Si ustedes no cambian o no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos (Mt 18, 3)
Por: Redacción | Fuente: Paulinas.com.mx
“Cómo me gustaría volver a ser niño”, a menudo escuchamos frases como esta u otras perecidas, que ponen al descubierto la nostalgia por revivir aquellos días gloriosos de infancia que los adultos hemos dejado atrás.
¿Pero qué tienen los niños cuyo estilo de vida es tan codiciado? ¿Por qué muchas personas nos extrañamos a nosotros mismos en esa etapa? ¿Qué hace que un gran número de adultos recurran a sus recuerdos infantiles cuando se les pregunta en qué etapa de su vida han sido más felices?
Quizás tengamos que considerar algunos elementos comunes que enmarcan la niñez en general: confianza, seguridad, espontaneidad, dependencia, alegría… Todos ellos factores que poco a poco van desapareciendo o disminuyendo en la medida que crecemos y vamos adquiriendo nuevas responsabilidades. Y no es que esté mal, es el camino obligado, hasta cierto punto. Pero en algún momento de nuestra vida nos volvemos tan dependientes de nuestras propias fuerzas y decisiones, que olvidamos que siempre seremos dependientes de Alguien, Aquel sin cuya voluntad nada sucedería, ni siquiera nuestra propia vida: Dios el creador de todo.
El que nos ha llamado a la vida y nos ha dado las capacidades para realizarnos como personas y perfeccionar el mundo, se ha manifestado como nuestro Padre. Esto nos sitúa en la condición de hijos. Y un hijo se sabe amado, protegido, seguro, confiado…, cuando sabe que lo asiste su Padre; que puede contar con Él en todo; que sin importar las veces que no acierte en sus decisiones estará respaldado por el amor incondicional de quien le dio la vida. Este es nuestro Padre Dios.
Cuando volvemos a descubrir que Dios es nuestro Padre -quizás en algún momento de nuestra infancia lo supimos, pero no como lo comprendíamos como ahora-, con todo lo que esto conlleva, entonces reaparece en nosotros aquella alegría, espontaneidad y confianza que experimentamos cuando éramos niños, pero ahora con otras expresiones y manifestaciones. Obviamente nuestras funciones ahora son distintas, nuestro estilo de vida es el de un adulto, pero podemos vivir la infancia espiritual, aquella por la cual muchos hermanos nuestros se han santificado y han alcanzado la gloria.
Un ejemplo elocuente de infancia espiritual, tal vez el más destacado, es del de Teresa de Lisieux o santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897). Su vida y obras merecen estudio aparte. Baste decir aquí, que la infancia espiritualidad es el “sello” que marcó su vida, su itinerario de santificación, así lo deja ver su nombre de profesión religiosa “del niño Jesús”.
Y si queremos entender, concretamente, en qué consiste la infancia espiritual, la santa de Liseux nos dirá que se trata de permanecer como niños delante de Dios, es decir “reconocer su nada, esperarlo todo del buen Dios, como un niño pequeño lo espera todo de su padre, es no inquietarse de nada, no buscar fortuna”. En otro momento dirá: “Ser pequeño, es también no atribuirse a sí mismo las virtudes que uno practica, creyéndose capaz de alguna cosa, antes bien reconocer que el buen Dios pone este tesoro de la virtud en la mano de su pequeño hijo para que se sirva de él cuando lo necesite; pero siempre es el tesoro del buen Dios” [1].
Ciertamente, las palabras de santa Teresita, encuentran poca acogida en una época como la nuestra, en que la sociedad se rige por la competencia, el poder, el dinero, la fama y toda clase de seguridades materiales. Sin embargo, solamente apoyados en la confianza de hijos pequeños de Dios, abandonándonos en Él, podremos recuperar la alegría tan añorada de nuestros días de infancia. De hecho, gran parte de nuestra felicidad se basaba en que éramos dependientes de nuestros padres o de los adultos responsables de nosotros. Pues bien, volver a ser niños delante de Dio, no es otra cosa que volver a confiar en nuestro padre Dios y sabernos dependientes Él. Después de todo, Jesús nos lo advierte como un requisito para entrar al Reino de los cielos:
Les aseguro que si ustedes no cambian o no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, será el más grande en el Reino de los Cielos (Mt 18,3-4).
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