viernes, 13 de julio de 2018





¡DIOS, VIDA MÍA, QUÉ SUAVE ERES:
SEAS SIEMPRE BENDITO!
De la biografía de san Francisco Solano,
escrita por un autor contemporáneo

Aunque toda la existencia del varón de Dios, Francisco Solano, fue un martirio constante y un reflejo de la cruz de Cristo, los dos últimos meses de su vida se mereció las promesas de la eterna bienaventuranza practicando de modo eminente la virtud de la paciencia, al llevar con santa resignación su penosa enfermedad, que le mantuvo postrado en el lecho del dolor, sometido, además, a grandes padecimientos y fiebres abrasadoras.

Esta larga enfermedad nunca fue obstáculo para entregarse de lleno a la oración, la que en sus últimos días fue total contemplación y éxtasis continuos; inflamado en amor divino, siendo su conversación más con los ángeles que con los hombres, olvidado de todo cuidado corporal, de prescripciones facultativas y de cualquier remedio humano; vivió milagrosamente. Con gran ternura repetía incansablemente variadas jaculatorias, en especial: «Bendito sea Dios». Recitaba algunos salmos, sobre todo aquéllos: Alaba, alma mía, al Señor y Bendice, alma mía, a tu Dios, invitando a los presentes a que se unieran a él, mientras su espíritu se derretía en santo fervor. Hizo que le leyeran del evangelio de san Juan el pasaje que empieza: Antes de la fiesta de Pascua..., quedando ensimismado, en especial cuando se relataba la pasión de Jesús, dejando caer de sus labios frases de agradecimiento sincero a Cristo paciente, porque decía que le había amado a él, pecador, con gran bondad y misericordia. También se confortaba pronunciando himnos de alabanzas en honor de la bienaventurada Virgen María con gran gozo y júbilo espirituales.


A su confesor le declaró: «Ayudadme, Padre, a alabar al Señor»; y luego añadió: «Dios mío, tú eres el Creador, el rey, mi padre, tú eres mis delicias, todas mis cosas». Y su alma quedó inflamada en amor divino, sumida en éxtasis profundo, y su cuerpo permaneció rígido y frío como el mármol. Cinco días antes de su muerte, dijo al hermano enfermero, fray Juan Gómez: «¿Por ventura, hermano, no percibes la gran misericordia de Dios hacia mi persona, que me conforta para vencer con facilidad al enemigo?».

Tres fechas antes de su tránsito, dirigiendo la vista a otro hermano que le atendía, exclamó entre suspiros y lágrimas: «¿De dónde a mí, mi Señor, Jesús, el que tú estés crucificado y yo me encuentre entre tus ministros y siervos; tú desnudo, yo cubierto; tú abofeteado, coronado de espinas, y yo confortado con tantas atenciones?». Al día siguiente, estando rodeado de muchos religiosos, dijo: «¡Oh Dios, mi vida, sé siempre glorificado! ¡Qué inmensa condescendencia hacia mi persona! ¡Soy feliz, mi Señor, por saber que eres Dios! ¡Oh, qué suave eres!».

La última noche, cayó en profundo éxtasis, y los presentes creyeron que expiraba, pero se rehízo, y después recitó el salmo: Qué alegría cuando me dijeron: ¡Vamos a la casa del Señor! Ya van pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Desde este momento hasta el instante supremo de la muerte, sufrió un cambio misterioso, apareciendo su rostro hermoso, radiante, transparente, risueño, y su espíritu transpiraba jubilosa paz, gozo y serenidad. Un hermano le dijo: «Como quiera que Dios te llama a su seno, te ruego, Padre, que te acuerdes de mí, cuando estés en su reino». A lo que le contestó con cierto gracejo: «Así es, hermano, me voy al cielo, pero gracias a los méritos de la pasión y muerte de Cristo, porque yo soy un gran pecador. Mas, cuando llegue a la patria, seré allí un buen amigo tuyo».



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