TEMAS BÁSICOS DE ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA
por Julio Micó, o.f.m.cap.
Capítulo VI
«CON LIMPIO CORAZÓN
Y CASTO CUERPO» (2CtaF 14)
La castidad franciscana
El seguimiento de Jesús, como un caminar tras sus huellas en el acercamiento al Padre y en la implantación de su reinado, sólo es posible desde la castidad, sea ésta conyugal o célibe. Francisco, al tener que concretar su respuesta al Señor, no encontró mejor modo de vida que el celibato, por cuanto era el estado que había elegido el mismo Jesús.
El cuadro sociocultural de su tiempo, con su mirada despectiva hacia el sexo, debió de influir en él a la hora de optar por una vivencia radical del Evangelio. Pero lo que le inclinará a seguirlo desde el celibato será, sin duda, la imagen evangélica del grupo de Jesús y sus discípulos. En ellos veía, efectivamente, el modo ideal de plasmar su dedicación incondicional a Dios y su Reino. Siguiendo a Jesús y los suyos, que habían constituido ese grupo de predicadores itinerantes del Reino, Francisco se propone vivir el Evangelio formando, junto con los hermanos que el Señor le había dado, una Fraternidad de célibes que estuvieran totalmente disponibles para abrirse a Dios y para ayudar a los demás a que hicieran la misma experiencia.
Francisco, sin embargo, no se encerró en el fanatismo de creer que lo mejor para él tenía que ser también lo mejor para los demás. Y así como ayudó a Clara y sus compañeras a responder a la llamada del Señor desde la castidad virginal, así también ayudó a vivir la castidad conyugal a los penitentes casados que acudían a él para que les apoyara en su condición de creyentes comprometidos con el Evangelio. Francisco comprendió que la castidad es una gracia que hay que trabajar para que el Reino fructifique en formas históricas; pero el hacerlo desde el celibato o desde la conyugalidad eran decisiones que debía tomar cada uno al percibirlo como don del Señor para él.
Después que el Señor le dio hermanos (Test 14), Francisco comprendió que su entrega a Dios debería discurrir por el celibato vivido en Fraternidad. Por eso asumió ese estado, no como tarea ascética de renuncia al amor, sino como posibilidad de multiplicar su amor a los hermanos hasta desbordarse en todos los hombres e incluso en las demás criaturas.
1. EL CELIBATO DE JESÚS
La castidad de Francisco, como elemento de una espiritualidad de seguimiento, cobra significado a la luz del celibato de Jesús. Ya en la Iglesia primitiva los célibes voluntarios recurrían al dicho y al ejemplo de Jesús para justificar su comportamiento de vida: «Vivimos como el Señor, por la misma razón que tuvo Él: el Reino». Este Reino polarizará tanto la vida de Francisco que en adelante no sólo vivirá por él y para él, sino que necesitará vivirlo como lo hizo Jesús, desde la castidad célibe.
Jesús fue célibe. En los Evangelios no hay el menor rastro de que tuviera esposa. Este hecho, desacostumbrado en su ambiente, tuvo que ser explicado, puesto que se le acusaba de impotente.
A.- EUNUCOS POR EL REINO
Jesús, en la perícopa de Mateo 19,1-12, explica que hay eunucos que nacieron así o que fueron castrados por los hombres. Pero también hay eunucos que se hicieron tales por el Reino. Jesús acepta el insulto y da razón de su estado. Efectivamente, no está casado; pero no por incapacidad física, sino porque se siente tan atrapado por el Reino, que le es imposible tomar tal estado. El dicho sobre los eunucos es, por tanto, una justificación de la vida célibe de Jesús.
Los célibes voluntarios de la Iglesia primitiva, como hemos dicho antes, recurrirán a esta explicación de Jesús para autojustificar su modo de vida. El Reino les centrará de tal modo que serán incapaces de vivir una vida familiar normal. La castidad, pues, además de ser un don, está referida al misterio del Reino.
El Reino que predicó Jesús no es más que el acercamiento de Dios a los hombres. Dios está tan cerca, que se convierte en protector de los que no tienen futuro; es decir, de los pobres. Este amor de Dios, con preferencia a los débiles, fue la única razón de la vida célibe dé Jesús. Como parábola encarnada del amor de Dios, Jesús historizó la ternura entrañable de Dios para que los últimos de entre los hombres experimentaran la dignidad de ser amados.
El amor de Dios, hecho ternura y acogida para cuantos carecen de todo aprecio, es para los seguidores de Jesús una llamada tan apremiante y clara, que les seducirá hasta no poder vivir sino en ese mismo amor. Pospuestos los restantes amores, harán del amor misericordioso de Dios la única razón de sus vidas, convirtiéndose, como lo fue Jesús, en parábolas del Dios amante.
B.- EXIGENCIAS DE LA CASTIDAD POR EL REINO
La aceptación del don de la castidad celibataria no afecta solamente a los no casados. Entre las condiciones que enumeran los sinópticos para seguir a Jesús está el "odio" y el abandono de la propia mujer; son dos perícopas en las que aparece el tema del celibato, aunque de una forma velada.
La propuesta de Jesús es clara: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26); y: «Nadie que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por el Reino de Dios, quedará sin recibir mucho más» (Lc 18,29-30). Esta radicalidad no puede ser asumida por todos sino en casos excepcionales, cuando está en peligro la propia fe. Sin embargo, aquellos pocos a los que se les ha dado el comprender este valor, sí que deben aceptarla como un reto que les hace Jesús para poder seguirle.
Para los que han optado por el celibato, esta exigencia de abandonar o no tomar mujer está enmarcada dentro de un esquema más amplio de familia; y sería ingenuo ignorar que las instituciones y modelos culturales relacionados con la afectividad -la sexualidad, la pareja, la familia- son lugar de grandes liberaciones, pero también uno de los ámbitos privilegiados para la opresión y el condicionamiento ideológico, de modo que limitan la plena autonomía y la libre opción por causas más generales y decisivas. En esto, las instituciones afectivas son muy semejantes a las instituciones de poder y económicas. Despliegan una tal trama de influencias y controles, que resulta imposible salir de su propio cerco; y cuando alguien lo consigue, tratan por todos los medios de recuperarlo.
En los Evangelios aparecen los elementos necesarios para hacernos una idea sobre la familia judía y los poderosos medios de que disponía para modelar culturalmente a sus miembros. La misma familia de Jesús es presentada como un clan preocupado por la ortodoxia de las costumbres y modos de pensar de los suyos. Su madre, hermanos y hermanas tratan de recuperarlo, considerando que se ha salido del ámbito de su influencia al dedicarse a predicar de una forma nueva y extraña la antigua idea del Reino. Ante el aviso de que sus familiares están ahí para «hacerle entrar en razón» y llevárselo con ellos, Jesús responde con una de sus frases más subversivas sobre la institución familiar: «Mi madre, hermanos y hermanas son los que cumplan la voluntad de Dios» (Mc 3,35).
Esta actitud de Jesús no indica ninguna dureza personal frente a los suyos. La dureza radica en la amenaza que supone para la familia el descalificarla como ejecutora natural del control social sobre sus miembros. Cuando uno de ellos, en este caso Jesús, se desprende de los lazos de la sangre para ligarse a la causa universal del Reino, el clan familiar queda desposeído de sus poderes.
La castidad celibataria, por tanto, no hay que encerrarla en el estrecho marco de la sexualidad genital. Siguiendo el ejemplo de Jesús, al que necesariamente tiene que referirse, abarca también el ámbito familiar. Como escribe Eusebio de Emesa (s. IV), «vimos a un hombre que no había contraído matrimonio y aprendimos a no casarnos». En este seguimiento del Señor, el célibe se incapacita para el matrimonio porque ha descubierto que su llamada al servicio del Reino le hace testigo del amor abierto y generoso de Dios a todos los hombres.
Esta ternura, no obstante, debe hacerse realidad desde dentro de la Iglesia, donde la presencia de Cristo y la voz del Evangelio liberan de todo egoísmo nuestro celibato para referirlo y abrirlo a los demás. La dimensión del celibato rebasa nuestra condición presente; de ahí que nos resulte incomprensible. Sin dejarnos llevar por los manidos tópicos angelicales, Jesús proyecta la castidad en unas dimensiones de futuro, de Reino ya realizado, donde las relaciones humanas ya no estarán lastradas por lo genital. En esa forma nueva de sabernos y amarnos no tendrá sentido el casarse o no casarse, puesto que eso responde a la condición limitada de la historia del presente.
En los textos evangélicos el celibato aparece siempre al lado del matrimonio, y es contemplado como anuncio y realización ya desde ahora de la realidad de la resurrección, como vocación y gracia, como abandono y disponibilidad, pero siempre con vistas al Reino y fundado en las palabras y testimonio de Jesús y en la fe en el poder de Dios.
En este sentido, hay que relacionar el celibato con la familia en cuanto institución que no favorece el seguimiento radical de Jesús por parte de quienes han sido llamados a vivirlo en forma de Fraternidad abierta y dedicada al Reino. Aquí no se trata de si el celibato es mejor o peor que el matrimonio, sino de que hay formas de seguimiento de Jesús en las que el matrimonio, con todo lo que implica de ejercicio de la sexualidad y de creación de una familia, es un impedimento para realizarlo con libertad.
2. LA CASTIDAD EN LA EDAD MEDIA
El pensamiento religioso medieval sobre la castidad toma su doctrina de los Santos Padres, quienes, a su vez, la bebieron de los Padres Apostólicos y la Iglesia primitiva, por lo que será conveniente hacer un rápido recorrido por todos estos siglos para ver la génesis de la concepción medieval de la castidad.
A.- LA CASTIDAD EN LOS PRIMEROS SIGLOS DE LA IGLESIA
Ya en los tiempos de la Iglesia apostólica los cristianos vivieron el celibato como un estado positivo y voluntario junto al matrimonio. Matrimonio y celibato eran contemplados como situaciones dotadas cada una de su propio valor, y a ambos se los tenía por carismáticos. En el siglo II los ascetas y las vírgenes vivirán el estado del celibato «en honor de la carne del Señor»; los apologistas no llegaron a definir este estado y ello permitió seguir conservando el equilibrio paulino y contemplar los dos estados como posibilidad cristiana.
En el siglo III, bajo la presión de corrientes espirituales como la gnosis y el encratismo, se comienza a interpretar el celibato como virginidad y se empieza a compararlo con el matrimonio, cosa que terminó en apología del celibato, frecuentemente con descrédito e incluso en contra del matrimonio. Podemos, pues, decir que a finales del siglo III el celibato ha encontrado su estatuto definitivo en la espiritualidad y en la vida cristiana, afirmándolo como un estado superior al matrimonio, e interpretándolo, definiéndolo y alabándolo con las metáforas de "vida angelical", "esposa de Cristo", "nupcias místicas", "oferta y oblación perfecta", etc.
La abundante literatura De Virginitate de los siglos posteriores desarrollará estos temas y, bajo el impulso del movimiento ascético, identificará a menudo celibato y vida monástica. Los Santos Padres, tanto orientales como occidentales, ensalzarán en mayor o menor medida el celibato como estado más perfecto, aunque sin despreciar por ello el matrimonio.
Debido a su formación filosófica, al hablar del matrimonio y de la sexualidad muestran una innegable reserva hacia lo corporal. En este contexto, la castidad viene integrada en la continencia, virtud que constituye uno de los fundamentos de toda vida cristiana. Una continencia perfecta, una castidad sin mancha, será la regla absoluta para todos los célibes. Respecto al matrimonio, la continencia del acto conyugal será la norma general, puesto que la unión de los esposos lleva en sí un elemento de impureza, a no ser que se limpie con la voluntad de procrear. Aun no siendo necesariamente pecado, falta poco para que esta impureza alcance al menos el pecado venial. Con este tipo de moralidad se llega, hacia finales del período patrístico, incluso a prohibir a los esposos el acceso a la comunión después de haber realizado el acto conyugal, aun con la intención de procrear.
La conciencia de que lo sexual mancha y, por tanto, hace impuros a los que la practican se mantuvo mucho más allá de la época de los Santos Padres, dominando toda la Edad Media. Los motivos hay que buscarlos en las tres grandes corrientes doctrinales de la antigüedad grecorromana, las cuales contribuyeron a que aparecieran en muchas partes groseras concepciones de la virginidad y, por contraposición, de la sexualidad: 1) la teoría platónico-filónica de los dos mundos, según la cual es bueno lo espiritual y malo lo corporal; 2) la doctrina estoica sobre los afectos, la cual pone de relieve que todo acto sexual se opone diametralmente a la virtud cardinal de la ataraxia; 3) el intelectualismo ético de Aristóteles, que desacredita el matrimonio como menos bueno a causa de la iactura mentis o pérdida de la razón que se produce en el acto conyugal.
Todas estas doctrinas darán cuerpo a la virtud evangélica de la castidad, confiriéndole un aspecto evasivo y angélico por miedo a ensuciarla si se la relacionaba con la carne. Tanto los Santos Padres como los teólogos y pastores medievales pensaron, escribieron y predicaron la castidad desde estos presupuestos ideológicos.
B.- LA CASTIDAD EN LA ÉPOCA MEDIEVAL
A la hora de documentarse sobre cómo entendían la castidad en la Edad Media, hay que tener en cuenta que los únicos que escribían sobre ella eran los clérigos; y su mentalidad se refleja en sus escritos. Además, todo el pensamiento medieval, también en lo referente a la castidad, está determinado por lo religioso. Por lo tanto, los grandes pensadores que marcarán las pautas sobre la conducta sexual serán los teólogos. Estos teólogos, por otra parte, no hacen más que repetir las doctrinas de los Santos Padres, sobre todo de S. Agustín. Así se explica que vuelvan una y otra vez sobre la grandeza de la castidad célibe, alabándola desde distintos ángulos y matices, pero siempre sobre el trasfondo oscuro de la sexualidad.
Ruperto de Deutz ( 1135), Hugo de S. Víctor ( 1141) y S. Bernardo ( 1153) son algunos de los que escribieron sobre la castidad, tanto célibe como conyugal, contribuyendo a la creación de una fuerte presión moral que obligaba a llevar una conducta social puritana, que en el fondo se prestaba a una especie de "doble vida", puesto que las costumbres de una época no se corresponden siempre con las enseñanzas de los teólogos y moralistas. Un índice del poco aprecio que se tenía al ideal cristiano de la castidad fue el progresivo aumento del nicolaísmo en los siglos X y XI, al que la reforma gregoriana tuvo que hacer frente.
El concilio de Bourges, en 1031, excluye de las órdenes a los hijos de sacerdotes y diáconos, y prohíbe tomar por esposa a la hija de la mujer de un sacerdote o diácono. Treinta años más tarde, los obispos reunidos en Lisieux repetían todavía a los canónigos que debían expulsar a sus compañeras; pero, desalentados, autorizan a los clérigos rurales a conservar la suya. Era preciso volver constantemente a la carga, agotarse sin éxito ante resistencias obstinadas.
Ha quedado muy poco de lo que escribieron aquellos que, en la Iglesia, sostenían lo contrario, porque finalmente fueron vencidos. Pero en estos restos se aprecian los argumentos de los contradictores. La continencia, decían, es un don de la gracia. Por tanto, no se debe imponer ni forzar a las gentes a ser puros. Citando a S. Pablo hablaban del matrimonio como de un remedio contra la concupiscencia. ¿Por qué negárselo, pues, a los sacerdotes?
Los simples fieles no ponían este tipo de argumentos, pero en su vida privada se regían por una moral que no coincidía necesariamente con la enseñada por la Iglesia. Dadas las trabas sexuales que se ponían a la recepción del sacramento de la eucaristía, optaron por no acercarse a ella más que una sola vez al año, y esto a base de mucho control por parte del párroco. Otro aspecto que reafirma esta doble moral sexual de los laicos es la existencia de un número considerable de prostitutas, lo que llevó a algunos predicadores itinerantes a formar monasterios para recogerlas.
La castidad aparece en el Medioevo como un ideal altísimo al que muchas veces no se corresponde la realidad. Con el fin de analizarlo un poco ordenadamente, lo agruparemos en tres niveles: el clerical, el laico y el de los herejes.
a) La castidad monástica y clerical
La castidad medieval, principalmente la monástica, estaba determinada en el fondo por la imagen que se tenía de la mujer. Una imagen dispar en la que se fundía su condición de santa y de pecadora. No es casual el desarrollo espectacular de la devoción a la Virgen hasta límites insospechados. En María se ve a la mujer santa que nos trae la salvación al darnos a su Hijo. Por ello se le tributa un culto que es reflejo del apasionamiento del amor cortés; un amor que ama desde la distancia y el respeto al sustituir la imagen real de la mujer por otra ideal.
En el lado opuesto se encuentra la mujer como la encarnación del mal, representada por la figura de Eva. En esta imagen se proyecta todo lo que de malo se pensaba sobre la mujer. Es la tentadora, la incitadora del hombre al mal, por lo que así el varón podía justificar todas sus caídas.
La castidad monástica
Es significativo el consejo que Casiano atribuye a los padres del monacato: «Por todos los medios debe huir el monje de las mujeres», como también los que daba S. Jerónimo a su discípula Eustoquio acerca de evitar la familiaridad de los hombres, incluso de los hombres de Dios. Aunque sería fácil juntar una serie de santos monjes que parecían rivalizar en alejarse lo más posible del trato con las mujeres, baste el ejemplo de Juan de Licópolis, quien pasó cuarenta años sin ver a una sola mujer, y, para no renunciar a esta gloria, halló el medio de aparecerse en sueños a la esposa de un alto oficial romano que se obstinaba en querer visitarle.
Esta mentalidad del monacato primitivo pasará al medieval con todas sus consecuencias. Así, en las Costumbres de la Cartuja se lee: «No permitamos entrar en nuestros términos a las mujeres, sabedores de que ni el Sabio Salomón, ni el Profeta David, ni el Juez Sansón, ni el Huésped de Dios, Lot (Gn 19,30), ni sus hijos (Gn 6,2), ni siquiera el primer hombre, Adán, formado por las manos de Dios, pudieron escapar a las caricias o los engaños de las mujeres. No es posible a un hombre esconder el fuego en su seno sin que ardan sus vestidos, o caminar sobre brasas con los pies intactos (Prov 6,28), o tocar la pez sin mancharse (Ecle 13,1)».
No obstante, es justo reconocer la existencia de un monaquismo nuevo, en contraposición al tradicional, cuyos miembros, reclutados entre los adultos, tenían una experiencia real de la mujer, porque habían estado casados o porque conocían la literatura amorosa de la corte. Este fenómeno tuvo una incidencia precisa en la literatura monástica, ya que leían la Escritura, sobre todo el Cantar de los Cantares, desde la propia experiencia afectiva. El mismo S. Bernardo, perfecto conocedor de la literatura cortés, escribirá utilizando estas mismas figuras para expresar la relación afectiva de los monjes.
Sin embargo, por lo general no era así. Ese miedo a la mujer contrasta con el aprecio y las alabanzas que se hacían a su virginidad, sobre todo la consagrada. Aunque ya anteriormente los Padres Apostólicos y los Apologistas escribieron tratados sobre la virginidad, es a partir del siglo IV cuando, tanto en Oriente como en Occidente, se predica y se escribe abundantemente sobre este estado. La razón es bien sencilla. La paz constantiniana y la aparición del monacato influyeron en el florecimiento de la virginidad como estado dentro de la Iglesia. De ahí que esta situación diera origen a una abundante literatura, hasta el punto de convertirse en género literario con estos tres elementos: 1) el elogio de la virginidad y la exhortación a abrazarla; 2) la exposición de modelos que sobresalieron en esta virtud cristiana; 3) la exposición de una serie de consejos que regulen la vida de las vírgenes en su fuero interno y en su comportamiento dentro de la comunidad eclesial.
Entre esta literatura sobre la virginidad que nos dejaron los Santos Padres y los escritores eclesiásticos de los siglos IV y V, no aparecen las Reglas monásticas, puesto que veían esta virtud tan evidente, que no hacia falta legislar sobre ella.
Los escritores de la Edad Media aportan muy poco al tema de la virginidad, ya que no hicieron más que repetir las ideas de los Santos Padres. La castidad monástica, aun basándose en los dichos y ejemplos del Señor, se alimenta de las formas culturales de desprecio por el sexo y todo lo relacionado con él, la mujer y el matrimonio, de modo que se nos hace difícil reconocer en su opción esa alegría de haber recibido el don del celibato como una liberación para abrirse a Dios y su Reino.
-- El celibato eclesiástico
El Nuevo Testamento no exige el celibato eclesiástico. De ahí que en los tres primeros siglos del cristianismo, el matrimonio y el uso del mismo no estuvieran prohibidos a los que desempeñaban ministerios eclesiales, aunque se valorara la virginidad y la continencia, practicándola en algunas ocasiones y de forma voluntaria obispos y presbíteros casados. Entre los siglos IV y XI se establece por primera vez en la legislación eclesiástica el celibato; es decir, la prohibición del uso del matrimonio.
En la Iglesia oriental se aplicaría de forma restrictiva dicha ley, imponiéndola solamente a los obispos. Pero en lo que a la Iglesia latina se refiere, sabemos que durante toda la Edad Media, aunque el celibato era ya ley común, eran muy pocos los sacerdotes que la cumplían, hecho que provocó repetidas disposiciones contra los llamados nicolaítas, es decir, sacerdotes y clérigos concubinarios. El matrimonio de los sacerdotes, durante todo este tiempo, era considerado ilícito, pero válido, hasta que el concilio II de Letrán, en 1139, lo declaró también inválido para los sacerdotes, diáconos y subdiáconos.
Aunque no puede negarse el valor del celibato, hay que reconocer que su estima se debe, en gran parte, al menosprecio de lo sexual. La idea de pureza cultual, que tuvo especial vigencia en el judaísmo, logró imponerse de tal modo que, durante un milenio entero, no se levantó ninguna voz autorizada contra la concepción de que el uso del matrimonio confería impureza cultual.
Junto a la historia del celibato eclesiástico existe otra paralela del contracelibato. El hecho de que sínodos y concilios repitan una y otra vez la obligación de esta ley demuestra la dificultad con que se iba imponiendo. Gregorio VII trató de atacar la plaga del nicolaísmo por medio de una reforma del clero, sobre todo del alto; pero los intereses patrimoniales y las consecuencias de la simonía con un clero sin vocación echaron por tierra la reforma, teniendo que acudir al pueblo para que se levantara contra ellos, incluso con el boicot de las misas y demás funciones litúrgicas.
Uno de los principales apoyos que tuvo el papa en la implantación del celibato clerical fueron S. Romualdo ( 1027), S. Pedro Damián (1072), S. Juan Gualberto (1073) y S. Arialdo. Todos ellos trataron de fomentar el celibato predicando y escribiendo contra los sacerdotes concubinarios, invitándoles a reunirse en monasterios canonicales para vivir en comunidad. Pero la verdad es que muy pocos de ellos se convirtieron, ya que la mayoría de monasterios se nutrían de vocaciones nuevas.
El pueblo, en general, apoyaba con frecuencia a los clérigos que se negaban a romper su matrimonio; pero las protestas se extinguieron poco a poco en los últimos decenios del siglo XI al imponerse los gregorianos.
b) La castidad conyugal
Como en todo el saber de la Edad Media, al preguntarnos sobre la castidad matrimonial hay que recurrir a los teólogos. Sus prejuicios sobre el sexo y la capacidad que tenían para imponer sus doctrinas hicieron que en el Medioevo existieran, al menos, dos tipos de moral: la del clero y la de los caballeros, sin contar la del pueblo bajo, del que no sabemos nada.
Ya anotamos anteriormente que toda la reflexión medieval sobre la castidad, también sobre la conyugal, se basa en los Santos Padres. Inmersos en una cultura dualista, los Padres orientales leyeron el Nuevo Testamento como una lucha entre la carne y el espíritu por conseguir la salvación. La infravaloración de la sexualidad y del matrimonio como cosas de la carne, contribuyó de un modo natural a resaltar la virginidad como cosa del espíritu.
Según Orígenes y S. Gregorio Niseno, la sexualidad es una consecuencia del pecado. Varios Padres seguirán esta opinión según la cual la multiplicación del género humano se habría desarrollado de una manera angélica si no hubiera intervenido el pecado. San Juan Crisóstomo no dudará en afirmar que son dos los motivos por los que se introdujo el matrimonio: para que nos conservemos castos y para que seamos padres. De estos dos motivos el principal es, sin embargo, el de la castidad.
Este pesimismo se acentúa en S. Jerónimo, para quien Eva fue virgen en el paraíso, de lo que deduce que la virginidad fue concedida con la naturaleza; el matrimonio, en cambio, a raíz de la culpa. Aunque S. Agustín destaca la bondad natural y la santidad del matrimonio, fundado en Dios, él es quien puso los cimientos teológicos de un pesimismo sexual que perdurará durante siglos. San Agustín llegó a sostener que sería un gozo indecible poder tener hijos sin la unión sexual.
No obstante este extremismo en materia sexual, hubo teólogos y pastores, como Hugo de S. Víctor, que tuvieron una visión más positiva de la sexualidad. Sin embargo, para los clérigos en general, el ideal del matrimonio era llegar a una fusión de los espíritus, olvidando la relación sexual. Son muchas las Leyendas medievales de santos que elogian la castidad conyugal absoluta. Un ejemplo de ello es la de Sta. Cunegunda, canonizada en 1200. En ella se lee que Cunegunda consagró su virginidad al rey de los cielos y la conservó hasta el final con el consentimiento de su casto esposo. La bula de canonización de Inocencio III dice, fundada en testigos, que Cunegunda había estado unida maritalmente con Enrique el emperador, pero que nunca había sido conocida carnalmente por él. La misma bula refiere la frase que habría dicho Enrique en el lecho de muerte a los padres de su esposa: «Os la devuelvo tal como me la confiasteis: me la disteis virgen, os la devuelvo virgen».
El sentido de pureza cultual, heredado del judaísmo, influyó en la concepción de que las relaciones sexuales eran un impedimento para acercarse a la eucaristía. De un modo general podríamos decir que para los clérigos medievales la sexualidad era algo sucio, algo que manchaba y que, por tanto, no entraba en el ámbito de la pureza exigida a todo verdadero cristiano. Un buen cristiano -según se dice en un sermón- es aquel que, al acercarse las santas solemnidades, para poder comulgar con mayor seguridad, guarda castidad con su mujer varios días antes, con el fin de acceder, con una conciencia libre y segura, al altar del Señor con casto cuerpo y limpio corazón. Lo mismo deberán hacer durante toda la Cuaresma y Pascua, para que la solemnidad pascual los encuentre puros y castos. Pero el que es buen cristiano no sólo guarda la castidad varios días antes de comulgar, sino que, además, sólo se acerca a su mujer cuando desea tener algún hijo. Estas incompatibilidades entre relaciones sexuales y acercamiento a la eucaristía tienen como consecuencia lógica el prohibir a los recién casados que entren en la iglesia durante 30 días, puesto que se supone que no han guardado la castidad.
c) La castidad de los herejes
Las sectas medievales se consideraban a sí mismas como pequeños grupos de elegidos, cuyos miembros, a la manera de los monjes o los penitentes, se habían convertido transformando su forma de vida, pasando «del mal del siglo a un santo colegio». La idea de apartarse juntos del mundo perverso, de avanzar hacia lo inmaterial alejándose del mal, de lo carnal, apenas difiere de la idea monástica, a no ser por su rechazo a ser encuadrados en la Iglesia. Pero en cuanto a la conducta, a la manera de buscar la salvación, de tender hacia la pureza de los ángeles, la distancia parecía muy corta entre los herejes y los rigoristas de la ortodoxia. Tanto para unos como para otros el mal era el sexo y, como a Escoto Eriúgena, el matrimonio les repugnaba; pero los herejes lo condenaban de manera más radical. Los herejes de Orleáns «denigraban las nupcias», y otros no dudaron en expulsar a sus mujeres, pretendiendo repudiarlas en virtud de los preceptos evangélicos.
En efecto, todos meditaban el Evangelio, especialmente el texto de Mateo 19. A la pregunta de los discípulos sobre la castidad matrimonial, Jesús responde con la parábola de los eunucos: «No todos comprenden esto, sino aquellos a quienes les ha sido dado». ¿No eran ellos, los adeptos de las sectas perseguidas, estos elegidos -el pequeño grupo- que entendían representar, apartados del mal del siglo?
Al leer a Lucas 20,34-35: «Los hijos de este siglo se casan y son dados en matrimonio, pero los que han sido juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección, sean hombres o mujeres, no se casarán», los herejes se convencían de que el estado conyugal impide elevarse hacia la luz. Preparándose para el retorno de Cristo, soñaban en abolir toda sexualidad. Con este espíritu, acogían junto a ellos a mujeres, tratándolas como iguales, pretendiendo vivir en su compañía unidos por esa cáritas que agrupa en el paraíso a los seres celestes en la perfecta pureza, como hermanos y hermanas.
Los detractores de la herejía tachaban de hipocresía el rechazo de la unión sexual y se burlaban de los herejes diciendo: «¿Cómo hombres laicos, carentes de esta gracia especial de la que están impregnados los clérigos por los ritos de la unción sacerdotal, pueden vivir en la intimidad de las mujeres sin pecar con ellas? Mienten; son unos impostores. En realidad se revuelcan en el desenfreno. Lejos de las miradas practican obscenidades sexuales. Los laicos que pretenden rehusar el matrimonio están abocados a la fornicación y al incesto».
En la base de todas estas actitudes estaba, además de los principios dualísticos, la concepción cultural de la mujer. La figura de la mujer, como encarnación de una sexualidad negativa y tentadora para el hombre, llevaba irremediablemente a desconfiar de ella en cuanto persona capaz de compartir un mismo proyecto, si bien se le permitía que formara grupos aparte.
Los movimientos pauperísticos medievales, aun manteniendo muchos de ellos un dualismo de procedencia cátara, rompieron estas tradiciones creando un nuevo concepto de participación de la mujer en la vida religiosa. Estos movimientos se caracterizaron por admitir entre sus seguidores también a las mujeres. Algunos de los predicadores que estaban al frente de estos grupos terminaron formando monasterios mixtos, como Roberto de Abrissel, que fundó Fontevrault, y Norberto de Xanten, Prémontré.
Los que no quisieron enrolarse en la vida monástica tuvieron que sufrir, además de las acusaciones de herejía por parte de la Iglesia, las calumnias de llevar una vida licenciosa cohabitando promiscuamente hombres y mujeres. Hugo de Rouen afirma en tono despectivo: «Los herejes llevan consigo mujerzuelas a las que no les une ni el vínculo conyugal ni el deber de la consanguinidad, sino el contubernio de la propia lujuria. Dicen llevar vida común en sus casas, alegando que ellos observan la vida apostólica, por lo que no rechazan a las mujeres sino que las acogen en su propia casa deforma lícita y las sientan a la mesa».
A principios del siglo XIII, el problema seguía siendo el mismo. Burcardo de Ursperg, hablando del grupo de Bernardo Prim, que fue aprobado por Inocencio III, dice «que los hombres y mujeres iban juntos cuando se trasladaban de un sitio a otro; y que muchas veces se hospedaban juntos en la misma casa y que, según daban que pensar, incluso a veces se acostaban juntos; y además afirmaban que todo esto era una práctica que provenía de los apóstoles» (BAC-399, p. 963).
Esta suspicacia frente a los nuevos grupos no era exclusiva del pueblo sino que la compartía también la jerarquía. En la Carta circular de 1210, anunciando a los arzobispos y obispos el reconocimiento pontificio de los Lombardos Reconciliados o grupo de Bernardo Prim, ya se les advierte que, si han prometido continencia, deberán evitar en el futuro toda relación sospechosa con mujeres. Pero en el Proyecto aprobado dos años después prometerán «evitar el trato sospechoso con mujeres, de modo que nadie se encuentre a solas con una de ellas, ni siquiera para hablar, a no ser en presencia de testigos cualificados o personas de confianza. Los hermanos y hermanas, sin embargo, no dormirán nunca en una misma casa, ni se sentarán a la misma mesa».
Estas precauciones parece que fueron tomadas también por el primitivo grupo franciscano. Jacobo de Vitry cuenta en 1216 la impresión que le produjo el movimiento llamado de Hermanos Menores y Hermanas Menores. Al describir su actividad dice que «durante el día van a las ciudades y a las aldeas para conquistar a los que puedan, dedicados así a la acción; y durante la noche, retornando al despoblado o a lugares solitarios, se dedican a la contemplación. Las mujeres, por su parte, viven juntas en algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada, sino que viven del trabajo de sus manos» (BAC-399, p. 964).
3. FRANCISCO Y LA CASTIDAD
Como ya se dijo anteriormente, la castidad no es para Jesús una cuestión de pureza ritual o sagrada, propia de las religiones. El hacerse eunucos y abandonar la familia responde a una exigencia de sintonía y disponibilidad para captar la voluntad del Padre de transformar el mundo por medio de un cambio radical que Jesús concretó en el Reino. De ahí que no sea ni mejor ni peor que el matrimonio, que es otra forma de respuesta en la realización del Reino, sino una forma necesaria para encarnar lo que Jesús entendió como su propia misión, y que consistía en permanecer totalmente abierto a su Padre para anunciar con entera libertad su decisión de transformar al hombre y sus relaciones.
Lo mismo que las grandes Reglas monásticas, Francisco utiliza pocas veces la palabra castidad, y casi siempre con un contenido jurídico. Esto indica dos cosas: que la sexualidad no era para él ninguna obsesión, a pesar de lo que digan los biógrafos, y que la castidad celibataria le resultaba tan evidente que no hacía falta hablar de ella.
Sin embargo, puesto que había optado por vivir en Fraternidad dentro de la Iglesia, tenía que contar con ella como elemento jurídico, pero sobre todo como potenciadora de su apertura a Dios y de la calidad de las relaciones fraternas con los hermanos.
Francisco no podía huir, al pensar y vivir su castidad célibe, de los condicionamientos de su tiempo. La teología, la moral, la literatura religiosa y las mismas costumbres proyectaban una castidad temerosa, que reaccionaba de forma desproporcionada ante lo sexual, con penitencias y comportamientos un tanto raros para nuestra mentalidad, pero que para ellos era natural; y esto también afectaba a Francisco. Pero a pesar de todo, en su celibato como seguimiento del de Jesús, se descubre esa libertad que le hace disponible ante Dios y le empuja a predicar su Reino de una forma itinerante.
A.- CORTESÍA DE CABALLERO
La estructura afectiva de Francisco está determinada por el amor cortés. Su frustrada vocación de caballero le fraguó una personalidad afectiva donde la cortesía era la forma natural de expresarse. Los biógrafos, tomando esta faceta real, la sublimarán hasta convertirlo en un Miles Christi o soldado de Cristo, como lo había sido antes san Martín de Tours. Posteriormente algunos autores harán de este talante cortés que le aportó su vocación por la caballería el cañamazo donde bordarán la figura de Francisco. No obstante esta magnificación de la faceta caballeresca de Francisco, a todas luces exagerada y prestada de la hagiografía tradicional, cabe rastrear por sus Escritos esa actitud de cortesía que coloreó toda su relación afectiva con los demás.
a) El amor cortés
Los biógrafos, sobre todo Celano, dibujan la figura de un Francisco que, ya antes de su conversión, posee esa cualidad que define a los caballeros: la cortesía. Una vez convertido, transformará el sentido de esa curialitas, que es hermana de la caridad, en la expresión de su amor por todos. Francisco será cortés con los obispos, con los señores feudales, con los ricos, con los pobres, es decir, con todos, hasta con su propio cuerpo.
Pero, ¿cuál es el contenido de este valor social que tan profundamente marcaba el comportamiento caballeresco de la Edad Media y que Francisco utilizó como vehículo de su manifestación afectiva en el seguimiento de Jesús?
La historia de la cortesía está ligada a la de la caballería. Cantada por los trovadores, la cortesía es originalmente una transformación de las costumbres, una transformación del modo de vivir. A comienzos del siglo XII apareció en Aquitania este movimiento civilizador que contribuyó a refinar la mentalidad, aún frustrada, del guerrero medieval. Bajo el influjo de esta nueva cultura, el caballero descubre que el hombre es algo más que un conjunto de fuerzas brutas, y que la finura, la delicadeza y la elegancia son también capaces de formar parte de su grandeza. Para dar muestras de afabilidad, se visitan unas cortes a otras, es decir, se cortejan. De donde la palabra cortesía viene a significar, en un primer momento, acercarse al otro con respeto y conservando las formas. La mujer, que hasta entonces era fundamentalmente un objeto de placer para el reposo del guerrero, se convierte en el honor de su señor, en la admiración de sus huéspedes. Las reglas de la cortesía, hechas por el hombre de guerra, se van transfiriendo del señor a su señora, floreciendo poco a poco el amor cortés.
Este amor, la cortesía, fue un movimiento importante dentro de las transformaciones sociales. Pero más que una moda pasajera y superficial, fue una revolución en el campo de la sensibilidad al convertirse en un ideal amoroso. Un amor que no es tanto una posesión carnal y baja, cuanto un impulso del corazón hacia la dama lejana, una adoración silenciosa y oculta, una elevación del alma por la alegría de amar y saberse amado. Los cantos trovadorescos repetirán sin descanso los deseos, las ansias, los temores y las esperanzas del corazón que está marcado por el amor.
b) Dios es cortesía
La cortesía no es sólo una cualidad de la caballería medieval que los juglares cultivaron y recrearon en forma lírica. Para Francisco y su entorno espiritual, la cortesía es una de las propiedades de Dios, que por cortesía da el sol y la lluvia a buenos y malos (Flor 37). En el siglo XIV, la mística inglesa Juliana de Norwich seguirá esta tradición que manifiesta el gran influjo del amor cortés en la espiritualidad. En sus escritos nos dice: «Dios es muy familiar y cortés; por tanto, debemos guardarnos de aceptar esta familiaridad con tanta negligencia, que abandonemos la cortesía. El Señor nuestro es la suprema familiaridad; y es tan cortés como familiar, ya que Él es verdadera cortesía».
En toda esta tradición del amor cortés vivido desde la espiritualidad hay un trasfondo trinitario que ilumina y motiva la castidad o el amor célibe. Tomando de los juglares el concepto de cortesía como un modo de ser y hacer que brota del amor, del enamorado, estos hombres y mujeres medievales veían la cortesía en Dios como un modo de actuar su amor. Dios es amor y nos ha manifestado su cariño en forma de cortesía. Las actuaciones salvadoras de Dios respecto al hombre están marcadas por la ternura y el hacer cortés; una cortesía que entraña la grandiosidad limpia del amor trinitario y el respeto por la dignidad del hombre a quien se ofrece en salvación.
Francisco es consciente de que todas las grandes maravillas que ha hecho Dios llevan el sello de la cortesía, ya que Él es cortés. Su asombro ante esta forma de manifestarse le hace romper en alabanzas al Padre, «pues por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos colocaste en el paraíso» (1 R 23,1).
Pero la cortesía de Dios no se queda en la creación. De ahí que Francisco continúe desgranando alabanzas por el hecho de la encarnación: «Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte» (1 R 23,3).
Las grandes maravillas, fruto del amor, que Dios ha hecho por nosotros, perduran en el tiempo para que las acojamos en libertad y nos transformemos en hijos capaces de comprender el amor del Padre. Por eso Francisco reconoce agradecido el amor paciente de Dios que se nos ofrece día a día: «Y te damos gracias porque este mismo Hijo tuyo ha de venir en la gloria de su majestad a arrojar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron a ti, y a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: "Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo"» (1 R 23,4).
El amor de Dios es apasionado pero cortés; se vuelca en el hombre sin abatirlo ni aplastarlo; muestra su calidad y su elegancia haciendo salir el sol sobre buenos y malos (cf. Mt 5,45). Y es que, en definitiva, «la cortesía es hermana de la caridad, que extingue el odio y fomenta el amor» (Flor 37). La misma cortesía que para el juglar es fruto del amor apasionado que siente por su amada, para Francisco es una consecuencia del amor misericordioso de Dios que se manifiesta en su actuar.
c) La cortesía de Francisco
Para Francisco, el actuar de Dios es el modelo ético de la conducta humana. Por eso, si Dios es cortés al manifestar su amor, él y sus hermanos lo deberán ser también si quieren seguir a Jesús. Celano, dentro del esquema del miles Christi en que sitúa a Francisco, nos dice que ya antes de su conversión no estaba tocado de avaricia ni era ávido de acumular dinero, sino que era pródigo, manirroto. En cuanto a su trato, era muy humano, hábil y en extremo afable (1 Cel 2). Los Tres Compañeros completan esta descripción añadiendo que era «naturalmente cortés en modales y palabras» (TC 3).
Durante el proceso de su conversión siguió cultivando la virtud de los caballeros, entre los que había querido contarse. Celano prosigue su descripción diciendo que también favorecía, además de los leprosos, a otros necesitados, alargando su mano generosa y el afecto de su corazón. Una vez que, en contra de su modo habitual de ser -porque era en extremo cortés-, despidió con malos modales a un pobre que le pedía limosna, se arrepintió de tal forma que decidió no negar nada a nadie que lo pidiese en nombre de Dios (1 Cel 17).
Al dibujar el retrato de Francisco, Celano apunta los trazos de su cortesía al decir que era fino en sus costumbres y afable en la conversación; adaptable al modo de ser de todos y sumamente generoso (1 Cel 83). Esa cortesía que alimentó toda su vida, la difundió también entre los suyos, potenciando la cultura cortesana del hermano Pacífico, llamado el rey de los versos (LP 65), o pidiendo a su guardián, que había sido siempre cortés con él, que hiciera también ahora honor a su cortesía dándole permiso para "restituir" su manto a una pobrecita mujer (2 Cel 92). Si la cortesía que brota del amor de Dios debía ser modelo en el quehacer de las criaturas, Francisco no sólo exigirá este modo de comportamiento a sus hermanos (1 R 7,15), sino que lo hará también con su querido hermano fuego para que se muestre cortés con él a la hora del cauterio (LM 5,9).
La cortesía, pues, es el valor que configuró la personalidad afectiva de Francisco en su vocación de caballero. Pero, una vez convertido, utilizó esa misma estructura para expresar su calidad de amante, ya que había descubierto que el amor de Dios hacia los hombres, y en concreto hacia él, se había derramado y se derramaba en forma cortés. La cortesía se convertía así en algo más que simples maneras sociales de comunicarse con los otros. La cortesía era para Francisco el modo concreto de encarnar el amor.
B.- PUROS DE CORAZÓN Y DE CUERPO
El amor cortés en que cristalizó la afectividad de Francisco le permitió entender la castidad dentro de ese horizonte más amplio de la pureza del corazón del que nos hablan las bienaventuranzas. Para Francisco, el hombre puro es el que responde al proyecto que tuvo Dios sobre él al modelarlo con sus manos; es decir, el hombre original que caminaba ante la faz del Señor y cuya actividad no le apartaba ni distanciaba de esa presencia que era su razón de existir. Pero la realidad del pecado le hizo impuro, incapaz de soportar su mirada. Al sentirse desnudo, sin dignidad, se escondió de su vista, convirtiéndose todo su quehacer en crear barreras que le impedían acercarse a su creador y en trazar caminos que le alejaban, cada vez más, de su pureza original de hombre.
a) Limpios de corazón
Siguiendo las bienaventuranzas como actitudes que aporta Jesús para recobrar la novedad, la pureza del hombre original, Francisco describe lo que para él significa tener un corazón limpio: «"Dichosos los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8). Son verdaderamente de corazón limpio los que desprecian lo terreno, buscan lo celestial y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16,1-2).
Para recuperar la limpieza del corazón, manchado por el pecado, hay que desandar el camino emprendido, despreciando -o posponiendo- lo terreno para buscar lo que verdaderamente nos identifica y define: Dios. El lenguaje empleado por Francisco nos puede inducir al error de buscar una espiritualidad desencarnada e insolidaria, que necesita del desprecio de las cosas para acercarse a Dios. Sin embargo, no es así. Su intención apunta a una de las ideas centrales y más radicales del Evangelio: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Lc 12,31).
Sólo el que es capaz de abrir su corazón al Espíritu, para que le dirija en su caminar hacia el Padre, ha entrado en ese ámbito de felicidad del que nos hablan las bienaventuranzas. Pero estar en el Reino supone el quehacer continuo de desescombro de toda la suciedad que el pecado echa en nuestro corazón. Francisco nos alerta para que estemos vigilantes y, descubriendo lo que verdaderamente enturbia nuestra identidad, trabajemos por encontrar y permanecer en lo que da calidad humana al corazón del hombre: el Dios que nos creó y nos sigue amando.
Por eso dice Francisco: «Guardémonos mucho de la malicia y astucia de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón vueltos a Dios. Y, acechando en torno, desea apoderarse del corazón del hombre, so pretexto de alguna merced o favor, y ahogar la palabra y los preceptos del Señor borrándolos de la memoria, y quiere cegar, por medio de negocios y cuidados seculares, el corazón del hombre, y habitar en él» (1 R 22,19-20).
El corazón limpio del que habla Francisco es la actitud del hombre que ha optado por seguir a Jesús porque en Él encuentra esa humanidad nueva que nos ofrece el Reino. De ahí que al hablar sobre el oficio divino les recomiende a los clérigos no poner «su atención en la melodía de la voz, sino en la consonancia del alma, de manera que la voz sintonice con el alma, y el alma sintonice con Dios, para que puedan hacer propicio a Dios por la pureza del corazón y no busquen halagar los oídos del pueblo por la sensualidad de la voz» (CtaO 41-42). Es la misma actitud que les pide a los fieles cuando alaban al Señor: «Amemos, pues, a Dios y adorémoslo con puro corazón y mente pura, porque esto es lo que sobre todo desea cuando dice: "Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad"» (2CtaF 19). Igualmente, a los hermanos sacerdotes les pide «que siempre que quieran celebrar la misa, puros y puramente hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona, porque allí solo él mismo obra como le place» (CtaO 14-15).
El hombre nuevo que nos presenta Jesús ya no tiene que esconderse de la mirada del Padre. Buscar otros motivos que no sean Él mismo es enturbiar esa presencia falsificando el corazón. Ni el éxito de una buena voz, ni el temor o amor de los hombres han de oscurecer la relación directa del hombre con Dios. Las connotaciones de pureza ritual, que obligaban a quien quisiera acercarse a la eucaristía a una limpieza sexual absoluta, colorean esta pureza de los sacerdotes de un matiz que ya no afecta sólo a la limpieza interior del corazón, sino que implica también la del cuerpo.
b) Puros de cuerpo
Francisco es consciente de que la impureza corporal no es algo externo al hombre, sino la expresión de su interioridad: «Porque, como dice el Señor en el Evangelio, del corazón proceden y salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos la avaricia, la maldad, el fraude, la impureza, la envidia, los falsos testimonios, las blasfemias, la insensatez. Todas estas maldades salen de dentro, del corazón del hombre, y éstas son las que manchan al hombre» (1 R 22,7-8).
A pesar de los condicionamientos de su época, que le obligaban a una visión estrecha de la castidad con relación a la eucaristía, Francisco no considera de forma aislada la pureza corporal, como si tuviera sentido en sí misma. En la exhortación a todos los fieles, les anima a que se acerquen a la eucaristía, porque el Señor «quiere que todos seamos salvos por Él y que lo recibamos con un corazón puro y un cuerpo casto» (2CtaF 14).
La castidad corporal forma parte de esa pureza del corazón que permite ver a Dios sin ruborizarse. Al unir la castidad del cuerpo a la limpieza del corazón, además de las implicaciones culturales antes aludidas, Francisco está indicando que la sexualidad no es algo autónomo a lo que se debe plegar el proyecto humano. El hombre nuevo que ha decidido vivir con transparencia su relación con Dios tiene que integrar también esa sexualidad como algo claro que le permite sentirse él mismo y relacionarse, como tal, con los demás. Esto exige una vigilancia semejante a la que debemos adoptar respecto a nuestras tendencias al tener o poder, ya que todas ellas pueden ser un impedimento que rompa nuestra limpia relación con Dios.
La pureza o castidad, como cualidad original que conserva su limpieza y transparencia, no es exclusiva de las personas. Francisco la eleva a nivel de símbolo aplicándola a las criaturas. Así, la hermana agua, además de ser útil, humilde y preciosa, es también casta (Cánt 7), lo mismo que la hermana ceniza (TC 15); y Francisco se dirige a las tórtolas silvestres que un muchacho llevaba para vender, diciéndoles: «¡Oh hermanas mías tórtolas, sencillas, inocentes y castas!» (Flor 22).
La castidad, pues, más que una virtud temerosa, es la actitud del que conoce la debilidad humana y sabe que necesita integrar su sexualidad en ese proyecto de vida que ha prometido al Señor; proyecto que implica la voluntad de asimilar la novedad del Reino que nos permite andar con transparencia en la presencia del Señor.
C.- FRANCISCO Y LO FEMENINO
Masculinidad y feminidad son dos formas de expresión del ser humano que, de algún modo, cohabitan dentro de cada persona. Los psicólogos del profundo dicen que en toda personalidad humana hay un componente masculino -ánimus- y otro femenino -ánima-. El ser humano, para llegar a ser tal, necesita llevar al nivel de lo consciente esta armonía, cosa que resulta difícil por los roles culturales que se asignan al hombre y a la mujer, de modo que el varón sólo es consciente de su función masculina mientras que la femenina permanece en el inconsciente; lo contrario sucede a la mujer.
Este despertar del componente femenino en el hombre, y del masculino en la mujer, sólo es posible si existe una sana relación de amor y de amistad con una persona del sexo opuesto. ¿Fue así en Francisco?
Al escribir sobre héroes o santos existe siempre la tendencia a exaltar sus virtudes en grado máximo. Leonardo Boff, por ejemplo, dice que «en Francisco encontramos una de las más afortunadas síntesis elaboradas por la cultura occidental y cristiana. En él se da todo el vigor del ánimus y, al mismo tiempo, admiramos una extraordinaria expansión del ánima».
Sin embargo, no está todo tan claro como quisiéramos, sobre todo cuando los testimonios de los biógrafos, e incluso algunos fragmentos de sus Escritos, nos inducen a pensar en un Francisco temeroso de la mujer. El cuadro hagiográfico en que se nos presenta a Francisco requiere una lectura que se acerque a la realidad, de lo contrario nos quedaríamos con un santo admirador de Clara y amigo de Jacoba, pero enemigo patológico de todas las demás mujeres.
a) Relación con las mujeres
A primera vista, la descripción que nos hace Celano de la relación de Francisco con las mujeres no puede ser más negativa: «Mandaba que se evitasen a toda costa las melosidades tóxicas, es decir, las familiaridades con mujeres, las cuales llegan a engañar aun a hombres santos... Tan es así que le era una molestia la mujer, que pensaras tú que se trataba más de miedo y horror que de cautela y ejemplo» (2 Cel 112).
San Buenaventura reelaboró este material para darnos su visión del tema: «Recomendaba evitar con gran cautela las familiaridades, conversaciones y miradas de las mujeres, que para muchos es ocasión de ruina, asegurando que a consecuencia de ello suelen claudicar los espíritus débiles y quedan con frecuencia debilitados los fuertes» (LM 5,5).
Estas recomendaciones iban, por lo general, precedidas del ejemplo. En la Crónica de Lanercost, según el testimonio de Fr. Esteban, se dice que Francisco no quería tener familiaridad con ninguna mujer, y no permitía que las mujeres usasen con él modos familiares; sólo a Clara pareció tenerle afecto. Y, aun, cuando hablaba con ella o se hablaba de ella no la llamaba con su nombre, sino la llamaba cristiana. La prevención selectiva ante las mujeres hace verosímil la confesión de Francisco a su compañero: «Te confieso la verdad: si las mirase, no las reconocería por la cara, si no es a dos. Me es conocida -añadió- la cara de tal y tal otra; de ninguna más» (2 Cel 112).
¿Respondía esta descripción hagiográfica a la verdadera actitud de Francisco respecto a las mujeres o se trata, más bien, de una deformación piadosa, fruto del creciente culto que se estaba desarrollando en tomo al Santo? En principio hay que admitir que el esquema utilizado por los biógrafos para describir la figura de Francisco es el ya tradicional en este tipo de literatura del bios angelikós o vida angélica, sobre todo en lo que respecta a la castidad. El modelo del hombre santo es el que ha vivido como los ángeles, que no sufren el apremio de la sexualidad.
Pero más allá de este marco interpretativo se descubre cuáles eran las preocupaciones y problemas del biógrafo en el contexto conventual de su tiempo. La progresiva conventualización de la Fraternidad la había hecho caer en una concepción tradicional de la vida religiosa monástica, donde la imagen de la mujer, como peligro para la virtud, planeaba amenazadora sobre las cabezas y las conciencias, aunque de hecho tuvieran que relacionarse con ellas. Esta insistencia en desaconsejar todo trato con mujeres, ¿no esconde la desaprobación de un abuso que se considera peligroso para los frailes? La intención moralizante de los biógrafos desvela su preocupación por algunas actitudes que se dan de hecho en la Orden, sobre todo referentes a la pobreza, y con las que no están de acuerdo. Por ello, nada más fácil y eficaz que ponerlas en boca de Francisco, justificando así su insatisfacción y la necesidad de que sean corregidas.
Un ejemplo de esto aparece en la Crónica de Tomás de Eccleston, donde el hermano Walter de Reygate dice que «a un hermano de la provincia de S. Francisco se le había revelado que los demonios celebran cada año un concilio contra la Orden y que habían encontrado tres caminos para dañarla: la familiaridad con las mujeres, la admisión de personas inútiles y el manejo del dinero» (n. 101).
Francisco y sus hermanos como grupo de célibes que pretendían vivir su proyecto evangélico dentro de la Iglesia, debían contar con los condicionamientos canónicos que estructuraban la vida religiosa de su tiempo. De ahí que en la Regla no bulada tuvieran que introducir todos los tópicos sobre la guarda de la castidad que hacían falta para distanciarse de los restantes movimientos pauperísticos itinerantes, a los que se acusaba, entre otras cosas, de llevar una vida disoluta.
Dentro de este marco canónico hay que colocar el texto de dicha Regla: «Todos los hermanos, dondequiera que estén o vayan, guárdense de las malas miradas y del trato con mujeres. Y ninguno se entretenga en consejos con ellas, o con ellas vaya solo de camino, o coma a la mesa del mismo plato. Los sacerdotes hablen honestamente con ellas cuando les dan la penitencia u otro consejo espiritual. Y ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia por algún hermano, sino que, una vez aconsejada espiritualmente, haga penitencia donde quiera. Y estemos todos muy alerta y mantengamos puros todos nuestros miembros, porque dice el Señor: "Quien mira a la mujer para apetecerla, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón". Y el Apóstol: "¿Es que ignoráis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo?"; así, pues, "al que violare el templo de Dios, Dios lo destruirá"» (1 R 12,1-6).
Este fragmento plantea algunos interrogantes, por cuanto supone una experiencia negativa. ¿Los hermanos de la primitiva Fraternidad se relacionaban limpia y normalmente con las mujeres, como lo hacían los movimientos laicos, o es la voluntad de terminar con falsas sospechas, que ya empezaban a circular entre la gente, lo que les llevó a tomar estas medidas? ¿Fue, tal vez, la curia romana la que les insinuó que tomaran tales medidas para evitar sospechas, prohibiendo, incluso, que aceptaran mujeres a la obediencia, después que Francisco hubiera recibido a Clara y a Práxedes? (TestCl 4; 3 Cel 181).
La Regla bulada es más concisa a este respecto. Se conforma con precisar escuetamente: «Mando firmemente a todos los hermanos que no tengan sospechoso trato o consejos de mujeres» (2 R 11,1). La evolución de la Fraternidad comportaba la entrada, cada vez más imperiosa, en los cauces jurídicos de la Iglesia; lo cual no quiere decir que Francisco viera mal la regulación de las precauciones respecto a la castidad, puesto que, en cierto modo, comulgaba con la visión negativa que se tenía de la sexualidad en su tiempo.
Esta regulación no afecta sólo a las precauciones, sino también a las consecuencias que se deducían de haber dado un mal paso. La Regla no bulada dice a este respecto: «Si, por instigación del diablo, fornicare algún hermano, sea despojado del hábito, que ha perdido por su torpe pecado, y déjelo del todo y sea expulsado absolutamente de nuestra Religión. Y haga después penitencia de sus pecados» (1 R 13,1-2).
El fragmento es duro y demuestra lo que significaba para Francisco la castidad dentro de la forma del santo Evangelio prometida al Señor. Herejía y fornicación son incompatibles con la condición de hermano menor. Por eso a los que caen en tales fallos no se les expulsa propiamente de la Fraternidad, sino que se les invita a terminar con la farsa de llevar un hábito que no corresponde a la actitud interior de amar a Dios y adorarlo con puro corazón y casto cuerpo (LM 5,4). La identidad del hermano menor se quiebra cuando en vez de remover impedimentos para servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con limpio corazón y mente pura, se pone la fornicación como una barrera que impide consagrarse por entero a Él. Por eso, lo más lógico es que deje la Fraternidad y haga después penitencia de sus pecados.
Si la regulación de las precauciones tendentes a proteger la castidad era algo necesario, no parece que lo fuera tanto la imagen que se hizo de ella al evolucionar posteriormente la Fraternidad. Poco a poco se va perdiendo esa espontaneidad respetuosa en relación con las mujeres, propia de los movimientos laicos, para volver otra vez a esa actitud recelosa y despectiva de la tradición monástica. Celano, sobre todo en su Vida II, nos ofrece una imagen tan misógina de Francisco, que muy difícilmente la hace creíble. Para Celano, la mujer no es una persona con la que se pueda tratar, sino un peligro al que hay que compadecer (2 Cel 112). Pero esta visión tan pesimista, ¿expresa la imagen que Francisco tenía de la mujer?
b) La mujer como símbolo
En el camino espiritual de Francisco el elemento femenino, la imagen de la mujer, jugó un papel importante. Formado en el amor cortés, que los nuevos monjes transformaron en mística cortés, Francisco entendió su caminar evangélico desde la tipología de la mujer. En la cultura cortés, donde la sensibilidad es aceptada como forma de vida, la mujer tiene un lugar privilegiado. Ideal del poeta guerrero, se convierte en reina del corazón de su esposo, rodeándose de honor. Para conquistarla hace falta merecerla por las armas o por el canto; por ella se combate la injusticia y la villanía; por ella se llora y se canta. Ella es el dinamismo de la vida, algo inaccesible que polariza y motiva el vivir y el hacer.
La dama amada pertenece, normalmente, a una clase social superior o, al menos, idealizada. El amante adopta una condición social inferior por considerar que ella le supera en dignidad. La llama domina, señora. El amor por ella nace tanto de su belleza física como de sus encantos morales, e, incluso, del temor que suscita la excelencia de su dignidad.
De esta atmósfera amorosa que cristaliza en la dama, nace un sentido de misterio y de plenitud. Los trovadores la expresan en un lenguaje de absoluto; y los nuevos monjes la hacen expresión de su fe. Francisco, que no leyó esta literatura amorosa de los monjes, debió acceder a ella de alguna manera, puesto que la mujer, como arquetipo ideal, está presente en sus Escritos, cosa que los biógrafos desarrollan al describir su itinerario espiritual.
Cuando Francisco pidió a Inocencio III la aprobación de su Fraternidad, según cuenta Celano, lo hizo por medio de una parábola: «Había en un desierto una mujer pobre pero hermosa...» (2 Cel 16). La parábola no es original, pues ya aparece en los sermonarios del tiempo; pero el simple hecho de citarla, o ponerla en su boca, indica la mentalidad de Francisco respecto a la mujer como símbolo.
Se han hecho diversas lecturas sobre la identidad de esta mujer pobre, pero bella, que es capaz de engendrar hijos del propio rey y educarlos en el desierto. Una de ellas es ver a María como la mujer pobre, pero bella, que, convertida en símbolo de la Madre Iglesia, recupera a la humanidad haciendo de los hombres herederos del Reino. De este modo es la mujer primordial, la antítesis de Eva, que dispone de todos los poderes constitutivos de la humanidad.
Pero la mujer de la parábola tiene otra lectura, y es la de la sabiduría de Dios encarnada en la pobreza. La pobreza para Francisco no es una simple virtud, sino la forma de encarnarse el Hijo de Dios y la expresión de su Evangelio. De ahí que, a pesar de ser repudiada por todo el mundo, Francisco decidió abandonar padre y madre para desposarse con ella con un amor eterno (2 Cel 55). Próximo ya a la muerte, dejará como testamento a sus hermanos «que amen siempre a nuestra señora la santa pobreza y la guarden» (TestS 4).
Otro relato de Celano es el de las tres mujeres pobres que se le aparecen misteriosamente a Francisco, ya ciego, para saludarle de una forma un tanto rara: «Bienvenida sea la dama Pobreza» (2 Cel 93). Este relato pone de manifiesto que el Santo consideraba la pobreza como el arquetipo de su opción por el Evangelio; idea que refuerza san Buenaventura al decir que Francisco solía llamarla «con el nombre unas veces de madre; otras, de esposa, así como de señora» (LM 7,6).
Madre, esposa y dama; tres formas de ser de la mujer capaces de manifestar la pobreza de Cristo, y que Francisco utilizará como símbolo de su opción evangélica. Pero este universo femenino, como ámbito y expresión de la salvación, se ensancha todavía más en el Saludo a las Virtudes, donde Francisco canta a la reina sabiduría y a su hermana la sencillez; a la dama pobreza con su hermana la humildad; y a la dama caridad con su hermana la obediencia» (SalVir 1-3).
Todas estas virtudes, que son una personificación de la gracia que el Espíritu infunde en los corazones de los fieles para que se abran al amor de Dios (SalVM 6), son las que hicieron de María la hija del Padre, la madre de nuestro Señor Jesucristo y la esposa del Espíritu Santo (OfP Ant 2).
La sublimación de lo femenino por parte de Francisco, hasta convertirlo en símbolo de la salvación, es la clave para comprender su actitud hacia la mujer. Desde su cultura cortés la mira como a la dama que merece todo su amor, pero, al mismo tiempo, todo su respeto. La parábola del rey que envió a la reina dos embajadores describe perfectamente esta actitud. Ante la exaltación de la belleza de la reina por parte del segundo, le replica el rey: «Siervo malo, ¿has puesto en mi esposa tus ojos impúdicos? Está claro que hubieras querido poseer a la que has mirado con tanta atención». Sin embargo, al ser preguntado el primero sobre la hermosura de la reina, contestó: «Señor mío, a ti toca contemplarla; a mí, llevarle tu embajada». Entonces el rey dijo: «Tú, el de ojos castos, como de cuerpo también casto, quédate de cámara; y salga de esta casa ese otro, no sea que contamine también mi tálamo» (2 Cel 113).
Esta mirada limpia hacia la mujer, que Celano interpreta como una especie de rubor por fijar los ojos en su rostro, se hace más respetuosa cuando se trata de mujeres consagradas. Ante la presencia de una joven virgen consagrada a Dios, a quien acompañaba su madre, Francisco se limitó a hablarles de cosas espirituales, pero sin mirar a la cara a ninguna de las dos. Cuando, posteriormente, el compañero le preguntó por qué no había mirado a esa virgen santa que había venido a él con tanta devoción, Francisco le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en mirar a una esposa de Cristo?» (2 Cel 114).
El distanciamiento respecto a la mujer en que colocan los biógrafos al Santo contrasta con su proximidad natural como taumaturgo. Sin entrar ahora en disquisiciones sobre la naturaleza de los milagros, es indudable la cantidad que se le atribuyen referidos a las mujeres, incluso en aquellas situaciones -el parto- en que pudiera parecer menos aconsejable la intervención de un santo.
La mujer para Francisco, a pesar de estar acunada en un ideal poético-religioso, no es un ser fantasmagórico. Posiblemente se relacionó de forma natural con ellas. En el episodio de los muñecos de nieve, convertidos por Francisco en su familia, el peligro no es la mujer como tal, sino la forma superficial de verla. En esta descripción se evidencia una intención lúdica de autoconvencimiento de que el ejercicio de una vida sexual responsable, como es la matrimonial, además de tener sus propias gratificaciones, comporta también una serie de sacrificios que no es honesto eludir. En esto precisamente consiste la tentación, en pretender distorsionar la opción matrimonial tomando de forma irresponsable solamente su aspecto gozoso. Esta visión de la mujer como objeto exclusivo de placer es lo que impide entregarse con toda solicitud al servicio de Dios (2 Cel 117).
La imagen que tiene Francisco de la mujer no es, pues, romántica. Vista desde una cultura cortés, se acercara a ella con respeto, pero con realismo. Al menos eso se deduce de su amistad con Práxedes, Jacoba y Clara, amistades que, por sí solas, son suficientes para describir su relación afectiva con ellas.
De la primera nos habla Celano, de forma un tanto ampulosa, en su Tratado de los Milagros: «Práxedes, famosísima entre las religiosas de Roma y del imperio romano, se esconde desde muy tierna niñez en un encierro austero y vive en él por cuarenta años por amor de su Esposo eterno, merecedora por esto de singular confianza de S. Francisco. Francisco la recibe a la obediencia -cosa no otorgada a ninguna otra mujer- y le concede el hábito de la Religión, es decir, túnica y cordón». Habiéndose roto la pierna en una caída, y sin nadie que la socorriera, se queja afectuosamente a S. Francisco y le dice: «Padre mío santísimo, tú que acudes bondadoso a aliviar a tantos a quienes ni siquiera conociste en tu vida, ¿por qué no vienes a socorrer a esta miserable, que ya cuando vivías en este mundo mereció de alguna manera tu dulcísima gracia?». Dominada por el sueño y en medio de un éxtasis se le aparece Francisco, revestido de relucientes blancas vestes de gloria, y le habla con ternura: «Levántate, hija bendita; levántate y no temas» (3 Cel 181).
«Jacoba de Settesoli, dama romana noble y santa, había merecido el privilegio de un amor singular de parte de Francisco». Éste, próximo ya a su muerte, quiso enviarle un mensaje a Roma para que se diera prisa si quería ver vivo al que ella había amado tanto en su condición de desterrado. Pero no hizo falta, porque ella se había adelantado para visitarle. Al oír la noticia de su llegada, Francisco exclamó: «¡Bendito sea Dios, que a nuestro hermano señora Jacoba le ha encaminado hacia nosotros! Abrid las puertas y haced pasar a la que está ya entrando, porque la disposición que prohíbe la entrada a las mujeres no reza con fray Jacoba» (3 Cel 37). Una vez muerto Francisco, su vicario la hace entrar discretamente, deshecha en lágrimas como está, y poniendo en brazos de ella el cadáver de su amigo, le dice: «Helo aquí; ten después de su muerte al que has amado en vida». Con llanto más pronunciado aún y con lágrimas más ardientes, Jacoba lo abraza y besa entre sollozos y voces de lástima (3 Cel 39).
De la amistad con Clara hablaremos en seguida. Sin embargo, es preciso resaltar que la amistad de Francisco con estas mujeres es asimétrica; es decir, no es de igual a igual, sino de padre a hijas espirituales. La imagen cultual que se tenía de Francisco pudo haber influido en la descripción de estas relaciones, distorsionándolas en cuanto al plano en que se realizaron; no obstante, se aprecia todavía su calidad y la naturalidad con que las perciben cuantos le rodeaban.
c) Relación con las monjas
Las relaciones de Francisco y sus hermanos con las monjas de San Damián, sobre todo con Clara, están caracterizadas, al parecer, por un contraste: el estrecho contacto de Francisco con Clara y sus monjas, hasta el punto de comprometer a toda la Fraternidad en su asistencia, y el precepto de la Regla bulada prohibiendo el ingreso en los monasterios a quienes no tuvieran una autorización especial de la Sede Apostólica (2 R 11,2).
d) Francisco y Clara
La relación de Francisco con Clara, aun antes de entrar en San Damián, es un dato tan evidente que basta con leer su Proceso de Canonización. La dificultad aparece cuando se quiere saber la calidad de estas relaciones. La poca facilidad que tenía Francisco para la escritura, además de su cercanía física de Clara, ha impedido que dispongamos de esos epistolarios amistosos que nos habrían dado la clave para calibrar la profundidad de sus relaciones. Hay muchos indicios, pero pocos textos; de ahí que sea aventurado afirmar, como hace Manselli, que «la relación Francisco-Clara es humanamente precisa, humanamente reconocible, sin equívocos: es una relación de estima, de comprensión profunda, de afecto intensísimo».
Si de los pocos escritos que nos quedan de Francisco no se deduce esa relación entrañable con Clara, de los escritos de ésta tampoco se puede sacar esa historia de amistad que se supone en los dos santos. Principalmente porque la finalidad de estos escritos no es la expresión de su afectividad, sino la comunicación de pareceres sobre la marcha de su proyecto evangélico; y esto es lo suficientemente objetivo para que resulte imposible de adivinar lo que latía por debajo de ese acompañamiento vocacional.
En cuanto a los escritos de Clara, hay que tener en cuenta que están redactados muchos años después de morir Francisco, con la distorsión que supone para el recuerdo la rápida elevación del Santo al nimbo hagiográfico y la progresiva traslación de lo humano a lo maravilloso como consecuencia del culto. Lo cierto es que no describen unas relaciones horizontales, de igual a igual, sino paterno-filiales. Se podrá aducir que en la realidad no fue así; pero los testimonios que tenemos avalan esta relación vertical.
Bastará un ejemplo para confirmar lo dicho anteriormente. Se trata de la aportación de una testigo al Proceso de Canonización: «Contaba madonna Clara que una vez, en visión, le había parecido que llevaba a S. Francisco una vasija de agua caliente, con una toalla para que se enjugara las manos. Y subía por una alta escalera; pero caminaba con tal agilidad como si anduviese por suelo llano. Y cuando llegó junto a S. Francisco, el santo sacó de su seno una tetilla y le dijo a la virgen Clara: "Ven, toma y mama". Y, cuando hubo sorbido, el santo la animaba a chupar otra vez; y al sorber lo que de allí tomaba era tan dulce y grato que no podía expresarlo de ninguna manera. Y cuando se sació, la redondez o boca del pecho de donde salía la leche quedó entre los labios de Clara; y, al tomar ella en sus manos lo que se le había quedado en la boca, le pareció un oro tan claro y brillante, que se veía toda como si fuera en un espejo» (Proceso 3,29; cf. 4,16; 6,13).
Para entender este sueño y las imágenes simbólicas empleadas en él, hay que situarlo en el contexto cultural-religioso-místico de entonces y su lenguaje. Basten aquí algunas indicaciones para subrayar el tipo de relación entre Francisco y Clara. En la Forma vivendi Francisco prometió a Clara y sus hermanas tener de ellas «un cuidado amoroso y una solicitud especial» (FVC 2). En la Regla bulada encontramos otra expresión parecida: «Si la madre nutre y ama a su hijo carnal (cf. 1 Tes 2,7), cuánto más amorosamente debe cada uno amar y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 6,8). Francisco emplea aquí la imagen de la madre que nutre y ama a su hijo, inspirándose en 1 Tes 2,7, que en la versión por él conocida dice así: Facti sumus parvuli in medio vestrum, tanquam si nutrix foveat filios suos, «Nos hicimos párvulos en medio de vosotros, como una madre que está criando a sus hijos». También en otros escritos suyos Francisco emplea la figura materna. A fray León le escribe: «Te hablo, hijo mío, como una madre» (CtaL 2), y a los hermanos que viven en los eremitorios les manda que unos sean madres para los otros (REr 1. 2. 4). De manera semejante, las biografías abundan en relatos que subrayan la relación materna de Francisco hacia sus hermanos: ante el Papa, él expuso una parábola en la que estaba representado por la pobrecilla mujer del desierto que tuvo muchos hijos del rey (TC 50; 2 Cel 16; LM 3,10); y en un momento difícil de la Fraternidad, Francisco se vio en sueños como la gallina pequeña y negra que tenía innumerables polluelos, viendo en éstos a los muchísimos hijos que el Señor le había dado y le daría (TC 63; 2 Cel 24). Con anterioridad, la literatura cisterciense del siglo XII había elaborado el tema y la imagen del abad como madre, y autores como san Bernardo decían a los abades que fueran madres para con sus monjes, a quienes debían dar el pecho. Y hemos de recordar que San Damián tuvo visitadores cistercienses y que Clara escuchaba su predicación con mucho afán. Dejando aparte los posibles simbolismos e interpretaciones del sueño de Clara, lo que aquí nos importa destacar es que la relación entre Francisco y Clara en él reflejada, no es la de igual a igual, sino la de padre (madre) a hija, la de maestro a discípula.
El tratar la amistad de Francisco con Clara como una relación paterno-filial no quita que fuera profunda y entrañable, capaz de madurar la afectividad de ambos y de integrarla en sus respectivos procesos espirituales; pero habrá que ser cautos para no suplir con la imaginación lo que no dan los escritos en la reconstrucción de esta amistad.
e) Hermanos y Hermanas Menores
Jacobo de Vitry cuenta en una de sus Cartas el consuelo que experimentó al ver que muchos seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abandonándolo todo por Cristo. Les llamaban Hermanos y Hermanas Menores (BAC-399, p. 963). La descripción que nos hace de sus actividades y modo de vivir permite pensar en una relación limpia pero natural.
Esta relación entre hermanos y hermanas, a pesar de llegarnos por una fuente tan sospechosa como son las Florecillas, parece tener un sustrato histórico. Francisco, poco después de su conversión y ante la perplejidad sobre si debía entregarse solamente a la oración o también a la predicación, envió a Maseo para que le preguntara a Clara su parecer; ella le contestó animándole para que se entregara también a los demás (Flor 16).
Sin embargo, la descripción más precisa de estas relaciones espontáneas es la referente a la comida de Clara, en Santa María de los Angeles, con Francisco y sus compañeros, y que empieza con esta frase clave: «Cuando estaba en Asís san Francisco, visitaba con frecuencia a santa Clara y le daba santas instrucciones». El motivo de elegir la Porciúncula no puede estar más cargado de ternura: «Quiero que tengamos esta comida en Sta. María de los Angeles, ya que lleva mucho tiempo encerrada en San Damián, y tendrá gusto en volver a ver este lugar de Sta. María...» (Flor 15).
Dentro de este ambiente es lógico que Francisco les enviara a las Damas Pobres de San Damián un escrito, que insertó Clara en su Regla, en el que les dice: «Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud» (FVC 1-2).
¿Por qué, entonces, ese miedo a que los frailes se acerquen por San Damián? Este mismo contraste que se da entre la voluntad de Francisco de comprometerse a cuidar espiritualmente de las Damas Pobres, y la limitación de visitar los monasterios, aparece también en las Leyendas y principalmente en la Vida II de Celano. En ésta se hace evidente que Francisco se retrajo poco a poco de visitarlas, al mismo tiempo que responde a los hermanos sorprendidos por tal actitud: «No creáis que no las amo de veras. Pues si fuera culpa cultivarlas en Cristo, ¿no hubiera sido culpa mayor el haberlas unido a Cristo? Y si es cierto que el no haber sido llamadas para nadie es injuria, digo que es suma crueldad el no ocuparse de ellas una vez que han sido llamadas. Pero os doy ejemplo para que vosotros hagáis también como yo hago. No quiero que alguno se ofrezca espontáneamente a visitarlas, sino que dispongo que se destinen al servicio de ellas a quienes no lo quieren y se resisten en gran manera: tan sólo varones espirituales, recomendables por una vida virtuosa de años» (2 Cel 205).
Para ilustrar este principio, Celano trae un par de ejemplos: el de un religioso que tenía dos hijas en el monasterio y se ofreció al Santo para llevarles un regalo; y el de otro que, ignorando la prohibición, se acercó un invierno al monasterio. En ambos casos, la fuerte decisión de Francisco se aprecia por el rigor de las penitencias impuestas (2 Cel 206). Pero no termina con esto la serie de relatos conducentes a mostramos la postura del Santo en relación con las clarisas. El gesto simbólico del canto del Miserere en medio de un círculo de ceniza es una invitación a las monjas para que se estimen tanto como ella y desechen de su corazón todo otro tipo de sentimientos (2 Cel 207). El resumen que hace Celano de la actitud de Francisco hacia las monjas refleja bien su sentir: «Tal era su trato con las mujeres consagradas; tales las visitas, provechosísimas, pero motivadas y raras. Tal su voluntad respecto a todos los hermanos: quería que las sirvieran por Cristo -a quien ellas sirven-, cuidándose, con todo, siempre, como se cuidan las aves, de los lazos tendidos a su paso» (2 Cel 207).
Clara y sus hermanas, aun estando consagradas al Señor, siguen siendo un peligro, como mujeres, para la castidad de los frailes; por lo que hay que tratarlas con precaución. ¿Pensaba así Francisco o es una simple proyección de Celano con intenciones ejemplarizantes?
De todos modos, queda el interrogante de si fue el mismo Francisco el que, a la vista del cariz que tomaba la Fraternidad, decidió romper estas relaciones tan naturales; o fue el peso de la institucionalización de la Fraternidad lo que le obligó a poner en práctica el derecho canónico vigente. El concilio III de Letrán ya legislaba en 1179 que, si algún clérigo se atrevía a visitar los monasterios sin motivo manifiesto y razonable, fuera retenido por su obispo. Sin embargo, esta norma, que al parecer era general, no se encuentra en la Regla de 1221, a pesar de que Hugolino ya había escrito en la Regla para Clara y sus monjas que ni las monjas dejaran entrar a nadie sin el permiso suyo o de la Santa Sede, ni que nadie lo intentara sin tener dicha licencia.
D.- «QUE LOS HERMANOS SE AMEN MUTUAMENTE»
Ante la descripción que nos hacen los biógrafos de la imagen de lo femenino que tenía Francisco, y de las precauciones que debían tomar los frailes en el trato con las mujeres, puede parecernos que el celibato por el Reino asumido por el Santo se construye sobre las ruinas de cualquier relación afectiva. Esta apreciación viene motivada por la tendencia a reducir casi lo afectivo a lo genital. De ahí que deduzcamos demasiado precipitadamente que Francisco tuvo que sacrificar su propia afectividad en aras del celibato, puesto que su relación con las mujeres, si exceptuamos a Jacoba y Clara, fue temerosa y escasa. Sin embargo, no parece que fuera así. Aunque hay que reconocer que Francisco era hijo de su tiempo y deudor de su ambiente, cabe hacer una lectura que nos devuelva la seriedad y la frescura con que vivió Francisco su afectividad a partir de las relaciones fraternas entre los hermanos y de la Fraternidad hacia los demás.
En primer lugar hay que subrayar que el marco desde donde se entiende y se vive la afectividad es el grupo de Jesús y los suyos, grupo que necesita dedicarse por completo a Dios y su Reino y que, por tanto, está incapacitado existencialmente para atender una familia. En tales circunstancias está claro que carece de sentido plantearse el ejercicio de la sexualidad, por lo que la afectividad se convierte en celibataria y fraternal.
Igualmente, para Francisco, el seguir al Jesús del Evangelio implica hacerlo desde la Fraternidad. Por eso, entrar en ella supone abandonar la familia y dedicar todo el potencial afectivo a las relaciones entre los hermanos y el trato con los demás. La turbulenta ruptura de Francisco con su familia, a pesar de que nunca hable de ella, está confirmada por los biógrafos. Una ruptura que no alberga ningún tipo de odio o resentimiento, pero que expresa la nueva dimensión que ha adquirido para él la vivencia de la afectividad.
Esta decisión de abandonar la familia va unida a la de no formar una propia, a no casarse. Su vocación evangélica le incapacitaba para formar un hogar. Por eso Celano describe esta renuncia al matrimonio y su opción por el Reino con una imagen nupcial: «Me desposaré con una mujer la más noble y bella que jamás hayáis visto, y que superará a todas por su estampa y que entre todas descollará por su sabiduría» (1 Cel 7). Esta respuesta con sabor a tradición, desde los Santos Padres a san Bernardo, resume su decisión de seguir a Jesús de forma absoluta y totalizante.
Abandonar casa y familia, como expresión de autonomía para dedicarse al Reino, no significa renunciar a la afectividad por imperativo de una actividad al servicio de una ideología. El Reino no es ninguna ideología, sino un modo de sentirse fundados y abiertos a lo trascendente, al Dios-amor, que tiene como consecuencia una forma nueva de relación. El modelo de esta relación es el amor trinitario volcado sobre el hombre, que Jesús nos manifestó con su comportamiento humano; un amor que sólo sabe amar desde la afectividad célibe.
El optar por unas relaciones célibes no quiere decir que debamos renunciar a una afectividad cálida. Francisco, al describir las relaciones entre los hermanos, insiste en que se amen con cariño, poniendo como ejemplo el amor cariñoso de la madre. La Fraternidad, como grupo de célibes que intenta madurar su opción evangélica, incluye también la maduración personal y afectiva. Lo femenino, tan necesario para la consolidación del hombre, adquiere en la maternidad el culmen de la ternura y el cariño. De ahí que todos los hermanos tuvieran que amarse como madres y ejercer de tales, como se dice en la Regla para los Eremitorios, porque esta actitud de ternura y cariño es la fuente que alimenta la verdad de las relaciones humanas, de las relaciones fraternas. El hombre no vive sólo de pan, sino también de cariño; por lo que necesita sentirse cálidamente acogido y pacientemente apoyado para seguir caminando en fidelidad al Evangelio.
La afectividad expresada en formas de ternura es, por tanto, necesaria para que la castidad fructifique y se manifieste como servicio gozoso y gratificante al Reino. El amor fraterno debe ser lo suficientemente sólido para satisfacer esa necesidad imperiosa de amar y sentirnos amados. Pero conviene estar alerta para no confundir la afectividad célibe con la familiar, tratando de buscar sustitutivos que llenen el hueco del amor conyugal. Cada una tiene sus ventajas y desventajas, por eso hay que ser lúcidos a la hora de vivir la propia opción, sin pretender llenarla de ambigüedades.
Otra dimensión del celibato es que no solamente libera para el amor fraterno, sino que también potencia para una entrega afectiva a los más necesitados de ese amor salvador, los pobres, que son los preferidos del Reino. La Fraternidad, además de realizar su propia vocación afectiva entre los hermanos, está llamada a ser una encarnación de Jesús como sacramento del amor del Padre. Amar a los que nadie quiere, acoger a los que todos desprecian, valorar a los que nadie toma en consideración, es un signo de que la presencia de Dios entre nosotros ha desencadenado la dinámica del Reino. Nuestra castidad célibe puede encontrar su sentido si en este proceso de evangelización, tanto hacia dentro de la Fraternidad como hacia fuera, involucramos también la afectividad para no sentirnos frustrados como hombres amados y amantes.
CONCLUSIÓN
Indudablemente la castidad célibe debe ser revisada. La sexualidad ha evolucionado mucho desde el Medioevo y la mujer va adquiriendo cotas de igualdad respecto al varón, que la hacen más cercana a él tanto en el trabajo como en la vida social, por lo que la castidad no puede seguir entendiéndose del mismo modo. Pero en cualquier revisión que se haga habrá de tenerse en cuenta su referencia a Dios y su Reino; referencia que puede entrar en conflicto con una concepción unilateral del hombre, muy de moda actualmente, en la que, por carecer del sentido de la trascendencia, se considera inhumana toda forma de humanización que supere lo estrictamente natural.
La afectividad no puede reducirse a la sexualidad genital. Más allá de toda relación de pareja existen otras formas de relacionarse afectivamente que pueden ser tan humanizadoras y gratificantes como ella. La persona, a diferencia de los otros animales, no es esclava de la naturaleza -entre otras cosas porque no sabemos exactamente qué es la naturaleza-, sino que posee la capacidad de integrarla transformando su sentido al hacerla personal.
La castidad célibe, vivida en Fraternidad de una forma abierta pero profunda, sigue teniendo un valor testimonial de que el Evangelio nos urge a recrear unas formas nuevas de relacionarnos afectivamente, en las que el sexo no sea el valor absoluto e indiscutible de humanización; sobre todo, un sexo vivido superficialmente como fuente de un placer egoísta y acaparador, que convierte en objeto a la otra persona. El celibato vivido en Fraternidad y al servicio del Reino nos debe liberar para que podamos ofrecer una alternativa a la convivencia humana, en la que no sea la carne y la sangre -en definitiva, los propios intereses-, sino el Espíritu de Jesús el que constituya la base y la razón de una humanidad nueva.
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