San Francisco, en su caballería seráfica, no sirvió a un Rey distante, ante el cual no podía comparecer con frecuencia. Por el contrario, púsose al servicio de un Rey perennemente presente. Dios Uno y Trino está siempre presente. Es una de las verdades fundamentales de la fe cristiana. Pero esta presencia no es "sentida" de la misma manera por todos. Parece como que para San Francisco no existían los velos que encubren la presencia de Dios, sino que eran absorbidos por los ardores de la caridad más inflamada en la fe más perspicaz.
Esta misma fe y esta misma caridad hacían que San Francisco se dirigiese con especial cariño al sacramento del altar, ya que en él se concreta una presencia especialísima de su Rey. Es principalmente una presencia de la santa humanidad de Cristo, unida inseparablemente a la segunda persona de la Santísima Trinidad. De acuerdo con las verdades que había descubierto en los planes divinos, San Francisco consagraba al Hombre-Cristo todo el ardor de su alma. No habría sido coherente si no hubiese tenido una devoción especialísima a la Eucaristía. Y no le faltó esa coherencia en su fe, en su amor, en su devoción, en su consagración.
Su actividad para con la Eucaristía traduce de un modo elocuentísimo su fe eucarística verdaderamente católica. Tener fe en esa época en que mal empezaban a esbozarse herejías sobre la presencia real, no era algo muy difícil. El Serafín de Asís se singularizó, por tanto, en la actividad coherente con la fe y en la profundización de las verdades eucarísticas, profundización esta que se tornó en fuente de una concepción teológica propia y especial de este misterio. Bien evolucionada y bien fundamentada, viene a encontrarse ya en Duns Escoto.
Para San Francisco -como para todo hombre que quiera considerar objetivamente la Eucaristía-, estaba en primer plano y con preeminencia absoluta el dogma de la presencia real. A la fe vivísima en esta presencia unía un recuerdo intensísimo e ininterrumpido, y de esta fe, unida a este recuerdo, es de donde brotan las actitudes que tomó. La fe no era solamente vivísima sino también muy esclarecida, como se ve por este pasaje en donde explica la insignificancia de los velos que esconden a las miradas corporales el Cristo Eucarístico: «Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, ciertamente conoceríais también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. Le dice Felipe: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14,6-9). El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Por eso no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada (Jn 6,64). Pero ni el Hijo, en lo que es igual al Padre, es visto por nadie de otra manera que el Padre, de otra manera que el Espíritu Santo. De donde todos los que vieron al Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y creyeron según el espíritu y la divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios, se condenaron. Así también ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por mano del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, se condenan, como lo atestigua el mismo Altísimo, que dice: Esto es mi cuerpo y mi sangre del nuevo testamento, [que será derramada por muchos] (cf. Mc 14,22.24); y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6,55)» (Adm 1,11). Los velos del misterio eucarístico no son una barrera para los ojos penetrantes de la fe y del amor del Serafín de Asís: como ve espiritualmente el sacramento, de la misma manera ve realmente el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, ve al Rey a quien juró fidelidad caballeresca.
Esta viveza de la fe fue una de las características más evidentes del espíritu de San Francisco. Fruto de ella fue el dedicarse en cuerpo y alma, todo por entero, al servicio de la Eucaristía. Aún en el Testamento renueva la profesión de esta misma fe viva e intensa, hablando de la honra y veneración tributada a los sacerdotes: «Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros» (Test 10). En su fe veía "corporalmente" a su Rey, Cristo-Hombre y Cristo-Dios, presente en los tabernáculos, y como caballero consagrado le presentaba las más altas honras. En la Eucaristía concentraba los más altos arrobos de su amor, haciendo verdaderamente de ella un centro de toda su vida, de todo su apostolado y de toda santidad. Mandó que de manera semejante fuese el centro de la Orden que dejaba en el mundo.
Cuando meditaba en la razón de ser de la Eucaristía se abismaba con grandes ardores del alma en el amor de Cristo Jesús. Este amor de Cristo a las almas fue tan grande que hizo del Sacramento del Altar una de las condiciones necesarias para la salvación de las mismas. San Francisco se lo decía a todos y principalmente a sus hermanos, y no se cansaba de repetir las palabras con que el mismo Jesús, junto al lago de Genesaret, insistió sobre la necesidad de la comunión (cf. Jn 6). A sus hermanos y hermanas de las tres Ordenes prescribió rigurosamente que comulgasen varias veces en el año, no contentándose con el mínimo de comuniones que fueron disminuyendo siempre más en la época en que él vivió, hasta el punto de que la Iglesia se vio obligada a señalar como ley explícita la Comunión Pascual (Denz. 437). Con tan poco no se podía satisfacer el amor caballeresco de San Francisco, por lo cual prescribió tres comuniones por lo menos a los hermanos y hermanas de la Tercera Orden. Para los hermanos de la Primera Orden no señaló el número de comuniones, pero quiso que fuese grande (1 R 20).
Veía en la comunión el alimento por excelencia de toda santidad. Sin comunión no hay santidad posible. Con la comunión no hay ninguna que no pueda ser alcanzada. La preparación para recibir la comunión, la vida apta para recibirla muchas veces y, principalmente, una vida digna de la comunión recibida, son en realidad los medios más eficaces de la santidad y constituyen la cooperación debida a las gracias del sacramento. Tanto estimaba San Francisco la comunión, tanto creía en la necesidad de este sacramento para la salvación y la santidad, que su falta le parecía equivalente a una perniciosísima ceguera: «Pero todos aquellos que... no reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo... están ciegos, porque no ven la verdadera luz, nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 63-66).
Lo que de manera especialísima impresionaba su alma caballeresca fueron el amor y la humildad de Cristo, al ponerse así a la disposición de los hombres. Él, el Rey y Señor, vienen para ser el alimento de los suyos, un medio de santificación, una de las condiciones de la salvación. «¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo! ¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones (Sal 61,9); humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por él» (CtaO 26-28). Así escribía él a sus hermanos de hábito reunidos en capítulo. Toda esta maravilla de la condescendencia de Dios y de la humildad de Cristo era para San Francisco tanto más admirable cuanto que era una maravilla de amor. Fue por amor por lo que Dios se rebajó tanto; por lo que Cristo se transformó en alimento; por lo que se hizo medio de salvación; por lo que está presente día y noche en tantos tabernáculos. ¿Cómo, pues, hubiera podido permanecer insensible el sensibilísimo y ardoroso corazón del Caballero de Asís?
La Orden heredó de San Francisco la concentración del alma en la Eucaristía como punto central de fe, de piedad, de todo. Si la teología franciscana, de la misma manera que lo hacía San Francisco, da el primer lugar, entre sus misterios esenciales y nocionales, a Dios Uno y Trino, a Cristo con las maravillas del plan divino, así también enseguida en la escala de valores coloca los misterios de la Eucaristía. Asimismo tiene como característico de la teología eucarística el partir de los propios datos de la revelación, procurando una profundización teológica y una sistematización, no partiendo de principios filosóficos, sino mediante una filosofía construida a partir de los misterios. En esta forma la teología eucarística de la Orden Franciscana, tal como se encuentra, por ejemplo, en Duns Escoto, significa un avance notable en la penetración del misterio. Percíbese también así la caballerosidad seráfica, que, sin temor a las dificultades, entra resueltamente en el terreno difícil y laborioso de estos misterios y consigue conquistar trofeos maravillosos, que son otros tantos incendios para el amor seráfico.
Una de las principales conquistas de este caballerismo teológico-eucarístico fue un concepto más profundo y más exacto acerca de la misma presencia de Cristo. Duns Escoto rompió con los principios demasiado estrechos de Aristóteles sobre la posibilidad de las multiplicaciones sustanciales de los cuerpos, y con distinciones sutilísimas, pero admirablemente acomodadas al asunto, ideó un modo según el cual se puede por lo menos entrever la posibilidad de que Cristo se haga realmente presente sin asumir una nueva materia: un modo de entrever la posibilidad de que en la Eucaristía se haga presente el mismísimo e idéntico Cristo que está sentado a la derecha del Padre. La identidad del Cristo Eucarístico con el Cristo de la Gloria no es un problema en la teología de Duns Escoto, sino un trofeo firmemente conquistado. Además de esto, el doctor Sutil excogitó aún una doctrina mediante la cual resulta de algún modo inteligible el hecho de que todo Cristo-Hombre esté presente con todo su Cuerpo y con todos sus accidentes cuantitativos y en una forma tal que pueda ejercer su actividad connatural. En esta forma es posible aproximarse muchísimo a la realidad eucarística en comprensión y en relación vivida. En la Eucaristía no se entiende que esté presente un Cristo resultante de la transubstanciación, sino el mismo Cristo que está en el cielo; lo cual es ciertamente un dogma, pero para otros sistemas teológicos constituye también un problema. Ni está presente un Cristo disminuido y coartado por el solo modo sustancial de la presencia, sino el Cristo en el modo normal de sus accidentes de extensión interna, aunque sin extensión externa de conmensuración. De esta suerte se sabe que Él está allí con su corazón palpitante, con su alma henchida de amor, con sus ojos amorosos para contemplar a los que se acercan devotamente a su tabernáculo. Se sabe que este Jesús, tal cual y en cuanto está presente en la Eucaristía, no está condenado a la inactividad, sino que puede obrar y obra de hecho sobre los hombres, los ama, prodiga a las almas sus riquezas, las auxilia, las ve, las ama, les habla, y todo esto exactamente en cuanto está presente de modo eucarístico. Todo esto, sin embargo, aunque no sea visto con los ojos corporales.
Los teólogos franciscanos no se cansan de contemplar y escudriñar los milagros sin cuento que Cristo realiza en su Eucaristía, haciendo de ella verdaderamente un maravilloso palacio, aunque sirviéndose de las más imperceptibles e insignificantes apariencias. La fe, ayudada por el amor, no contempla tanto las insignificancias, cuanto las grandezas eucarísticas realizadas por el amor.
Además de ser un medio de salvación y de santidad, la Eucaristía es una anticipación de la consumación propia, es la propia finalidad, es el mismo cielo. El cielo no es sino Dios mismo Uno y Trino en posesión de amor, y en la Eucaristía, al menos durante los instantes de la presencia sacramental en el alma, se posee a Dios Uno y Trino. Esta anticipación pasajera del cielo, que es uno de los más estupendos milagros del amor de Cristo, debe conducir a los afectos más fervorosos. Hay que meditar en estos misterios, para que así se desvanezcan más y más los velos de la fe. Cuanto más se medite y contemple, más se conseguirá en la imitación de San Francisco por lo que hace a su fe viva y a su encendida caridad.
Tan profunda y viva teología no podía dejar de producir, tanto en San Francisco como en la Orden Franciscana, una piedad eucarística muy intensa. Y realmente sucedió así. El santo Patriarca vio que la forma de piedad eucarística más conforme con los designios de Cristo era la asistencia piadosa y activa a la misa mediante la comunión. Por eso no dejaba pasar un solo día sin asistir a una o varias misas, comulgando siempre que podía. Así lo atestiguan las antiguas crónicas franciscanas. Quería que no pasase ningún día en los conventos sin que se celebrara el santo sacrificio, aunque se atuvo a la costumbre entonces vigente en la Iglesia de celebrar diariamente una sola misa en comunidad, comulgando los demás sacerdotes more laicorum: «Amonesto por eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que moran los hermanos, se celebre solamente una misa por día, según la forma de la santa Iglesia. Y si en un lugar hubiera muchos sacerdotes, que el uno se contente, por amor de la caridad, con oír la celebración del otro sacerdote; porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y a los ausentes que son dignos de él» (CtaO 30-32).
Si por una parte recomendaba la comunión frecuente, por otra no dejaba de encarecer la necesidad de la comunión digna. Esto, por lo demás, no es sino una consecuencia de su amor caballeresco a Cristo. Porque, ¿cómo podía un caballero de Cristo presentarse a la comunión, a recibir al Rey y Señor Jesús, teniendo en su alma la infidelidad de la traición y de la deserción? ¡Y cuánto no deberá esmerarse en tener un amor ardiente quien siendo caballero se acerca a la sagrada mesa! San Francisco sabía muy bien que el amor reside en la voluntad y que los sentimientos de por sí no valen nada. Por eso, cuando exigía un amor ardiente en los corazones, pensaba en un amor de consagración y de fidelidad comprobada con hechos, o sea, el amor que depende de la voluntad.
San Francisco insistía más que todo en la celebración digna del santo sacrificio de la misa. A los sacerdotes de su Orden les escribió estas maravillosas palabras: «Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser sacerdotes del Altísimo, que siempre que quieran celebrar la misa, puros y puramente hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres (cf. Ef 6,6); sino que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona, porque allí solo él mismo obra como le place» (CtaO 14-15).
A todo esto San Francisco unía además el culto eucarístico que pudiera llamarse "secundario": la adoración del Santísimo fuera de la misa y con ocasión de la comunión. Con toda el alma y con todo el ardor se postraba delante de los tabernáculos y rendía su homenaje de fidelísimo y devotísimo vasallo al altísimo Señor del cielo y de la tierra. Y para que esta su devoción eucarística fuese tanto más fervorosa y tanto más constante, procuraba conocer bien los misterios de la Eucaristía y recomendaba insistentemente a los frailes y a todos los hombres la frecuente meditación y contemplación de los mismos. Su devoción se manifestaba de modo particularmente caballeresco y delicado en cuanto emprendía para conservar y guardar bien los vasos sagrados y todo lo que estuviese en relación con el Santísimo. En sus jornadas apostólicas, por ejemplo, yendo de aldea en aldea, visitaba las iglesias y capillas abandonadas, barriéndolas y embelleciéndolas (EP 56). Él, el pobre de los pobres y que a la pobreza la había hecho su esposa, adquiría y enviaba copones preciosos y ornamentados a las iglesias pobres, e instrumentos bien construidos y bellos trazados para confeccionar hostias bellas y blancas (EP 65). Recomendaba que se conservasen escrupulosamente limpios los manteles de los altares, y de esto hablaba discreta pero insistentemente a los sacerdotes. No predicaba al pueblo sin antes haber tenido cuidado, según sus fuerzas y los bienes de que disponía y que le habían sido dados para este fin, acerca de la morada del altísimo Señor en la Eucaristía. Todo cuidado le parecía poco y toda riqueza le parecía pobre por demás para alojar decentemente en palacio precioso y artístico al Rey de Reyes. Que los vasos empleados en la misa fueran buenos y preciosos, lo mismo que aquellos en los cuales se hacía la reserva. Lloraba amargamente el desprecio de los cristianos, y mucho más el de tantos sacerdotes, para con el adorable sacramento, y cuando veía a su Señor abandonado y en la miseria de capillas en ruinas, de tabernáculos inmundos, de vasos indignos, de lugares impropios, entonces permanecía inconsolable en su presencia. Hacía cuanto podía, en todas partes y con el máximo empeño, no sin ingentes sacrificios, para que el Santísimo fuese dignamente conservado, recibido con ardor y adorado con profunda humildad.
En todas las iglesias y donde quiera que encontraba la Eucaristía, este juglar caballeresco de Cristo se detenía a adorar y a cantar con el corazón inflamado las alabanzas y las glorias, la magnificencia, la humildad y la cortesía de su Rey y Señor. Escogía con preferencia las iglesias pobres y abandonadas, en donde la Eucaristía era menos adorada, a fin de pagar de este modo a Cristo el amor que le negaban los hombres. Con el ardiente celo de su corazón pretendía abarcar todos los tabernáculos de una vez, rezando esta oración, que directamente se dirige a la santa cruz: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5).
Así desarrolló San Francisco un enorme apostolado eucarístico. Casi todas las cartas que quedan de él se refieren a este tema, y con ternura e insistencia delicadas y corteses aconseja que se ame, se alabe, y se reciba dignamente a Cristo en la Eucaristía. Estas cartas fueron escritas cuando ya el santo no podía viajar y predicar a los hombres y a sus frailes. Quería entonces hablarles al menos mediante la palabra escrita. De estas cartas puede deducirse que tampoco en sus predicaciones faltaron estos puntos: la insistencia de recibir dignamente el Sacramento del Altar, de que se respetaran y adornaran los tabernáculos, de que se pusiese todo cuidado a todo lo que hacía referencia al Santísimo.
Lo que caracteriza la actuación de San Francisco en relación con la Eucaristía no es una doctrina nueva, ni tampoco el haber profundizado en doctrinas antiguas. Es simplemente la coherencia perfecta de la vida con la fe, dentro de la mentalidad de la caballería seráfica. Siendo caballero de Cristo Rey, y caballero más que todo de amor, no podía dejar de tomar actitudes de caballero dondequiera que encontrase a su Rey. Y de una manera especial e intensa, maravillosa y delicada, lo encontró en la Eucaristía, en todos los sagrarios esparcidos profusamente sobre el haz de la tierra. Lo encontró en la comunión y lo encontró en la misa. Pero lo encontró de hecho... Para San Francisco el dogma eucarístico no fue únicamente una verdad profesada como verdad, sino que fue un elemento de fe viva que irrumpió intensísimamente en su vida, con la fuerza inmensa de su voluntad y de su emotividad fácil de inflamarse.
De esto nos convencen sus palabras: «Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo seréis de pesado corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al útero de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan sagrado. Y como ellos, con la mirada de su carne, sólo veían la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero. Y de este modo siempre está el Señor con sus fieles, como él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28,20)» (Adm 1,14-22).
[Constantino Koser, O.F.M., El pensamiento franciscano. Madrid, Ediciones Marova, 1972, págs. 183-193
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