LA SANGRE DE LOS MÁRTIRES
DA TESTIMONIO DE LA FE CRISTIANA
De la homilía de S. S. Juan Pablo II
en la canonización de los mártires de China (1-X-2000)
Conságralos en la verdad; tu palabra es la verdad. Esta invocación, que reproduce la voz de la oración sacerdotal de Cristo elevada al Padre en la Última Cena, parece subir de la muchedumbre de santos y bienaventurados que el Espíritu Santo suscita en su Iglesia a lo largo de los siglos.
Dos mil años después del comienzo de la obra de la redención, hacemos nuestra esa invocación, con los ojos fijos en el ejemplo de santidad de Agustín Zhao Rong y sus ciento diecinueve compañeros mártires en China. Dios Padre los consagró en su amor, escuchando la oración de su Hijo que le adquirió un pueblo santo al extender sus brazos en la cruz para destruir la muerte y manifestar la resurrección.
La Iglesia da gracias al Señor porque la bendice y derrama en ella la luz con el resplandor de la santidad de estos hijos e hijas de China. La jovencita Ana Wang, de catorce años, resistió las amenazas del verdugo que la invitaba a apartarse de la fe de Cristo, diciendo mientras se preparaba con ánimo sereno a ser decapitada: «La puerta de los cielos ha sido abierta a todos», y con susurros invocó tres veces a Jesús; Xi Guizi, un joven de dieciocho años, dijo impávido a quienes le acababan de cortar el brazo derecho y se esforzaban por arrancarle la piel cuando todavía estaba vivo: «Cada trozo de mi carne, cada gota de mi sangre traerá a vuestra memoria que soy cristiano».
Con la misma fortaleza y alegría, otros ochenta y cinco chinos dieron testimonio, hombres y mujeres de toda edad y condición, sacerdotes, religiosas y laicos que, con la entrega de la vida, confirmaron su indefectible fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Esto sucedió en diversas épocas y tiempos difíciles y angustiosos de la historia de la Iglesia en China.
En esta multitud de mártires resplandecen también treinta y tres misioneros y misioneras que, dejando su patria, intentaron insertarse en las costumbres y mentalidad chinas, adoptando con gran amor las particularidades de aquellas tierras, seducidos por el deseo de anunciar a Cristo y de servir a ese pueblo. Sus sepulcros todavía se conservan allí para mostrar que pertenecen a aquella patria a la que, a pesar de la flaqueza humana, amaron con sincero corazón, consagrando a ella todas sus energías. «A nadie hemos perjudicado sino que hemos servido a muchos», dijo el obispo Francisco Fogolla al gobernador que se disponía a matarlo con su propia espada.
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PERMANECIERON FIELES HASTA LA MUERTE
EN UNA MISMA FE Y EN UN MISMO ESPÍRITU
De la historia del martirio de los santos Nicolás Pick
y compañeros, escrita por un contemporáneo
Después que los prisioneros fueron sacados de la ciudad, se estuvo buscando un lugar apto para el suplicio, hasta que llegaron al monasterio de Rugg, conocido con el nombre de Santa Isabel. Había allí un local amplio, semejante a un granero, que servía de depósito para hierba seca, que allí se precisaba en abundancia. Había en este lugar dos vigas, una larga y otra más corta, que parecieron a los soldados ser a propósito para colgar de ellas a sus prisioneros.
Los condujeron a aquel granero, mientras ellos, convencidos de que morirían por defender su fe católica, mutuamente se confortaban en el espíritu y oraban al Señor con fervor para que les ayudara en aquel trance definitivo. Cada uno, según Dios le inspiraba, confortaba a los demás, animándose con la esperanza de conquistar la retribución imperecedera y con la posesión definitiva del reino de los cielos, exhortándose también a soportar con valor cuantos suplicios les esperaban, sin perder el ánimo y venciendo la muerte corporal. Después los despojaron de sus vestidos y los dejaron totalmente desnudos.
El padre Guardián fue escogido el primero para sufrir aquel horrendo suplicio. Abraza y besa a cada uno, y con palabras graves les exhorta a que permanezcan fieles en la fe católica; y que mueran con valentía por ella, manteniendo el espíritu y amor de fraternidad que durante su vida les había unido en la vida religiosa, permaneciendo fieles hasta la muerte en la misma fe y en el mismo espíritu, sin perder en aquella hora final el amor que toda su vida les había mantenido unidos; que tenían ya cercano el premio que Dios les había prometido y por el que venían luchando toda su vida: la corona eterna de la felicidad; que preparadas estaban estas coronas, pendientes de posarse sobre sus cabezas; que por cobardía no las despreciaran en aquel trance; finalmente, que siguieran su ejemplo con valor ante el suplicio.
Diciendo estas palabras y otras parecidas, con intrepidez sube las gradas del patíbulo; con rostro cargado de paz y de cristiana alegría, avanza y no deja de pronunciar frases de aliento hasta que su garganta queda atrapada por las cuerdas de la horca. Su cuerpo pende en el aire. Y el vicario, padre Jerónimo, Ecio Nicasio y los dos párrocos, Leonardo y Nicolás, se dedican a reafirmar a sus compañeros, cumpliendo en aquel trance supremo su labor pastoral definitiva.
Todos fueron colgados de la viga más larga, excepto cuatro. Tres de éstos pendían en la viga más corta; entre el padre Guardián y el hermano lego, fray Cornelio, se hallaba Godofrido Duneo; el último en ser ahorcado fue Jaime, premonstratense, que pendía de una escalera. Por lo demás, los soldados, con gran sarcasmo, no a todos les colocaron las cuerdas en el cuello, sino que a unos se las pusieron en la boca, a modo de mordaza; a otros, en la barbilla; incluso algunos lazos eran flojos, para prolongar más el suplicio, como el del venerable Nicasio, que, al clarear el nuevo día, aún no había expirado, por habérsele prolongado la respiración. Aquellos esbirros emplearon en tan horrendo crimen dos largas horas, a partir de la media noche.
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