jueves, 29 de marzo de 2018

¿Dónde estás cuando niegan a Jesús? (Un testimonio hermoso) Anterior Claudio de Castro |


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En estos días santos leo la Pasión de nuestro Señor y me imagino caminando en la época de Jesús, para rastrear sus pasos y ver de cerca lo que está ocurriendo a su alrededor.  Me pondré al al lado de Pedro cuando lo niega aterrorizado que lo confundan con uno de sus discípulos.  ¿Y los otros dónde están? No los veo.
Yo, ¿dónde estoy cuando lo niegan? ¿Soy uno de ellos?
“Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del hombre, cuando venga en su gloria, en la de su Padre y en la de los santos ángeles.” (Lc 9, 26)
Muchas veces de joven, lo negué, pasé a su lado y no me impresionó verlo así, llagado, pobre, pidiendo un pedazo de pan. Hoy reflexiono en ello. ¿Por qué lo hice? Creo que no amé lo suficiente. No lo conocía como ahora. Vivía distraído por el mundo, encandilado ante tantas luces y maravillas.
Siento que también lo negamos cuando olvidamos su presencia en nuestros hermanos.
Cierta tarde vi a un hombre que a lo lejos se me acercaba. Estaba vestido con harapos. Mis hijos pequeños me acompañaban. Íbamos a subir al auto para dar un paseo. Cuando lo tuve frente a mí le dije, sin darle oportunidad de hablar:
“No tengo nada que pueda darte”.

Entonces ocurrió algo que aún hoy, trato de comprender, aunque hayan pasado los años.
Me miró una ternura que pocas veces sentí. A través de su rostro mugriento vi sus ojos que no dejaban de mirarme con un amor de hermano, tan hondo y profundo.
“Tienes una maravillosa familia”, me dijo. “Dios te bendice y te acompaña siempre”.
Siguió su camino en paz.
Mi hijo pequeño, que estaba a mi lado, me jaló fuerte la camisa y me dijo:
“Papá, ese hombre merece que le des algo. No permitas que se vaya…”
El hombre se acababa de marchar. Levanté la mirada y ya no estaba. ¿Cómo era posible? ¿Dónde fue? Nos subimos al auto y fuimos a buscarlo, dando vueltas alrededor del barrio. Nadie supo decirme nada de él. Nadie lo vio.
Tiempo después conocí la vida del padre Alberto Hurtado, ese santo chileno que proclamaba: “El pobre es Cristo”.
He tratado de jamás negar algo a un pobre que me pida ayuda. Y si nada material tengo para compartir, le doy unas palabras de aliento, y procuro animarlo, amarlo como a un hermano. Teniéndolo frente a mí procuro verlo como a Cristo mismo.
“«Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos;” (Mateo 10, 32)

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