condición fundamental; eso es lo que el hombre necesita.
Recuerden ustedes mi vieja fórmula para entender lo que se llama tener o no tener uso de razón. Si el niño tiene o no tiene uso de razón. La tiene ¿Si la tiene por qué no la usa? ¿Y si no la usa, por qué? No tener uso de razón quiere decir no tenerla pero necesitarla. El animal no la necesita; el animal no tiene razón y no le hace falta. El niño no la tiene pero la necesita y por eso puede vivir más que en sociedad, con sus padres, sus mayores, que le prestan justamente la razón que él no tiene, hasta que adquiere su uso, hasta que tome posesión de ella. Esta es la fórmula.
Pues bien, el hombre construye el mundo, hace mundos, vive en un mundo, puede llegar a saber a qué atenerse porque tiene razón. La razón establece un sistema de conexiones de la realidad que le permite entender la totalidad, entender la vida. En seguida, muchas veces, si ustedes ven las respuestas de los primeros filósofos, de los presocráticos, son de una simplicidad inquietante... Qué cosas tan sencillas han dicho: la es el agua, el aire... Pero, lo importante no era la simplicidad de la respuesta; era la universalidad de la pregunta. Lo que caracteriza estos filósofos es preguntarse: ¿Qué es todo esto? ¿Qué es la realidad? Justamente esa pregunta englobante no la puede hacer el animal.
Vemos cómo hace falta que las ideas sean ideas, en sentido estricto, ideas racionales; ideas que puedan englobar la realidad, permitirnos saber a qué atenernos respecto a ella y por tanto respecto a nuestra vida, que nos permitan primariamente proyectar. Y Platón nos cuenta que no se puede hacer política porque hace falta algo anterior, algo previo: saber a qué atenerse, tener un sistema de ideas coherentes, justificadas, abarcadoras. Es lo único que puede substituir las creencias en crisis, lo que permite restablecer las creencias. Esto es lo que no puede hacer más que la filosofía. Y aquí llegamos al punto al que quería llegar.
La filosofía precisamente es aquella forma de pensamiento que tiene un carácter universal y radical. Consiste en hacerse preguntas radicales, no secundarias, no parciales, sobre la realidad. Y de ahí viene la exigencia de sistema: no hay más pensamiento sistemático que el filosófico. En el siglo XIX se creía que la filosofía tenía y debía tener una estructura sistemática – es lo que buscaron y realizaron, a su manera, los grandes filósofos del idealismo alemán...
No diríamos esto ahora. No se trata de la estructura intelectual, de la estructura teórica de la filosofía. No se trata de que sea conveniente, o valioso o hermoso el sistema. ¡No! Se trata de algo mucho más elemental: la vida humana es sistemática. La vida humana es sistema, es coherencia, es un conjunto, es necesidad de saber a qué atenerse respecto a toda la realidad; respecto a las cuestiones de la vida, no a las cuestiones primarias, inmediatas, de cada momento, sino sobre su sentido general, sobre la totalidad del horizonte. Yo me proyecto para hacer lo que voy a hacer ahora mismo o dentro de una hora o mañana... ¡sí! Pero, al mismo tiempo, tengo un proyecto que comprende mi vida entera y más allá de mi vida, porque tengo que plantearme qué va a ser después... después de mi muerte que aparece a mí en el horizonte, que no está ahí pero está allá. La estructura sistemática de la vida humana y, por tanto, de la realidad, es lo que nos obliga precisamente a hacer un pensamiento sistemático. Y ese pensamiento sistemático es la filosofía – la filosofía cuando es propiamente filosofía... pero si ustedes consideran la situación de la filosofía en muchas épocas, entre ellas la nuestra, verán ustedes cómo, en gran medida, está consistiendo en una renuncia al sistematismo. Por ejemplo: la enseñanza de la filosofía, la transmisión de la filosofía. Lo que los estudiantes reciben, qué es lo que los puede llevar a la filosofía, despertar su vocación filosófica, es, en general, una serie de puntos aislados, de puntos fragmentarios, cuestiones particulares, aisladas que no tienen que ver nada unas con otras. Se estudia el pensamiento de tal o cual filósofo, aparte de su situación, de su puesto en la historia, sin saber de dónde viene, ni adónde va, sin saber por qué piensa lo que piensa y por qué no se puede seguir pensando eso mismo, y por qué se ha seguido adelante con eso que llamo yo sistema de alteridad de las filosofías, con lo cual, evidentemente, no se entiende nada. No se entiende nada, pero sobre todo se pierde el carácter filosófico. Una cuestión nominalmente filosófica, o una filosofía, o una doctrina filosófica, tomada en su aislamiento deja de ser filosofía, ni más, ni menos. No es filosofía, es el precipitado, inerte, de lo que fue, de lo que pudo ser, filosofía. El que lee un libro filosófico, si no lo lee repensándolo, reinventándolo, poniéndose en actitud del que lo ha escrito y que por tanto lo ha pensado, no lo lee filosóficamente y no lo entiende, y permanece ajeno a él. Todo lector auténtico de un libro de filosofía funciona como filósofo, aunque no sea un filósofo original y creador.
Vean ustedes cómo hay infinitas exigencias. La única manera de superar un estado de crisis profunda de creencias, de falta de vigencia de las creencias y, por consiguiente, de desorientación, es llegar a un pensamiento racional, sistemático, rigurosamente filosófico.
Y aquí se encuentran ustedes con el enunciado de esa conferencia: la filosofía como restablecimiento de las creencias. Partiendo de una filosofía, responsable, justificable, que exhibe sus títulos, que muestra su evidencia, que tiene el mecanismo de la prueba –esencial a la filosofía– y que se plantea las cuestiones radicales, las cuestiones que afectan al conjunto de la realidad de la vida humana como tal, sólo así se puede restablecer la inteligibilidad del mundo, de la vida; puede hacer posible una nueva orientación.
No es que los hombres vengan a ser filósofos – Dios nos libre... Lo que hace falta es que haya algunos filósofos... –pocos, bastan pocos, siempre he dicho que han sido cuatro gatos metidos en un rincón sin ninguna importancia social, por eso cuando veo congresos en que hay doscientos, trescientos filósofos... Algunos filósofos, pero que sean filósofos, que hagan verdaderamente filosofía y no otra cosa, que se hagan rigurosamente las preguntas radicales... ¡Las preguntas! Las respuestas son secundarias. Que lleven los demás hombres que no son filósofos ni tienen por qué serlo a hacerse unas preguntas, a recobrar la confianza en la razón, a restablecer ese sistema de conexiones en que consiste la realidad. Es decir, si hay filosofía -sin importancia, sin ninguna fuerza social, diríamos- , podrá haber nuevamente creencias. Creencias que alcanzarán solidez, vigencia, que irán recomponiendo el mundo.
Yo creo que las crisis de creencias son las verdaderas crisis: los acontecimientos pueden ser tremendos, pueden ser devastadores -las revoluciones, las guerras dejan al mundo tal vez en la situación lamentable de empobrecimiento... no son tan graves: es mucho más grave la desorientación, cuando el hombre no sabe lo que hacer, no sabe qué pensar, no sabe a qué atenerse, cuando se interrumpe o se quebranta su sistema de estimación. Estas son las crisis profundas, las que engendran las decadencias, de las cuales es tan difícil salir porque significan un descenso de lo humano, un descenso de la calidad humana y, por tanto, no hay quien salga de ellas...
Yo siempre he creído que la realidad psicofísica del hombre es más o menos invariable – ustedes tomen una época de decadencia y los niños que nacen en ese tiempo son iguales a los que nacían antes o después, y si se hubieran hecho análisis psicofísicos como se hacen ahora hubieran visto que eran iguales. Era la sociedad que era distinta, era tal vez el fraccionamiento o el aislamiento de las partes; era el predominio de ideas que pueden ser falsas, injustificadas, que pueden engendrar fanatismos que significan un estrechamiento de la mente, un cesar de plantearse esas cuestiones, de estar abierto a la realidad, a la verdad.
Es la pérdida de la verdad, por tanto, la pérdida de en qué consiste la realidad. No se puede superar esa situación, más que volviendo precisamente al pensamiento riguroso y su forma radical es filosófica, es la filosofía. De las épocas en que se está, sí, se puede salir con filosofía, con la única condición de que la haya, de que haya unos cuantos hombres –o mujeres claro– dedicados a preguntar, con rigor, con veracidad y, la segunda parte, a mostrar el resultado de eso que han hecho a los demás para que puedan reconstruir su mundo personal, su manera de atenerse, su modo de proyectar y, por tanto, construir un mundo que sea humano, un mundo vividero.
Muchas gracias.
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