miércoles, 29 de noviembre de 2017

¿Se debe dar crédito a toda y cualquier aparición de Nuestra Señora?

Criterios para discernir las apariciones verdaderas de las falsas
Pregunta
Según el Apocalipsis 7, 15 los santos prestan culto a Dios día y noche, por lo que les es imposible manifestarse en espíritu en este mundo. Valiéndose de ello, el diablo nos puede engañar, tomando la apariencia y la forma de alguno de ellos (2 Cor 11, 14). ¿Cómo dar crédito a las apariciones marianas ocurridas en diferentes partes del planeta?
Respuesta
Monseñor José Luis Villac
La pregunta hace parte del arsenal de pequeñas objeciones que los círculos protestantes acostumbran levantar a respecto de la devoción a Nuestra Señora y a los santos, así como de algunos aspectos del culto en la Iglesia Católica.
En principio, bastaría responder que la misma objeción valdría, y con mayor fuerza aún, para cuestionar las apariciones angélicas. Sin embargo, sabemos por la Biblia que los ángeles se aparecieron en diversas oportunidades a personajes del Antiguo Testamento, a Nuestro Señor, a la Santísima Virgen y a los apóstoles.
Por su duración, el episodio más notable fue la continua protección que bajo la figura de un hombre el arcángel Rafael dio a Tobías durante un largo viaje. Al querer, padre e hijo, en agradecimiento por su protección, dar al misterioso benefactor la mitad de los bienes que habían ido a buscar, este les respondió: “‘Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que están al servicio del Señor […] He estado con vosotros no por mi propia iniciativa, sino por voluntad de Dios. Alabadlo siempre y cantadle. […] Yo subo al que me ha enviado. Poned por escrito todo lo que os ha sucedido’. El ángel se elevó. Cuando ellos se pusieron en pie, ya no lo vieron” (Tob 12, 15-21).
Nada impide, por tanto, a aquellos que “están al servicio del Señor”, o sea, que le prestan culto día y noche, de ser enviados por Él en una misión a la tierra por un determinado tiempo.
Dicho esto, vamos ahora a profundizar, para beneficio espiritual de nuestros lectores, sobre la cuestión teológica de las visiones y apariciones.
Fenómenos místicos de visión intelectual
Desde san Agustín, los especialistas en teología mística clasifican las visiones en intelectuales, imaginativas y corporales
A pesar de que algunos autores místicos y el lenguaje común empleen los términos visiones y apariciones como sinónimos, es más exacto reservar la palabra aparición para las manifestaciones externas, porque una visión puede ser tanto externa como interna.
En efecto, desde san Agustín (De Gen. at litt., 1, XII, c. VII, n. 16), los especialistas en teología mística clasifican las visiones en intelectuales, imaginativas y corporales.
En las visiones sobrenaturales puramente intelectuales el objeto de la visión es percibido sin ninguna imagen sensible, en vista de que ella sobrepuja de mucho las capacidades naturales del entendimiento humano, tales como la naturaleza íntima de Dios y de la Santísima Trinidad, la certeza del estado de gracia o la esencia del alma. “No vemos nada, ya sea interior o exteriormente”, escribe santa Teresa de Ávila, “pero sin ver nada el alma concibe el objeto y siente de dónde es más claramente que si lo viese, salvo que no se le muestra nada en particular. Es como sentir a alguien cerca de uno en un lugar oscuro” (primera carta al padre Rodrigo Álvarez). Por encima de cierto grado de elevación o de profundidad, la visión se vuelve inefable, inexpresable en lenguaje humano. San Pablo, arrebatado al tercer cielo, “oyó palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir” (2 Cor 12, 4). En los fenómenos místicos de visión intelectual, la intervención de Dios es reconocida por sus efectos: iluminación persistente de la fe, caridad divina, paz de alma, entusiasmo por las cosas de Dios, frutos constantes de santidad.

Visiones imaginativas y visiones corporales
En las visiones imaginativas el objeto de la visión es representado en la imaginación del agraciado sin la ayuda del órgano visual. Ellas pueden ser naturales (y hasta enfermizas, en el caso de las alucinaciones), pero también preternaturales o sobrenaturales. En ese caso, un agente superior al hombre (Dios, ángel o demonio) interviene directamente sobre la imaginación o sobre la parte del sistema nervioso que mueve la imaginación.
Tobías y el ángel, Giovanni Girolamo Savoldo, s. XVI – Óleo sobre lienzo, Galería Borghese, Roma
Hacen parte de visiones imaginativas sobrenaturales las manifestaciones simbólicas o proféticas como, por ejemplo, la escala de Jacob (Gén 28, 12-15), los sueños de José que despertaron la envidia de sus hermanos (Gén 37, 5-11), los sueños del Faraón (Gén 41, 1-7) y los de Nabucodonosor y Daniel (Dan 2, 31-45). La prueba de que esas visiones provienen de Dios es, además de su vivacidad, la luz intelectual y las gracias de santidad que las acompañan, así como el hecho de que el beneficiario es incapaz de precisar los elementos de la visión.
En las visiones corporales una imagen exterior realmente presente impacta la retina del vidente y provoca en él el fenómeno físico de la visión (se trata pues de una verdadera aparición), o, si no, un agente superior (Dios, ángel o demonio) modifica directamente el órgano visual del hombre y produce la sensación equivalente a la que produciría un objeto exterior. El primer modo es el habitual. Por ejemplo, santa Catalina Labouré conversó con la Santísima Virgen apoyada en su regazo. Y cuando la Madre de Dios se aparecía a los pastorcitos de Fátima, hasta los asistentes veían que la parte superior de la encina se inclinaba. El segundo modo de presencia es el de los puros espíritus o de los muertos aún no resucitados.
No extrañen los lectores que entre los agentes superiores capaces de provocar visiones mencionemos a los demonios. Desde que el enemigo del género humano tomó la figura de la serpiente para tentar a nuestros primeros padres en el Paraíso, el demonio se ha mostrado a menudo bajo una forma sensible a los hombres. Son célebres las luchas que san Antonio Abad, padre del monaquismo, tuvo que trabar contra escenas lúbricas que el demonio le hacía ver, así como los asaltos del Maligno contra el santo Cura de Ars.
El demonio se ha mostrado a menudo bajo una forma sensible a los hombres. Son célebres las luchas que san Antonio Abad, padre del monaquismo, tuvo que trabar contra escenas lúbricas que el demonio le hacía ver. (La tentación de san Antonio, David Teniers el Joven, s. XVII – Óleo sobre lienzo, Museo de Arte de Ponce, Puerto Rico)
Necesaria cautela frente a ciertas apariciones
Del punto de vista de la fe, es necesario hacer una distinción entre las apariciones bíblicas y aquellas no bíblicas. Las apariciones de Dios, de Nuestro Señor después de la Resurrección, de los ángeles, de los muertos, narradas en las Sagradas Escrituras, se imponen evidentemente a nuestra creencia como artículos de fe, cuando el sentido del texto sagrado es claro e incuestionable.
Santa Catalina Labouré conversó con la Santísima Virgen apoyada en su regazo.
En las apariciones no bíblicas —o sea, las conocidas como “revelaciones privadas”, como lo son las apariciones marianas que constituyen el objeto de la pregunta—, ellas no se imponen a nuestra fe, por estar fuera de los límites de la Revelación pública y porque a respecto de ellas la Iglesia jamás formula un juicio definitivo e infalible, obligando a los fieles a darles un asentimiento absoluto. Ella apenas indica que los católicos pueden considerar tales revelaciones privadas como auténticas. De manera que los fieles, sin caer en la actitud naturalista de negar sistemáticamente su veracidad, conservan el derecho de examinar las pruebas de autenticidad que ellas presentan, según las reglas de la prudencia y de la ciencia histórica.
Las apariciones sobrenaturales no son inútiles o superfluas. Ellas tienen, en los designios de Dios, un fin digno de su sabiduría y poder, como se observa especialmente en las apariciones bíblicas que, juntamente con los milagros, confirmaron la veracidad de la Revelación divina. Las revelaciones privadas se justifican de modo suficiente por el hecho de que Dios es Señor y Juez absoluto de las vías por las cuales Él desea conducir a las almas a la verdad y atraerlas a Sí, así como atestiguar la veracidad de la religión revelada, o sea, de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
Es por ello, además, que el demonio, padre de la mentira, se transforma a veces en ángel de luz para seducir a las almas, como nos alertó san Pablo (2 Cor 11, 14). Razón por la cual un católico fiel debe ser cauto frente a los fenómenos extraordinarios, dándole a ellos su adhesión solamente después de que la Iglesia Católica se haya pronunciado sobre la autenticidad de su carácter sobrenatural.
Fátima, una de las mayores apariciones de la historia
San Pablo nos alertó que el demonio, padre de la mentira, se transforma a veces en ángel de luz para seducir a las almas (2 Cor 11, 14)
Convendría, por fin, insistir en el hecho de que los difuntos solo se manifiestan a los vivos muy raramente y apenas por un permiso especial de Dios. Por lo que constituye un pecado grave contra el Primer Mandamiento y gran temeridad intentar entrar en contacto con ellos en sesiones de espiritismo o, peor aún, sirviendo en ellas de médium. Cuando no son sino meras imposturas, quien se manifiesta en tales sesiones solo puede ser el espíritu maligno.
Esta advertencia se vuelve imperiosa en una sociedad que perdió la fe verdadera y que, para suplir sus necesidades espirituales, busca un sucedáneo en el esoterismo y en el ocultismo. Cuando la verdadera solución está en convertirse, hacer penitencia y “mirar al cielo”, como Lucía, la mayor de los pastorcitos de Fátima, lo indicó a la multitud antes del “milagro del sol” presenciado por más de 70 mil personas.
Fue el modo extraordinario en que Dios hizo patente, 100 años atrás, la veracidad de la mayor aparición del siglo XX y probablemente una de las mayores de la historia.

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