La mejor manera de conocer al Señor es conviviendo con El
Autor: Padre Alberto María fmp
Anotaciones a las lecturas:
Os 6, 3-6; Sal 49, 1 y S. 12-13. 14-15; Rm 4, 18-25; Mt 9, 9-13;
La Palabra de hoy comienza recordándonos: «Esforzaos por conocer a Dios». Y es que, en ocasiones, dejamos al Señor recluido en un lugar dominante de nuestro corazón, en un lugar especial y privilegiado, pero andamos caminando por la vida y Dios se convierte, o llega a ser a veces para nosotros, esa persona importante con la que no solemos convivir demasiado.
Una persona puede casarse, auto independizarse, emanciparse, marcharse a vivir a otro país y, evidentemente, su padre y su madre siguen siendo algo importante: los recuerda con cariño, recuerda muchas historias, pero convive poco con ellos.
Por eso el Profeta en la primera de las lecturas vuelve a recordarnos: «Esforzaos por conocer al Señor». Porque el verdadero conocimiento de alguien se da mediante la convivencia y durante la convivencia ordinaria. Dos amigos serán muy buenos amigos, porque anualmente se encuentran en un Congreso al que acuden en tal determinada ciudad. Se ven y se alegran muchísimo de verse y los ocho días que dura el Congreso, se los pasan compartiendo, conversando, diciéndose una y mil cosas, pero cuando se separan se dan un gran abrazo y se prometen que se volverán a ver, aunque no tengan ninguna seguridad en que ello suceda. Pero esto es conocimiento –digamos- de amistad, pero no es el conocimiento que cabe para con Dios.
Nos dice el Profeta: «Esforzaos por conocer a Dios». Y dice esforzaos porque es verdad que hemos de poner algo de nuestra parte.
Dios se nos manifiesta, sale a nuestro encuentro, vive junto a nosotros, pero nosotros hemos de esforzarnos en verle, en reconocerle y en buscarle para convivir con El. Hay veces que no tienes ganas de hablar con nadie y te escondes en tu habitación y en el mejor o peor de los casos, subes la música bien fuerte para que nadie se atreva ni a acercarse a tu habitación a molestare. «No tengo ganas de ver a nadie».
También en ocasiones nos encerramos en nosotros mismos, y esperamos que el Señor tome, no solamente todas las determinaciones sino también haga todo lo que sea, haga todo por llegar a mí, haga también todo por abrirme los ojos y los oídos y haga todo para que su Palabra llegue a mi corazón.
Pero nosotros hemos de convivir con El. En la convivencia se da el conocimiento.
Normalmente, seríamos capaces de escuchar la la voz de nuestra madre, de distinguirla en medio de varias mujeres gritando o hablando muy fuerte y a la vez. Y seríamos capaces de distinguirla, porque la voz de nuestra madre se ha ido -diríamos- penetrando nuestros oídos desde el tiempo de nuestra gestación. Cuando estábamos en el seno de nuestra madre, ella nos hablaba, se alegraba, protestaba, se quejaba... Después, cuando nacimos nos cambiaba nuestros pañales mientras hablaba con nosotros diciéndonos mil y una cosas. Porque es un momento muy íntimo entre la madre y el hijo, como lo es dar de comer a tu propio hijo. Y mientras le da de comer, madre piensa, siente... y todo eso llega al corazón del niño. Cuando el niño crece la madre le regaña, le castiga, le alienta, le acompaña, lo lleva al colegio, lo trae... Y así durante toda una vida. Por eso, el hijo, acaba reconociendo la voz y la manera de ser de la madre: porque ha convivido mucho con ella.
Este ejemplo nos ayudará a comprender la Palabra del Señor a través del Profeta: «Esforzaos por conocer al Señor». Porque la mejor manera de conocer al Señor va a ser convivir con El. Convivir con El de manera ordinaria.
Cuando la Iglesia nos habla de la necesidad de ir a la Eucaristía dominical -parafraseando el texto del Evangelio diríamos- «Eso es por la dureza de nuestro corazón». Porque la convivencia tiene que ser más íntima que una vez por semana. Una vez por semana se ve al dueño de la empresa cuando se va a cobrar el salario de la semana. Una vez por semana se ve al jefe de sección cuando vas a ajustar las horas de trabajo. Una vez por semana ves a la vecina porque trabaja fuera y solo está en casa el fin de semana y coincides en el ascensor.
«Esforzaos por conocer al Señor» es vivir cotidianamente con El. En las cosas más simples, de la manera más simple, porque Dios es simple y nos ha dado el Evangelio, simple, sencillo, nos ha enseñado a vivir con sencillez, simplicidad, porque sabe que sino se nos escapa la vida.
Por eso en la segunda de las lecturas san Pablo va a recordarnos que para esta actitud, para este esforzarnos por conocer al Señor es necesario ser un hombre de esperanza contra viento y marea. Creer, creer que es posible hasta lo imposible. Confiar hasta lo imposible, amar hasta lo imposible y esperar hasta lo imposible. Abraham no tuvo ningún inconveniente, aunque –aparentemente- lo tuviera todo en contra, y pasó por encima de todos esos inconvenientes reales que tenía. Su esposa era una anciana, pero él esperó el hijo de la promesa. El era ya anciano, pero él esperó el hijo de la promesa. Lo dejó todo y se marchó donde Dios le dijo, aunque desconocía el final de «viaje». Pero, “creyó contra toda esperanza”.
Esforcémonos en conocer al Señor y creeremos también contra toda esperanza. Esforcémonos en conocer al Señor y veremos con nuestros ojos, como lo vio Abraham, en un momento, un día en un instante concreto, veremos el rostro del Señor cara a cara. Nos daremos cuenta que sí es verdad lo que dice el Señor. Pero para saber y para poder guardar las «cosas de Dios» -como hacía la Madre de Dios, que «lo guardaba todo en su corazón»-, es necesario conocer y para conocer hay que convivir, es necesario escuchar. Y para escuchar es necesario estar cerca.
¡Es necesario conocer al Señor, esforcémonos en conocer al Señor. Esforcémonos siendo hombres y mujeres de esperanza!
Nuestro mundo está mal. Hay muchas cosas que no funcionan. Hay mucha gente que muere de hambre cada día. Hay muchos niños que mueren cada minuto, cada segundo. Hay muchos matrimonios que se rompen cada tres minutos -en España uno cada tres minutos, nueve segundos. Todo eso es verdad. ¡Pero seamos hombres de esperanza! ¡Creamos que Dios puede renovar nuestra historia, que Dios puede cambiar nuestro mundo! Creamos, como Abraham, que es posible lo que Dios dice. Y para ello acerquémonos, «esforcémonos en conocer al Señor».
Y el tercer paso nos lo marca el Evangelio: «Ven y sígueme».
No importa que estés donde estés en tu vida ….Tú sígueme. Sal de la situación en que te encuentras interiormente. Abandona esa situación de falta de fe, de incertidumbre de desesperanza, de cansancio, de lo que sea. Mira dónde estás. ¡Sal de ahí y ocúpate en seguir a Jesús!. Así lo conocerás. ¿Qué tendrás que caminar mucho? Claro, tienes que esforzarte. Cuando no tengas ganas de caminar, el Señor va a seguir, no pasa nada. Tú podrás porque serás hombre de esperanza. Será posible lo que para ti no es posible. Y te darás cuenta de que puedes realmente alcanzar lo que Dios te ofrece.
Cuando el paralítico de Cafarnaún fue presentado a Jesús, nos dijo Jesús: «Por la fe de estos cuatro que lo han traído, éste ha sido curado». Los cuatro que lo llevaron tenían fe, esperaban el signo de Jesús, esperaban la acción de Jesús. El enfermo, evidentemente, no. No tenía fe, ni tenía esperanza en Jesús. Simplemente se dejó llevar. Porque no fue por su fe por la que el Señor lo curó, fue por la fe de los camilleros.
A nosotros nos puede ocurrir lo mismo. Quizás estemos paralíticos en algún aspecto de nuestra vida. Quizás haya algo dentro que no se desarrolle y no crezca como necesitamos que crezca.
Esforcémonos en conocer a Jesús. Tengamos la fe y esperanza como nos enseña Abraham. Porque el resto, el resto, -dice Jesús- «se nos dará por añadidura».
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