Santa Teresa de Jesús
Fundadora del Carmelo Teresiano
«Era esta santa de mediana estatura, antes grande que pequeña. Tuvo en su mocedad fama de muy hermosa, y hasta su última edad mostraba serlo. Era su rostro no nada común, sino extraordinario..., daba gran contento mirarla y oírla porque era muy apacible y graciosa en todas sus palabras y acciones... Era en todo perfecta...» (María de San José Salazar, compañera de viajes y caminos, en Libro de Recreaciones). «Fémina inquieta y andariega... enseñando como maestra contra lo que San Pablo enseñó mandando que las mujeres no enseñasen» (El nuncio Felipe Sega, en 1577).
Ella, por su parte, se presenta con ansias de hacer el bien y consciente de su «pobreza» e impotencia. En 1562, ante el reto de la fundación de San José en Ávila: «Y como me vi mujer y ruin e imposibilitada de aprovechar en lo que quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que éstos fueran buenos, determiné hacer eso poquito que era en mí» (Camino1, 2). Con ánimo y esperanza. En 1567, ante el reto de iniciar el grupo de varones que sigan el estilo de las monjas: «Hela aquí una pobre monja descalza, sin ayuda de ninguna posibilidad para ponerlo por obra. El ánimo no desfallecía ni la esperanza, que, pues el Señor había dado lo uno, daría lo otro» (Fundaciones2, 6).
En su misión de educar a sus monjas -y a sus lectores- en el camino espiritual -el de la oración-, Teresa se presenta como mujer de experiencia. Ella comunica «lo que el Señor me ha dado por experiencia» (Vida10, 9: 22,6) -«no diré cosa que no lo haya experimentado mucho» (Vida18, 8). Conocimiento experiencial muy distinto de otros tipos de acercarse a la verdad: «Esto visto por experiencia es otro negocio que sólo pensarlo o creerlo» (Camino6, 3). Una vida, llena de experiencia humana y divina, que convierte su palabra en testimonio y mensaje.
En Ávila de los Caballeros. Niñez y juventud
Teresa de Jesús nace el 28 de marzo de 1515 en la ciudad de Ávila, hija de Alonso Sánchez de Cepeda y de Beatriz de Ahumada. Recordando a sus cincuenta años su niñez, nos ofrece algunos rasgos del hogar en el que vivió veinte años. Abre el libro de su vida con palabras sobre sus padres: «El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía para ser buena... Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres... De mucha verdad». «Mi madre era de grandísima honestidad, muy apacible y de harto entendimiento» (Vida1, 1).
Familia numerosa. «Éramos tres hermanas y nueve hermanos». Y un gran número de criados. Teresa se recuerda a sí misma como la más querida en ese grupo. Fue un buen comienzo para una vida en que el amor, la amistad, iba ser el eje de sus relaciones con Dios y con los demás. Era un hogar en que se favorecía la lectura, y se fomentaba la piedad. Don Alonso procuraba «buenos libros de romance para que leyesen sus hijos», Doña Beatriz cuidaba los rezos y «en ponernos en ser devotos de nuestra Señora y de algunos santos».
Todo ello ayudó a la niña Teresa a tener un despertar precoz a las cosas del espíritu. A los seis-siete años, la lectura del Flos Sanctorum, en compañía de su hermano Rodrigo, poco mayor que ella y muy querido, despertó en ellos el deseo del martirio que sufrieron algunas santas -«parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así»-. Proyectaron ambos la fuga a una tierra fabulosa de moros «pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen». Al no poder realizar sus sueños, jugaban a «ser ermitaños». Y allí, impresionados por el «pena y gloria para siempre, gustábamos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre, siempre!». No era una experiencia baladí: «En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad!» (Vida 1, 4). [...]
Velaban por ella su padre y su hermana mayor, María de Cepeda. Al casarse ésta a mediados de 1531, don Alonso, pensando en la educación y en la protección de Teresa, joven agraciada de 16 años, la lleva de interna al convento-colegio de las agustinas de Gracia en el mismo Ávila (Vida2, 6). Cambio brusco, que Teresa aceptó contrariada. Pero recobró pronto la alegría y el rumbo espiritual, al contacto de personas sinceras y centradas en Dios, y de buenas lecturas. La primera persona fue la monja doña María Briceño, que estaba al cargo de las doncellas. Con su ejemplo, empezó a tener oración, contacto con el Evangelio, y «más amistad a ser monja- (Vida3, 2).
Al cabo de año y medio, cae enferma, y tiene que dejar el internado. En su convalecencia, pasa una temporada corta en la sierra, en Gotarrendura —refugio en los inviernos— con su tío don Pedro Sánchez, hombre espiritual y amigo de «buenos libros de romance». Encuentro providencial. «Con la fuerza que hacían en mi corazón las palabras de Dios, así leídas como oídas, y la buena compañía, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada, y la vanidad del mundo y cómo acababa en breve...» (Vida3, 5).
Comienza entonces a pensar seriamente en su vocación, y se decanta por entrar carmelita en la Encarnación. Para realizar su deseo, debió apoyarse en la fuerza de voluntad, que era mucha. La lectura de las «Epístolas de San Jerónimo» le dio ánimos para notificar su decisión a su padre. Don Alonso, cada vez más unido a su hija, convertida a sus 18 años en una despierta ama de casa, se opuso decididamente a su ingreso (Vida3, 7). Así dos años, hasta el 2 de noviembre de 1535, en que, «muy de mañana», haciéndose «una gran fuerza» —cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera—, la joven Teresa huye de su casa, y entra en el convento de la Encarnación (Vida4, 1).
Monja carmelita en la encarnación y en camino de oración
El monasterio de la Encarnación, extramuros de la ciudad de Ávila, será el centro de su vida durante 37 años, con breves salidas y estancias fuera, por enfermedad o por atender personas o negocios. [...]
Lo importante para ella y para su misión en el futuro fue la vida del Espíritu, el mundo interior en el que Dios-Cristo era el protagonista. Dentro de la vocación general en la Orden del Carmen, Teresa comienza a sentir una llamada cada vez más fuerte a la vida interior, una vocación personal a un trato íntimo con Dios. Inicia sin darse cuenta el largo camino de la oración, con experiencias múltiples de encuentro amoroso con el Señor, que le convertirán en la gran maestra de la experiencia de Dios. Al año de profesión, en el otoño de 1538, cae enferma de gravedad. En busca de curación pasa el invierno en Hortigosa con su tío don Pedro y en Castellanos de la Cañada con su hermana María. [...]
Trasladada a casa de su padre, sufre en agosto de 1539 un grave colapso de cuatro días. Sin dar señales de vida, con riesgo de ser enterrada, tragedia que evitó su padre. Siguieron tres años en estado casi paralítico en la enfermería. Hasta 1542, en que se siente curada gracias a San José, curación que la convierte en apóstol del glorioso patriarca (Vida6, 5-8). Durante todo ese tiempo, se mantiene fiel al compromiso personal de oración silenciosa. Una hora a solas con el Señor. Ella elige un camino: representar a Cristo, tenerle a Cristo presente: «Procuraba lo más que podía traer a jesucristo, nuestro bien y señor, dentro de mí presente, y ésta era mi oración» (Vida4, 7).
El bien que sentía como fruto de esta oración personal era muy grande. Se interesó por que otras personas entraran en ese camino. Uno de ellos fue su mismo padre y algunas monjas del convento (Vida 7, 10). Y algunos seglares. Es el inicio de un magisterio sobre la praxis oracional, que llegará más tarde en plenitud. Un magisterio, que se suspende por unos años. Los años de crisis de oración de Teresa, que era crisis en esa vida de amistad totalizante con el Señor. Visitas con excesiva frecuencia en el locutorio, justificadas con color de agradecimiento a veces, rompían excesivamente el recogimiento que la llamada a la intimidad del Señor requería. Ellas traen la sequedad, la falta de gusto. Hasta la sensación de infidelidad a la llamada del Señor. Ello le llevó a dejar la oración particular durante un año por el año 1543, pareciéndole «era mejor andar como los muchos». Fue la más peligrosa decisión —«el más terible engaño»: dejar la oración (Vida7, 1).
Aconsejada por el dominico Vicente Barón, Teresa reanuda la práctica de la oración. No la abandonará ya más, a pesar de las dificultades, dudas y aprietos que sufre durante una decena de años hasta el momento del encuentro transformador con el Señor en la Cuaresma de 1554. La crisis le ayudó a descubrir el verdadero rostro de Dios —cercano y generoso, que busca nuestra amistad, que sabe sufrir a un alma, que sabe esperar— y de ello Teresa se presenta como testigo: «Fíe de la bondad cíe Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer..., y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que su Majestad de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir» (Vida19, 15). [...]
Convertida y preparada por el señor para su misión
Es la doble actitud para abrirse a la conversión evangélica. Al encuentro con Jesús, el Salvador. Eso es lo que experimentó Teresa en 1554 ante la imagen de un Cristo muy llagado. «Arrojeme cabe él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle... Paréceme le dije entonces que no me había de levantar de allí hasta que [él] hiciese lo que le suplicaba» (Vida9, 3). En efecto, comenzó a experimentar un cambio profundo en su vida. Ella se siente convertida, salvada por el Señor. La lectura de las Confesiones de San Agustín le ayuda a comprender el misterio de Dios actuando en ella. [...]
San José de Ávila: perfección evangélica por la Iglesia (1562)
En 1560, se abre la etapa final, de su misión carismática y apostólica, en la vida de Teresa. Tiene 45 años. Gracias de horizontes apostólicos sacuden su espíritu, ofreciéndole la motivación más poderosa para lanzarse hacia la santidad: vivir para el otro. La primera llega con la «visión del infierno» (Vida32, 1-9). La liberó de sí misma y le hizo sentir una preocupación penosa por la salvación de los demás: «Las muchas almas que se pierden, así de herejes, como de moros; aunque las que más le lastiman son las de los cristianos« (MoradasV, 2, 11). Desde ese momento, está dispuesta a sufrir mil muertes «por salvar una sola alma de tan gravísimos tormentos. (Vida32, 6). Toma la decisión de hacer ella algo en esa tarea de salvar almas. Y «pensé que lo primero era seguir el llamamiento que su Majestad me había hecho a religión, guardando mi regla con la mayor perfección que pudiese» (Vida32, 9).
Esa determinación le lleva a buscar un estilo nuevo de vida, y en un contexto nuevo. A iniciar una comunidad nueva. Le lleva a fundar. En ese proceso fundacional, recibe la ayuda externa, iluminando el camino a seguir: la referencia de María de Ocampo a «ser monjas a manera de las Descalzas» (Vida32, 10), la profundización del espíritu de la regla respecto a la pobreza, por mediación de María de Jesús Yepes (Vida35, 2), el consejo de consejeros espirituales, entre ellos Pedro de Alcántara. Simultánea a ese estímulo exterior, tiene lugar la intervención íntima del Señor, que le ordena inicie la fundación: él le acompañará (Vida32, 11). Nace un carisma nuevo en la Iglesia. [...]
En la dimensión humana, Teresa, desde su experiencia de la comunidad de la Encarnación y desde su vivencia espiritual en clave de oración amorosa, crea algo nuevo dentro del modelo de comunidad religiosa. Se decanta por una comunidad pequeña, que facilite un clima de fraternidad, Un estilo de vida de «hermandad, caracterizado por la sencillez e igualdad en el trato, una fuerte comunicación interpersonal de amistad» (Camino4, 7), cultivando las cualidades humanas y tratando de ser afables, agradables y conversables (Camino41, 7). El ritmo de vida que ella crea incluye momentos y espacios de soledad externa e interna dentro del monasterio, que les hacen sentirse «ermitañas» en sus celdas (Camino13, 6), y a la vez, en equilibrio admirable, tiempos dedicados al trabajo y a la recreación.
Teresa educa a vivir aspectos de vida, al parecer opuestos, hermanándolos con naturalidad. Comunidades centradas en la oración, pero fundadas a la vez en la virtud: «Torno a decir, que para esto es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtud y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas» (MoradasVII, 4, 9). Austeridad de vida sí, dado que «regalo y oración no se compadecen» (Camino4, 2), pero controlando al «rigor en las penitencias»: «Entienda, mi padre [Ambrosio Mariano], que yo soy amiga de apretar mucho en las virtudes, mas no en el rigor, como lo verán por estas nuestras casas» (Carta a Ambrosio Mariano del 12-12-1576). La clave está en el amor, que es camino y meta: «Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardáramos estos dos mandamientos, seremos más perfectas. Toda nuestra regla y constituciones no sirven de otra cosa sino de medios para guardar esto con más perfección (Moradas1, 2, 17). Como directrices concretas para asegurar esa calidad de vida y de comunidad orante y apostólica. Teresa indica «tres cosas»: el amor unas con otras, el desasimiento de todo lo criado, y verdadera humildad (Camino4, 4).
Así vive Teresa durante cuatro años (1562-1566), los «más felices de su vida», en la pequeña comunidad de San José (Fundaciones1,6). Una nueva gracia apostólica le abre en 1566 al mundo de las misiones. Su visión apostólica, que hasta ese momento parecía concentrarse en el marco de herejes, moros y cristianos, se extiende a la totalidad del misterio de la Iglesia y del mundo, con apertura a la geografía más allá de la cristiandad, al mundo misionero. La ocasión y fecha del cambio es el encuentro, a finales del verano de 1566, con el franciscano Alonso Maldonado, misionero que llegaba de México. Las palabras de fuego de Maldonado presentan ante sus ojos un panorama nuevo para ella. Tierras conquistadas, pero no evangelizadas. Se produce una sacudida interna muy fuerte en Teresa. De nuevo brotan en su espíritu deseos inmensos de hacer algo, con oraciones y lágrimas. Es la obra «que más aprecia el Señor», y por tanto más deseable que la gracia del «martirio» (Fundaciones1, 7).
Madre de una familia religiosa de mujeres y varones (1567)
La respuesta a sus deseos y oraciones le llega con la visita a Ávila, en la primavera de 1567, del general de la orden, padre Juan Bautista Rubeo. El general recibió una impresión inmejorable de la comunidad de San José, comprendió sus aspiraciones apostólicas y decidió apoyar la manera de vivir, implantada por la santa. Un reto comprometedor aparece ante los ojos de la madre: multiplicar pequeños conventos, como el de San José, y asociar a su obra a comunidades de frailes, con el mismo estilo de hermandad y finalidad apostólica. El 27 de abril de 1567, Rubeo extendía patentes para que Teresa pudiera fundar monasterios de monjas en Castilla. El 10 de agosto de 1567, el general otorgaba licencia para la fundación de dos casas de frailes con iglesias en Castilla, en la línea que apuntaba la monja de Ávila. Nace una familia religiosa en la Iglesia, que con «su oración e industria» se emplee en llevar a Cristo a las almas que no le conocen (Fundaciones1,7).
Teresa, a sus 52 años, se pone en marcha por los caminos de España. Bajo su impulso fueron naciendo los carmelos femeninos, hasta llegar a diecisiete con la apertura del último en Burgos en 1582. Ella tomó la iniciativa de buscar candidatos varones para el Carmelo masculino. Los dos primeros serían el prior de Medina, Antonio de Heredia, de 57 años, y el joven misacantano Juan de Santo Matía, que luego se llamaría Juan de la Cruz. De 25 años, Juan de la Cruz sería iniciado personalmente en el nuevo estilo de vida por Teresa misma, muy interesada de que el joven religioso llevase «bien entendidas todas las cosas (Fundaciones13, 5). Él, maestro insigne espiritual, se convertirá en el cofundador del Carmelo Teresiano. La primera comunidad de varones —de tres religiosos— se abre en la pequeña aldea de Duruelo el 28 de noviembre de 1568.
Teresa desarrolla una actividad extraordinaria, sintiéndose responsable del caminar de todo el grupo, de las monjas y de los frailes. Con enfermedades en el cuerpo, relacionándose con naturalidad con personas de todas las clases sociales, luchando contra prejuicios del momento sobre la mujer —la lectura de la Biblia y oración mental no son para mujeres, ni menos el liderar una empresa espiritual de varones—. Mantiene simultáneamente una vida interior de oración intensa, experimentando que Dios se comunica por muchos caminos y que «en la misma enfermedad y ocasiones es la verdadera oración, cuando es alma que ama» (Vida7, 12) y en medio de las ocupaciones —«entre los pucheros anda el Señor» y no sólo en los rincones (Fundaciones5, 5, 8, 16). Esa vivencia de Dios, presente en su interior y en toda su actividad fundacional, le hace repetir que la nueva familia es «obra suya». «De todas cuantas maneras lo queráis mirar, entenderéis ser obra suya» (Fundaciones27, 12).
El ritmo creciente de fundaciones hizo que Roma decidiera la erección de una provincia independiente para los descalzos y descalzas, dentro de la Orden del Carmen. La decisión de Roma se ejecutó en el capítulo provincial de Alcalá, celebrado en marzo de 1581. Se promulgaron Constituciones para Descalzos y Descalzas, y se nombraron superiores propios, con el padre Jerónimo Gracián, como primer provincial. Teresa vio abrirse con ello una etapa de paz entre calzados y descalzos y de ilusionadas perspectivas para el futuro. Es el momento en que la madre fundadora lanza un gran mensaje para todos, frailes y monjas. Para el próximo futuro, una invitación urgente: «Por eso, hermanos y hermanas mías, prisa a servir al Señor» (Fundaciones29, 32). Y para todo el devenir de la historia, unas consignas que van a resonar siglo tras siglo en los oídos de sus hijas e hijos: enraizados en el pasado: «Pongan siempre los ojos en la casta de donde venimos, de aquellos santos Profetas»; y en camino de renovación continua: «Ahora comenzamos y procuren ir comenzando siempre de bien en mejor» (Ibídem29, 32).
Un año y medio más tarde, finalizada la fundación de Burgos y después del gozo de ver a sus hijos, los frailes, partir como misioneros al Congo, Teresa llega a su fin. En Alba de Formes, en actitud humilde y confiada, invocando la misericordia del Señor; con gratitud en su alma por algo central en su vida: «Gracias, Señor, soy de la Iglesia» y con el deseo del encuentro cara a cara con el Señor: «Hora es ya, Esposo mío, de que nos veamos.
Muere avanzada la tarde del 4 de octubre de 1582. El día siguiente, debido a la reforma gregoriana del calendario, será 15 de octubre.
La santa, madre y maestra en el tercer milenio
Los santos no mueren; rebasan su tiempo y se perpetúan. Más si se trata de alguien, como Teresa, que ha vivido profundamente el misterio de Dios y del hombre, que ha sabido expresarlo en palabras limpias y claras, y que ha vivido por los otros: la iglesia, el mundo. Muchos la veneraban, aún en vida, como «madre» y «maestra».
A los seis años de su muerte, en 1588, fray Luis de León edita sus obras fundamentales, Vida, Camino y Moradas, quedando para comienzos del siglo siguiente el libro de las Fundaciones. La Iglesia reconoce muy pronto oficialmente su santidad de vida —el ejercicio de virtudes evangélicas en grado excepcional—. Pablo V la beatifica el 24 de abril de 1614, y Gregorio XV la canoniza el 12 de marzo de 1622. Llegan pronto los patronazgos sobre colectivos humanos, desde el patronato de España en 1617 y de la archidiócesis de México en 1618, hasta el patronazgo sobre los escritores católicos españoles concedido por Pablo VI en 1965.
Lo característico y fundamental en Santa Teresa después de la muerte es la universalidad de su magisterio espiritual, y el dinamismo inspirador del testimonio de su vida y de su palabra escrita. Es la «madre de los espirituales», el título que Filippo Valle cincela en la estatua de Santa Teresa de la basílica de San Pedro. Es la «mensajera del Señor» —Regis Superni nuntia—, como comienzan a cantar en el siglo XVII. Rebasa, por tanto, plenamente los límites de la familia religiosa. Es iniciadora de un verdadero movimiento espiritual: hombres y mujeres que, desde Dios y desde Cristo, intentan seguir el camino espiritual, hermanando la oración, como trato de amistad, y el servicio al hombre.
Maestra en la Iglesia. Una realidad de siempre. Si la Iglesia no confirmaba el hecho declárandola «doctora», era por algo extrínseco: el hecho de tratarse de una mujer. El empalme de Teresa con dos mujeres —Teresa de Lisieux y Teresa Benedicta (Edith Stein)—, evangelizadoras de nuestro tiempo, ayudará a liberarse del prejuicio. La futura patrona de las misiones confiesa: «Una carmelita que no fuera apóstol se alejaría de la meta de su vocación y dejaría de ser hija de la seráfica Santa Teresa que deseaba dar mil vidas para salvar una sola alma» (Carta a Maurice Belliére, 21-10-1896). Edith Stein, leyendo en 1921 la «Vida», se expone al misterio del encuentro de Dios y del hombre en la vivencia teresiana y llega a la fe: «Aquí está la verdad».
Pablo VI da el paso final. El 27 de septiembre de 1970 la declara Doctora de la Iglesia. Y ya en nuestros días, al comienzo del tercer milenio, invitando Juan Pablo II a caminar desde Cristo hacia la santidad y en oración, presenta a Teresa, como testigo, junto con San Juan de la Cruz, de que la vocación final humana, la «unión con Dios» por amor, es posible para todos (6 de enero de 2001: Novo Millennio ineunte, 33). Es lo que santa Teresa buscó, gozó y anunció en su vida, y lo que continua anunciando en sus escritos. [...]
Camilo Maccise
Superior general de los carmelitas descalzos
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
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