sábado, 10 de marzo de 2018

¿Cuál es el papel de la Fe en Dios en el espacio público?




autor: Camillo Ruini , cardinal
fecha: 2013-05-06
fuente: Quale ruolo della Fede in Dio nello spazio pubblico?
traducción: María Eugenia Flores Luna
kaire.wikidot.com

SERVICIO CATOLICO./


Hablaremos no del papel de Dios, sino del papel de la fe en Dios, en el espacio público: es una aclaración necesaria porque cuando se habla de Dios la cuestión es inevitablemente filosófica y teológica (de ésta he hablado en mi libro entrevista con Andrea Galli). Cuando en cambio se habla de la fe en Dios la cuestión también puede ser histórica, cultural, sociológica, política. La pregunta sobre Dios sin embargo se propone, en el sentido que hace falta precisar a cuál Dios se dirija la fe: la diferencia entre los dioses del politeísmo, el Dios del monoteísmo, o el Dios del panteísmo es en efecto muy grande y tiene consecuencias decisivas también para el papel de la fe en el espacio público. Diré pues que me refiero al Dios de Jesucristo, es decir al Dios de nuestra tradición italiana, europea y no sólo europea. La referencia a este Dios ha plasmado nuestra cultura y nuestra civilización. A mi parecer, y según la doctrina de la Iglesia católica, este Dios puede ser conocido, por algunos aspectos, también por nuestra razón y en esta medida es accesible a los no creyentes en Cristo. El pleno conocimiento de él se tiene sin embargo sólo acogiendo en la fe su manifestarse a nosotros en la historia de Israel y sobre todo en Jesús de Nazaret.

En la historia de las religiones y de las culturas el papel de Dios en el espacio público es algo obvio y originario, aunque es concebido en modos muy distintos. Las religiones, tradicionalmente, han desarrollado, y todavía desarrollan a menudo, un papel central en la génesis y articulación de las culturas, de las sociedades y de la vida pública. Justo con el cristianismo sin embargo algo nuevo ha ocurrido. Para comprender esta novedad es importante encuadrarla un poco históricamente. En el VI siglo a.C., en un período en el que han ocurrido grandes trastornos culturales en áreas geográficas también muy lejanas y distintas, en Grecia las divinidades míticas del Olimpo han empezado a ser reemplazadas por el Dios de los filósofos, o mejor por el Ser absoluto, único y eterno, con el cual sin embargo, por su transcendencia con respecto a nosotros y al mundo, no se podría dialogar y no tendría sentido dirigirse en la plegaria. Así se abre una fisura entre el conocimiento racional de Dios y el sentido religioso. En el mismo período en Israel, justo en el tiempo de la catástrofe política del exilio en Babilonia y del fin de la independencia, llega a cumplirse (por ejemplo por la obra de un profeta que ha escrito la segunda parte del libro de Isaías) la convicción de que el Dios de Israel, Yahveh, no es sólo el único Dios que Israel tiene que adorar, sino también el único Dios existente, creador y salvador universal, el único verdadero Dios de todos los pueblos. Se tiene pues un desarrollo análogo a aquel ocurrido en Grecia, pero con una diferencia esencial: este único Dios es absoluto y eterno, pero también es para nosotros sumamente cercano, es el Dios que se interesa por nosotros y ha tomado la iniciativa de revelarse al pueblo de Israel. Además, es el Dios sumamente libre y personal, que libremente ha creado el mundo y por amor.


Éste también es el Dios de Jesucristo: en Cristo más bien la cercanía y el amor de Dios llegan a la cumbre humanamente inconcebible de la muerte del Hijo por nosotros. No sólo eso, sino también de parte nuestra la relación con Dios ya no está ligada a aspectos étnicos y jurídicos como la pertenencia a un pueblo y la observancia de la ley mosaica, sino está abierto a cada persona, sobre la base de la libre elección personal de la fe y de la conversión. Así la libertad se convierte en factor central en la relación entre Dios y nosotros, por así decir de ambas partes, de la parte de Dios y de la parte del hombre. El cristianismo pues puede bien decirse la religión de la libertad, además de la religión del Logos, de la razón, y - sobre todo - del amor. Podemos añadir que el concepto mismo de persona, fundamental en nuestra civilización, tiene orígenes teológicos: es desarrollado en efecto en la tentativa de comprender la unidad del Dios Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo, en la relación y donación recíproca. Por tanto, desde el origen, persona es un concepto relacional, dice relación con el otro y no cierre en sí mismos.

En este cuadro asumen todo su relieve las célebres palabras de Jesús “Dad a César lo que es de César y dad a Dios lo que es de Dios”, (Mateo 22,21 y paralelos). La relevancia pública de la fe en Dios no viene para nada negada sino pasa a través de la libertad de las personas. Que esta relevancia pública subsista en el cristianismo desde los orígenes aparece más claramente en el carácter público del proceso a Jesús y en el significado que los primeros discípulos atribuían a su resurrección como cumplimiento de la promesa de Dios a Israel, que era promesa de liberación y salvación del pueblo, y en concreto como llegada del reino de Dios anunciado por Jesús, que significaba la señoría salvífica de Dios en cada aspecto de nuestra vida y de la realidad. De hecho en los tres primeros siglos de su historia el cristianismo ha efectivamente mantenido y testimoniado, sobre todo a través del martirio afrontado para no rendir culto divino al emperador romano, la afirmación sea de la libertad de la fe sea de su carácter público.

El cambio, como sabemos, ha ocurrido en el siglo IV, no tanto con Constantino, que se ha limitado a reconocer la libertad y licitud del culto cristiano, cuanto con Teodosio, que en su Edicto del 380 impuso a todos los sujetos del imperio el credo cristiano, en la forma del Credo del Concilio de Nicea, también (más bien sobre todo) con el objetivo de reprimir las herejías dentro del cristianismo y preservar la unidad del Imperio. Así el cristianismo se ha vuelto, contra su origen y su naturaleza más profunda, religión de estado, aunque, al menos en Occidente, nunca en forma pacífica y plena: ha sido mantenida en efecto la distinción de los dos poderes, eclesiástico y civil (entonces, en concreto, del Papa y del Emperador) teorizada un siglo después del Edicto de Teodosio por el Papa Gelasio I. Además la teología católica no ha admitido nunca que alguien sea obligado con la fuerza a creer, sino sólo - de modo en verdad muy poco coherente - que sea usada la fuerza para impedir a quien ya había creído de abandonar la fe (en concreto, para proceder contra los herejes). Podemos decir que la base de esta posición es “el objetivismo” medieval, es decir la primacía unilateral de la instancia de la verdad sobre aquella de la libertad. Sólo con el fin de la unidad religiosa del Occidente a causa de la reforma protestante esta situación entra en crisis. Sin recorrer las varias etapas de una historia conocida, podemos decir que la primacía unilateral de la verdad ha conducido a las guerras de religión de los siglos XVI y XVII y que se ha salido de esta situación insostenible a través de la secularización de la política, es decir el fin del papel público vinculante de la fe religiosa.

Esto sin embargo no equivale aún al final de todo papel público de las religiones, en particular de un papel que pasó a través de las decisiones libres de los ciudadanos. Un desarrollo de este tipo se ha verificado más tarde, sobre todo en Francia, con la Ilustración francesa y la revolución francesa, y es todavía típico de los países latinos de matriz católica: aquí la reivindicación de la razón y de la libertad asumen un rostro decididamente hostil a la Iglesia y a veces cerrado a toda transcendencia, mientras que la Iglesia a su vez hace fatiga y tarda mucho en distinguir entre las instancias anticristianas, a las que evidentemente no podía no oponerse, y la reivindicación de la libertad social y política, que en cambio habría podido y debido ser acogida positivamente, en la base del mensaje cristiano mismo. La “laicidad” a la francesa implica precisamente el cierre a todo papel público de las religiones.

Que desarrollos de este tipo no fueran una herencia necesaria de la modernidad aparece sobre todo por el hecho histórico de los Estados Unidos de América. Su mismo nacimiento en efecto es debido, en gran medida, a aquellos grupos de cristianos protestantes que habían huido del sistema de las Iglesias de estado, vigente también en la Europa protestante, y que formaban libres comunidades de creyentes. El fundamento de la sociedad americana está constituido por tanto por las Iglesias libres, para las cuales es esencial no ser Iglesias del Estado sino basarse en la libre unión de los creyentes. En este sentido se puede decir que en la base de la sociedad americana hay una separación entre Iglesia y Estado determinada, más bien reclamada por la religión y dedicada a proteger la religión misma y su espacio vital, que el Estado debe dejar libre. Por consecuencia, todo el conjunto de las relaciones entre esfera estatal y no estatal en América se ha desarrollado diferentemente que en Europa, atribuyendo también a la esfera no estatal un concreto carácter público, favorecido por el sistema jurídico y fiscal.

En esta América, con su específica identidad, los católicos se han integrado bien, reconociendo muy pronto el carácter positivo de la separación entre Estado e Iglesia ligada a motivaciones religiosas y la importancia de la libertad religiosa así garantizada. Hasta el Concilio Vaticano II sin embargo quedaba una dificultad o una reserva de principio, que no concernía a los católicos americanos como tales, sino a la Iglesia católica en su complejo. Esta dificultad se refería al reconocimiento de la libertad religiosa, no simplemente como aceptación de una evidencia (esta aceptación ya estaba antes del Concilio), sino como afirmación de un derecho. El Vaticano II ha superado esta dificultad con la Declaración sobre la libertad religiosa, documento decisivo para la relación entre Iglesia y modernidad como Benedicto XVI ha destacado en uno de sus últimos discursos, aquel al clero romano del 14 de febrero pasado. No por casualidad la Declaración sobre la libertad religiosa ha sido redactada con la fuerte contribución de los obispos y los teólogos norteamericanos. La libertad religiosa se ha afirmado claramente como derecho universal, fundado en la dignidad que pertenece por naturaleza a la persona humana; no pues, como a menudo se hacía y se sigue haciendo, sobre un aproximación relativista que excluya el valor de verdad de cada religión y en particular del cristianismo. Con el Concilio ha sido recobrada pues, y concretada en la actual situación histórica, la concepción cristiana originaria de la libertad de nuestra relación con Dios.

En general, el Vaticano II ha representado la superación, al menos en línea de principio, de aquel retraso histórico del catolicismo en la época moderna, que he señalado. El Concilio ha hecho propia en efecto la centralidad del sujeto humano, que es la reivindicación de fondo de la edad moderna, mostrando la raíz cristiana y la falta de fundamento de la contraposición entre centralidad del hombre y centralidad de Dios. Además ha afirmado la legítima autonomía de las realidades terrenales (que a su vez no significa negación de la relación con el Creador): el filósofo Giovanni Fornero, decididamente laico, escribe, en la voz “Laicismo” en el Diccionario de filosofía del Abbagnano, que por laicismo se entiende “el principio de la autonomía de las actividades humanas, es decir la exigencia de que ellas se desarrollen según reglas propias, que no sean impuestas del exterior, por fines o intereses diferentes de aquellas en las que tales actividades se inspiran”. Pero éstas son, casi a la letra, las palabras con que el Vaticano II (Gaudium et spes, 36) define la legítima autonomía de las realidades terrenales. Por tanto también sobre la laicidad, como sobre la libertad religiosa y sobre la centralidad del sujeto humano, se podía esperar que después del Concilio el contencioso entre “católicos” y “laicos”, para usar una terminología que no me convence, fuese ya en nuestros hombros. En particular para Italia también el obstáculo del Concordato parecía sustancialmente removido, después de que el acuerdo de revisión del 1984 había reconocido expresamente que “Ya no se considera en vigor el principio, originariamente reclamado en los Pactos lateranenses, de la religión católica como única religión del Estado italiano”.

Los hechos de las últimas décadas parecen sin embargo desmentir crudamente una tal esperanza: nos encontramos en efecto en una fase nueva, y aguda, de la contienda entorno a la laicidad, o quizás más específicamente al papel de la fe en el espacio público. Pero en realidad el objeto de la disputa se ha intensamente modificado. Ya no se trata, al menos en línea principal, de las relaciones entre Iglesia y Estado como instituciones: a este respeto en efecto su distinción y la autonomía recíproca son aceptadas sustancialmente y compartidas sea por los católicos sea por los laicos, y con ellas la abertura pluralista de las órdenes del Estado democrático y liberal a las posiciones más diferentes, que de por sí tienen todas, delante del Estado, iguales derechos e igual dignidad. Las polémicas que son planteadas sobre estas temáticas parecen pues bastante pretextuosas y probablemente son el reflejo del otro y más bien consistente contencioso del que ahora tenemos que ocuparnos.

Objeto de este último son principalmente las grandes problemáticas éticas y antropológicas que han emergido en las últimas décadas, a continuación sea de los profundos cambios intervenidos en las costumbres y en los comportamientos sea de las nuevas aplicaciones al sujeto humano de las biotecnologías, que han abierto horizontes imprevisibles hasta un reciente pasado. Estas problemáticas tienen en efecto claramente una dimensión no sólo personal y privada sino también pública y no pueden encontrar respuesta si no a la base de la concepción del hombre a la que se hace referencia: en particular de la pregunta de fondo si el hombre sea solamente un ser de la naturaleza, fruto de la evolución cósmica y biológica, o en cambio también tenga una dimensión transcendente, irreductible al universo físico. Sería extraño, pues, que las grandes religiones no intervinieran al respecto y no hicieran oír su voz en la escena pública. Como es natural, de esto se hacen ante todo cargo, en las muchas áreas geográficas y culturales, las religiones en ellas predominantes: en Occidente por lo tanto el cristianismo y en particular, especialmente en Italia, la Iglesia católica. En concreto su voz resuena con una fuerza que pocos habrían previsto cuando una secularización cada vez más radical se pensaba que fuera el destino inevitable del mundo contemporáneo, o al menos del Occidente: cuando es decir parecía fuera del horizonte aquel despertar, en escala mundial, de las religiones y de su papel público que es una de las grandes novedades de las últimas décadas. Querría recordar, a este propósito, la sorpresa y el desconcierto que provocaron, también en ámbito católico, las afirmaciones hechas por Juan Pablo II en el Congreso de Loreto, en el ya lejano abril de 1985, cuando invitó también a descubrir de nuevo “el papel público que el cristianismo puede desarrollar para la promoción del hombre y para el bien de Italia, en el pleno respeto más bien en la convencida promoción de la libertad religiosa y civil de todos y de cada uno, y sin confundir en ningún modo la Iglesia con la comunidad política”.

La verdadera alternativa a las grandes religiones a propósito de las cuestiones antropológicas y éticas tiene, por decir así, dos caras, entre ellas ciertamente unidas pero al final recíprocamente incompatibles. De una parte ella es constituida - como se ha dicho – por el “naturalismo”, es decir de la convicción de que el hombre sea integralmente atribuible a la naturaleza, al universo físico: desaparece así aquella primacía del sujeto humano, que hay que considerar siempre como fin y nunca sencillamente como medio, que había constituido la instancia fundamental de la modernidad. Esta concepción naturalista es presentada más como el resultado de las ciencias empíricas, olvidando la auténtica naturaleza del conocimiento científico, que por sus mismos métodos está limitada a lo que es empíricamente verificable y no puede pretender, sin contradecirse, constituir una visión global de la realidad: de una tal pretensión, en efecto, ninguna verificación experimental es posible o aun sólo hipotizable.

La otra cara de la alternativa a las grandes religiones es la reivindicación de la libertad individual, en relación a la que toda discriminación debería ser evitada. Esta libertad, por la cual en último análisis todo es relativo al sujeto, es erigida a supremo criterio ético y jurídico: toda otra posición puede ser por lo tanto lícita sólo hasta que no contraste pero queda subordinada con respecto a este criterio relativista. En tal modo son censuradas sistemáticamente, cuanto menos en su valencia pública, las normas morales del cristianismo. Se ha desarrollado así en Occidente la que Benedicto XVI ha denominado repetidamente “la dictadura del relativismo”, una forma de cultura que corta deliberadamente las propias raíces históricas y constituye una contradicción radical no sólo del cristianismo sino más ampliamente de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad. Ahora vemos porque relativismo y naturalismo sean en realidad entre ellos incompatibles. Ya sobre el plano lógico, el naturalismo pretende representar la interpretación científica del mundo, y del hombre en ello. No es por tanto compatible con el relativismo, para el que cada interpretación es sencillamente subjetiva y destituida de validez universal. Pero es sobre todo en el plan existencial, a nivel de la vivencia de cada uno de nosotros, que la contradicción estalla. El relativismo, en efecto, tiene su núcleo en la exaltación y podríamos decir en la absolutización de la libertad individual, por lo tanto en el valor y en la centralidad del sujeto individual. Pero es justo esto que viene radicalmente excluido por la reconducción del sujeto humano a la naturaleza, a una naturaleza que no sabe nada de él y no se cuida para nada de él. Esta contradicción está a la base del desorientación y de la inquietud que aflige hoy sobre todo a los jóvenes, pero cierto no solamente a ellos. Está aquí la raíz profunda de una cierta debilidad de confianza en la vida, más bien de las ganas de vivir.

El corte de las propias raíces a menudo toma la forma del odio hacia la propia civilización: se trata de un fenómeno difundido en la Europa occidental y repetidamente denunciado por Benedicto XVI. Este odio se dirige particularmente hacia el cristianismo, considerado el principal obstáculo al naturalismo y al relativismo, y a veces también se introduce entre los creyentes, vaciando desde el interior la fe cristiana y la pertenencia a la Iglesia de su vigor y su atractivo.
Parecidas posiciones están sin embargo lejanas de ser compartidas por todos, también en el así llamado “mundo laico”. Muchos laicos, en efecto, creen tener que rechazarlas, para quedar fieles a los orígenes y a las motivaciones auténticas del liberalismo, que juzgan incompatibles con la dictadura del relativismo porque, como Marcello Pera ha destracado, al centro del liberalismo está la doctrina de los derechos fundamentales del hombre en cuanto hombre, que preceden cada decisión sea de los individuos sea de los Estados y se fundan en una concepción ética que se cree verdadera y transcultural. Joseph Ratzinger, antes y después de su elección al Pontificado, ha motivado sobre el plano sea histórico sea teológico esta nueva sintonía entre católicos y laicos, llegando a afirmar que la distinción entre unos y otros “tiene que ser relativizada”. Yo también creo que la relación entre ellos no debe agotarse necesariamente en un simple diálogo, incluso respetuoso y amigable, sino pueda y deba dar lugar a verdaderas formas de colaboración, solicitadas por la presente situación histórica.
Es preciso añadir sin embargo que no todos los católicos comparten la apertura cordial a aquellos laicos que sustentan estas posiciones: no faltan en efecto aquellos que los ven con sospecha, temiendo - según yo injustamente - que instrumentalicen la fe cristiana con fines ideológicos y políticos. El motivo principal de tal desconfianza es que no pocos, si bien católicos, no parezcan realmente convencidos de la necesidad de un compromiso fuerte en el campo de la ética pública. En concreto estos católicos quedan bastante ligados, en materia de laicidad, al cuadro clásico de la división de competencias entre instituciones civiles e instituciones eclesiásticas y me parecen no captar plenamente el alcance de la novedad constituida por el emerger de las actuales problemáticas antropológicas y éticas. Algunos de ellos son llevados más bien a reivindicar por sí mismos la auténtica laicidad, entendida como reclamo a la propia conciencia y como autonomía e independencia del magisterio de la Iglesia en el ámbito de la asunción de responsabilidades públicas y decisiones legislativas. En el plano político y jurídico ellos tienen ciertamente el derecho de actuar así, pero no pueden pretender que estos comportamientos sean, para un católico, aun teológicamente y eclesialmente legítimos. En efecto, mientras para quien no es católico las enseñanzas de la Iglesia pueden tener valor sólo en la medida en que aparecen racionalmente convincentes, para los católicos ellas también tienen valor y ante todo en cuanto son expresión del mensaje cristiano en las concretas circunstancias históricas.

Empujando el análisis más en profundidad, queda actual la célebre tesis del gran jurista alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde según la cual el Estado liberal secularizado vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar y entre éstos desarrollan un papel peculiar los impulsos y los vínculos morales de los que la religión es la fuente. Muy recientemente Rémi Brague ha propuesto una importante actualización de la tesis de Böckenförde: ante todo ampliándola del Estado al hombre de hoy, que en gran medida ha dejado de creer en su propio valor, a causa de su tendencial reducción a la naturaleza y del predominar del relativismo. Es el hombre pues, y no sólo el Estado, quien necesita hoy de un apoyo que no es capaz de garantizarse por él mismo. En segundo lugar la religión no es solamente, y tampoco principalmente, fuente de impulsos y vínculos éticos, como Böckenförde parece pensar. Hoy, antes que asegurar los límites y los diques, se trata de encontrar razones de vida y ésta es, desde el principio, la función, o mejor la misión más propia del cristianismo: ello en efecto nos dice ante todo no “cómo” vivir, sino “por qué” vivir, por qué elegir la vida, por qué alegrarse y por qué transmitirla.

En una perspectiva de este género parece que se deba invertir la idea muy difundida según la cual el progreso y el futuro de Italia consistirían en el homologarse a aquellas otras naciones europeas en las cuales se ha ido y se está yendo cada vez más adelante a poner entre paréntesis la herencia del cristianismo. Al contrario, “la excepción italiana” - en los límites en que realmente existe - puede representar una indicación positiva para que la sociedad europea pueda superar aquella extraña tendencia por la cual ella parece complacerse con secar las energías vitales y morales de las que se nutren las personas, las familias, los pueblos. Precisamente la percepción del valor decisivo de estas reservas de energías es lo que aúna hoy a muchos católicos y laicos y que indica una gran tarea común que nos espera.

Ahora examinemos la objeción que es propuesta continuamente, según la cual cada referencia a contenidos y valores objetivos y no relativistas constituiría una inaceptable limitación de la libertad y en concreto la imposición de una visión particular, aquélla cristiana, también a quien no la comparte. Una objeción de este tipo puede ser ante todo fácilmente retorcida: precisamente el relativismo, en efecto, tiende fácilmente a absolutizarse, es decir a negar la licitud de posiciones diferentes de las suyas, porque las cree incompatibles con la libertad. En estos años hemos tenido varias confirmaciones prácticas, como en el caso de las agencias para la adopción de niños obligados a cerrar en Inglaterra si no estaban disponibles a patrocinar la adopción por parte de parejas del mismo sexo. En realidad ninguna sociedad o consorcio humano puede subsistir sin dotarse de algunas normas que valgan para todos sus miembros. Para que una sociedad sea libre lo que cuenta es que estas normas sean establecidas a través del libre juego democrático y que a través del mismo juego puedan ser modificadas o también cambiadas integralmente. Es ésta la condición común en que se encuentran sea los que quieren introducir cambios sustanciales en las concepciones antropológicas y éticas que eran compartidas prácticamente por todos hasta hace un siglo, sea los que quieren en cambio conservarlas en su sustancia. Unos y otros pueden concurrir igualmente a establecer las normas que valen para todos: prevaleceráquien sabrá obtener la mayoría de votos.

Naturalmente eso no significa que le corresponda a una mayoría establecer qué cosa sea verdadero o falso, y tampoco qué sea en sí mismo justo o injusto. El juego democrático no concierne a la verdad de las cosas, sino sólo a las reglas comunes de comportamiento. Aquellos que, por motivos de conciencia, creen no poderse adecuar a tales normas, es justo que tengan la posibilidad de objeción de conciencia. Si las leyes, en aquel caso, no permiten tal objeción, se podrá dar testimonio de las propias convicciones en una forma más costosa pero también más fuerte, afrontando las penas previstas por la ley. Efectivamente los más heroicos y eficaces objetores de conciencia fueron y son los mártires cristianos de las diferentes épocas históricas.

Querría en fin borrar la impresión por la cual las posiciones que se hacen a una matriz cristiana, ya sea animadas por la fe sea por motivos no de fe sino de cultura, serían inevitablemente prisioneras del pasado e incapaces de abrirse a los desarrollos y los cambios que nos esperan y están ya más bien en curso. He subrayado en efecto que el cristianismo es la religión sea del logos, sea de la libertad, sea del amor y de la persona como ser en relación. Son éstos los contenidos esenciales que hay que salvaguardar y justo ellos abren al futuro, que es precisamente el fruto de nuestra razón y nuestra libertad y que puede ser construido de manera útil y no destructiva sólo a través de la capacidad de relacionarse al otro y de colaborar con él, como muestra toda la experiencia histórica. Por tanto no se trata para nada de negar la historicidad del hombre y el variar de las formas históricas en que la convivencia humana se realiza. Se trata sólo de mantener, en este continuo variar, aquellos factores esenciales que hacen posible un desarrollo auténtico, porque está conforme a la especificidad y dignidad irreductible de nuestro ser.

Para resumir todo se podría decir que, como en el medievo se tuvo un predominio unilateral de la verdad sobre la libertad, así la tentación de nuestro tiempo es igualmente un unilateral predominio de la libertad sobre la verdad de nuestro ser. Tener estos dos planos distintos, de la libertad y de la verdad, pero también buscar siempre de nuevo una posible síntesis es la difícil empresa que el tiempo en que vivimos tiene delante de sí.

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