San Agustín, Sermo 72 A, 3. 7-8
“Mientras hablaba a las turbas, su Madre y sus hermanos estaban fuera, queriendo hablar con El. Alguien se lo indicó, diciendo: mira, tu Madre y tus hermanos están fuera, quieren hablar contigo. Y El dijo: ¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo la mano sobre sus discípulos, repuso: éstos son mi madre y mis hermanos. Todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, es mi hermano, mi hermana y mi madre”[1].
¿Por qué Cristo desdeñó piadosamente a su Madre? No se trataba de una madre cualquiera, sino de una Madre virgen. María, en efecto, recibió el don de la fecundidad sin menoscabo de su integridad: fue virgen al concebir, en el parto y perpetuamente. Sin embargo, el Señor relegó a una Madre tan excelente para que el afecto materno no le impidiera realizar la obra comenzada.
¿Qué hacía Cristo? Evangelizaba a las gentes, destruía al hombre viejo y edificaba uno nuevo, libertaba a las almas, desencadenaba a los presos, iluminaba las inteligencias oscurecidas, realizaba toda clase de obras buenas. Todo su ser se abrasaba en tan santa empresa. Y en ese momento le anunciaron el afecto de la carne. Ya oísteis lo que respondió, ¿para qué voy a repetirlo? Estén atentas las madres, para que con su cariño no dificulten las obras buenas de sus hijos. Y si pretenden impedirlas o ponen obstáculos para retrasar lo que no pueden anular, sean despreciadas por sus hijos. Más aún, me atrevo a decir que sean desdeñadas, desdeñadas por piedad. Si la Virgen María fue tratada así, ¿por qué ha de enojarse la mujer —casada o viuda—, cuando su hijo, dispuesto a obrar el bien, la desprecie? Me dirás: entonces, ¿comparas a mi hijo con Cristo? Y te respondo: No, no lo comparo con Cristo, ni a ti con María. Cristo no condenó el afecto materno, pero mostró con su ejemplo sublime que se debe postergar a la propia madre para realizar la obra de Dios (...).
¿CÓMO PODEMOS INTERPRETAR QUE TAMBIÉN SOMOS MADRES DE CRISTO? ¿ME ATREVERÉ A DECIR QUE LO SOMOS? SÍ, ME ATREVO A DECIRLO
¿Acaso la Virgen María —elegida para que de Ella nos naciera la salvación y creada por Cristo antes de que Cristo fuese en Ella creado—, no cumplía la voluntad del Padre? Sin duda la cumplió, y perfectamente. Santa María, que por la fe creyó y concibió, tuvo en más ser discípula de Cristo que Madre de Cristo. Recibió mayores dichas como discípula que como Madre.
María era ya bienaventurada antes de dar a luz, porque llevaba en su seno al Maestro. Mira si no es cierto lo que digo. Al ver al Señor que caminaba entre la multitud y hacía milagros, una mujer exclamó: “¡bienaventurado el vientre que te llevó!”[2]. Pero el Señor, para que no buscáramos la felicidad en la carne, ¿qué responde?: “bienaventurados, más bien, los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica”[3]. Luego, María es bienaventurada porque oyó la palabra de Dios y la guardó: conservó la verdad en la mente mejor que la carne en su seno. Cristo es Verdad, Cristo es Carne. Cristo Verdad estaba en el alma de María, Cristo Carne se encerraba en su seno; pero lo que se encuentra en el alma es mejor que lo que se concibe en el vientre.
María es Santísima y Bienaventurada. Sin embargo, la Iglesia es más perfecta que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una porción de la Iglesia, un miembro santo, excelente, supereminente, pero al fin miembro de un cuerpo entero. El Señor es la Cabeza, y el Cristo total es Cabeza y cuerpo. ¿Qué diré entonces? Nuestra Cabeza es divina: tenemos a Dios como Cabeza.
Vosotros, carísimos, también sois miembros de Cristo, sois cuerpo de Cristo. Ved cómo sois lo que El dijo: “he aquí mi madre y mis hermanos”[4]. ¿Cómo seréis madre de Cristo? El Señor mismo nos responde: “todo el que escucha y hace la Voluntad de mi Padre, que está en los cielos, es mi hermano, mi hermana y mi madre”[5]. Mirad, entiendo lo de hermano y lo de hermana, porque única es la herencia; y descubro en estas palabras la misericordia de Cristo: siendo el Unigénito, quiso que fuéramos herederos del Padre, coherederos con El. Su herencia es tal, que no puede disminuir aunque participe de ella una muchedumbre. Entiendo, pues, que somos hermanos de Cristo, y que las mujeres santas y fieles son hermanas suyas. Pero ¿cómo podemos interpretar que también somos madres de Cristo? ¿Me atreveré a decir que lo somos? Sí, me atrevo a decirlo. Si antes afirmé que sois hermanos de Cristo, ¿cómo no voy a afirmar ahora que sois su madre?, ¿acaso podría negar las palabras de Cristo?
Sabemos que la Iglesia es Esposa de Cristo, y también, aunque sea más difícil de entender, que es su Madre. La Virgen María se adelantó como tipo de la Iglesia. ¿Por qué —os pregunto— es María Madre de Cristo, sino porque dio a luz a los miembros de Cristo? Y a vosotros, miembros de Cristo, ¿quién os ha dado a luz? Oigo la voz de vuestro corazón: ¡la Madre Iglesia! Semejante a María, esta Madre santa y honrada, al mismo tiempo da a luz y es virgen.
Vosotros mismos sois prueba de lo primero: habéis nacido de Ella, al igual que Cristo, de quien sois miembros. De su virginidad no me faltarán testimonios divinos. Adelántate al pueblo, bienaventurado Pablo, y sírveme de testigo. Alza la voz para decir lo que quiero afirmar: “os he desposado con un varón, presentándoos como virgen casta ante Cristo; pero temo que así como la serpiente sedujo a Eva con su astucia, así también pierdan vuestras mentes la castidad que está en Cristo Jesús”[6]. Conservad, pues, la virginidad en vuestras almas, que es la integridad de la fe católica. Allí donde Eva fue corrompida por la palabra de la serpiente, allí debe ser virgen la Iglesia con la gracia del Omnipotente.
Por lo tanto, los miembros de Cristo den a luz en la mente, como María alumbró a Cristo en su seno, permaneciendo virgen. De ese modo seréis madres de Cristo. Ese parentesco no os debe extrañar ni repugnar: fuisteis hijos, sed también madres. Al ser bautizados, nacisteis como miembros de Cristo, fuisteis hijos de la Madre. Traed ahora al lavatorio del Bautismo a los que podáis; y así como fuisteis hijos por vuestro nacimiento, podréis ser madres de Cristo conduciendo a los que van a renacer.
[1] Matth. XII, 46-50
[2] Luc. XI, 27
[3] Luc. XI, 28
[4] Matth. XII, 49
[5] Matth. XII, 50
[6] II Cor. XI, 2-3
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